Alguien dijo alguna vez que en el Holocausto no murieron seis millones de judíos: primero asesinaron a uno, y luego repitieron ese asesinato seis millones de veces. Entonces, no es que un país esté en crisis, que esté quebrado, que sea una ‘bomba de tiempo’ con los cables cruzados y todos del mismo color: están arruinando la vida de mi madre, también la de mi padre, y eso lo están repitiendo 30 millones de veces. Me niegan un futuro, y a la vez lo están negando a otros 30 millones de personas.” Algo así escribí días atrás, cuando descubrí que el Senado de la Nación tenía página de Internet (recomiendo ver los proyectos ingresados) e incluía direcciones de correo electrónico para enviar cartas a los senadores. Era domingo, y mientras lavaba algo de ropa no podía dejar de pensar en las palabras de Alfonsín, las del jueves a la noche en la sesión, esas de que los que escrachan y hacen asambleas deberían “autolimitarse”, que es fascista ese afán asambleísta, que la democracia participativa es buena, claro, pero que mejor es la representativa porque había representantes como él. Era domingo, decía, y mientras me acordaba de eso encontré la página del Senado. Entonces escribí una carta, tal vez demasiado extensa, seguramente demasiado aburrida. La firmé, incluí documento, y la envié:
[email protected]. Alguien debería estudiar la relación entre el jabón en polvo y los sueños megalómanos. Sinceramente, pensé que alguien (una secretaria, un asesor, un suplente de verano) iba a leerla, tal vez, me dije, hasta Alfonsín mismo termine escuchando un párrafo, y entonces quizá por un momento lloraría, quizá por un segundo se daría cuenta de que tras palabras impolutas como estallido, crisis, indigencia, pobreza, corralito, índices macroeconómicos, había personas. “Cuando yo nací, en 1974, las cartas prácticamente estaban echadas para determinar que hoy, 2002, las cosas sean como son”, le contaba. El caso de mis padres, seguía, “es más parecido al suyo: cuando ellos nacieron, 1947, la movilidad social empezaba a existir y fortalecerse. Tanto mi madre como mi padre provienen de hogares de clase baja, tremendamente trabajador el de ella, descorazonado hasta más no poder el de él; lograron estudiar, son profesionales. En algún momento tuvieron esperanzas. Hasta hace no mucho, cuando las señales del derrumbe empezaban a ser evidentes, todavía las tenían. Hoy, ahora, no.” Unas líneas más abajo, mi carta decía algo de un crédito hipotecario que la aplicación del CER tornará impagable, de una persona a quien no se le irá el honor ni el buen nombre por el incumplimiento sino la vida. “He escