Viernes, 9 de enero de 2015 | Hoy
Música Un grupo de músicas que se conocían de festivales de rock y punk pegaron un giro y se dedicaron al tropipunk. Son las Kumbia Queers, que están cumpliendo ocho años entre México y Argentina, cantan canciones de amor a chicas bonitas, se declaran celosas y se enamoran de las motochorras. Viajan por Polonia y Berlín, pero no llegan a un sueldo mínimo a fin de mes. Se enorgullecen de tener mundo, aunque no tengan plata. El humor, la fiesta, el baile y el revoleo de ojos y de cuerpo son las banderas que no necesitan más traducción que la propia fiesta. Pero también se calzan el pañuelo verde de la campaña por el aborto legal.
Por Luciana Peker
“Una motochorra se robó mi corazón/Atravesaba la ciudad a toda velocidad con el pelo suelto y los anteojos puestos/Vivir la vida de cara al viento yo quiero eso./La sensación de libertad acarició todo mi cuerpo y se detuvo el tiempo./Yo la vi venir acercándose hasta mí y en ese momento supe que perdí./Yo la vi venir acercándose hasta mí, nunca voy a perdonarme haberla dejado ir. Una motochorra se robó mi corazón, se robó mi corazón, se robó mi corazón./Y no pude resistirme, ni oponerme ni decirle, que todo lo que tengo se lo presto./Que ya tiene mi teléfono y mis llaves así que espero que venga o que me llame”, cantan, piden, imploran, ruegan, gozan, ironizan y se retoban a la mano única las cumbiancheras de Kumbia Queers, que arrancaron hace ocho años, llegadas del punk y del rock, alentadas por la mexicana Ali Gua Gua y dispuestas a enfrentarse a sus propios pruritos. “No teníamos idea de armar un grupo, sino de pasarla bien. Ali nos dijo ‘no vamos a hacer rock, vamos a hacer cumbia’. Todas éramos y seguimos siendo rockeras y teníamos prejuicios con la cumbia. Y también eso tuvo que ver con aceptar la propuesta. No estar siempre mirando los prejuicios del otro sino meterte con tus propios prejuicios a ver qué te pasa. Y fue muy divertido el experimento. Hicimos un show y nos reencontramos en México. Fue un terremoto eso que sucedió”, cuenta Juana Chang, la voz principal y showgirl sudaca, transpirada por el calor porteño y con un sonrojo natural que le combina con la remera batik. Juana cuenta sus 36 años a escondidas de la adultez y juega a decir que es una niña vieja. O más vale una vieja niña. Habla y juega con las palabras. Porque le gusta más jugar que tomarlas muy en serio. Es una forma, también, de no solemnizar nada. No se retacea al diálogo. Pero se corre de teorizar su propia rebeldía fiestera. Juana Chang (documentada Johanna Rosenba) y Pat Combat Rocker (que elige su propia autoidentidad a la de Patricia Pietrafesa y es bajista y corista en el grupo) son las dos chicas que esperan en la Ciudad de Buenos Aires mientras el resto del equipo reposa de las Fiestas en México, Tigre o Bahía Blanca. El resto de las integrantes del grupo que se define como mil por ciento tropipunk son Pilar Arrese (guitarra y coros), Inés Laurencena (batería) y Florencia Lliteras en teclados y voz. También hacen “Rara” con Susy Shock como invitada.
Tienen un pie en Argentina y otro, especialmente, en México, pero también giran por Chile y Colombia. Todavía no suenan en las radios y eso les resta convertirse en tema del verano. El costo es que la cooperativa queer no llega a un sueldo mínimo por cabeza. Pero ellas se entusiasman: “No tenemos dinero, pero tenemos mundo”. El sábado 10 de enero se juntan para tocar en el Konex, en un show especialmente advertido apto para todo público, porque las chicas arrasan entre la infancia.
Juana tiene nariz afilada, ángulos marcados, ojos celestes profundamente claros y mucho de eso que llaman imán o carisma. Se autoproclama una Xuxa maligna para explicar el gancho con niñas y niños justo ella, que decidió no tener hijos para no tener que deslizar por su vida en tobogán a otras personitas. En misión periodística Las/12 intenta preguntarles por una explicación para el fenómeno del cruce entre diversidad, diversión y bajitas. Pero ni Juana ni Pat gustan de buscar teorizar lo que hacen más que por su propio hacer. Entonces, tal vez haya que contar que en los recitales son las niñas las que giran con sus madres, las que se acuestan en el piso hasta que la propia Juana las levanta con sus manos para que siga la pachanga, que los bebés de dos años se mueven también como una cuerda que sencillamente abre paso a la pulsión de las caderas y que más que groupies tienen padres que las llaman para que le cumplan el sueño a su hijita de cantar en su escenario.
La oda de amor entre mujeres no encerró a las Kumbia Queers como un grupo de culto entre portadoras de una clave para destrabar esa puerta, sino que abrió todos los closet a la fiesta del sentir y girar sin pausa. Ahora el amor libre tiene libreta roja y permiso para arroz en lluvia cruda. Pero entre el registro civil y la industria cultural del príncipe y la princesa hay una humanidad de abismo. Tal vez sea por eso, porque más que proclama es puro deseo (y eso se entiende sin traductor), que el homenaje a Madonna y su Isla bonita se convierte en himno. “Anoche, una mina en San Telmo/me recomendó un lugar sensacional/lleno de chicas bonitas/yo ya quiero estar ahí, lejos de aquí”, agudiza en un tono sentido Juana y sus minifans la replican y suben la apuesta, como si el “Libre soy” de Frozen se volviera un emblema de las ganas de encontrar a una amiga, una novia, una hermana, una amante, una prima o a una misma en la pura libertad de ese oasis. Un disfrute que proclaman extender como el fin de semana. Por eso, aunque ellas le hagan oooooooole a las autodefiniciones, se puede sentir que cumplen con la consigna de Emma Goldman que difunde desde su sonoridad Liliana Daunes: “Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”.
La amorosidad es una bandera cuando no se usa como flecha con sentido único. Pero la producción que se viene refleja más su postura frente a todas las violencias. “Somos la voz sin miedo, somos alaridos de los que cayeron, somos otra voz que no tiene dueño, no pertenecemos, no tengo nación ni consuelo”, es un esbozo de la canción de “Contraindicaciones”, parte de lo que preparan para grabar en su cuarto disco. “El mundo está re jodido. No queremos hacer nada panfletario, ni despertar a nadie del letargo, pero sí queremos abordar más temáticas”, anuncia Juana.
Aún con más alaridos y menos miedos, las chicas eluden bajarse del escenario para embanderarse como personajes comprometidas de la world music. Su sola presencia con sus pelos panki parados, sus calzas floreadas con shorts arriba, sus rulos negros rambombeantes, sus cuerpos que gustan si quieren pero no gustan para pedir permiso, su diversidad escénica en donde cada una hace, baila, se viste y se peina como se le canta y cantan todas, lesbianas, héteros, queer, trans sin rótulos ni explicaciones, ya se planta políticamente sin necesidad de letreros que aclaren lo que no oscurece. No quieren ponerle subtítulos a una escena que festeja la libertad y demuestra que la diversidad no sólo es más noble, sino mucho más dicharachera. Se alejan con convicción de todo lo que las roce, pretenciosas. Y se acercan a una estética neorrealista. No se explica el chiste porque el chiste son ellas.
Aun así, sin palabras que pregonen por delante de su música, este año tocaron frente al Congreso Nacional convocadas por la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito y adheridas al lema “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”. El pañuelo verde de la campaña no lo colgaron en su casa. Se lo llevaron puesto en la noche en que las invitaron a Duro de domar, en Canal 9, y con el DT Ricardo Caruso Lombardi en el rallador, mostraron que las chicas bonitas quieren luz verde sin riesgos de perder la vida.
La vida era lo que le aparecía a Juana como una bocanada de aire sin mapa. “Yo estaba desesperada por cumplir 18 años. ¿Para qué? Ahora yo los cumplí dos veces”, dice a los 36. Y corta como si ya hubiera dicho mucho. Pasó su adolescencia en Belgrano, fue a un club a jugar al tenis (sus dotes de Navratilova se lucen en el video “Daniela”) y cambió de boletines en cuatro colegios. “Tengo muchos amigos en Facebook”, festeja como recolección de egresadas para su tribu. Cuenta que a su abuela Muni, de 92 años, la combinación de torta y cumbia la excede, pero su relación no es por lo que hacen sino por lo que comparten: el fernet con Coca y los mandados en Disco. “Mi mamá era azafata y viajaba mucho. Por eso, yo me fui haciendo mi camino con pasajes gratis. Era muy callejera e iba a Estados Unidos, España, México, Perú sin un peso. Tocaba la guitarra en la calle o en el tren, si me iba bien me quedaba y si me iba mal me volvía”, retruca.
Pat vive en Flores, con Nico, su compañera de largo aliento, y sus dos gatos, Simón y Didi. En su historial pasó por las bandas punk Los Inservibles, Sentimientos Incontrolables y Cadáveres de Niños. En 1997 empezó a tocar con Pilar e Inés en She Devils. Se conocieron cuando hacían los fanzines Resistencia (Pat) y Hasta morirla (Pilar). “No nos interesaba sólo la crítica y la rabia sino ser activas e impulsarnos a hacer lo que nos gusta”, repasa Pat sobre la organización de los primeros festivales de mujeres. Y reivindica lo que se genera con la banda en vivo: “Se crea una energía tan grande que se vuelve salvaje y primitivo”. Juana se prende y arremete: “Hay que liberar la energía físicamente y bailar es la mejor de las formas”.
Las Kumbia Queers se presentan este sábado 10 de enero a las 20 en el Parador Konex, Sarmiento 3131, CABA.
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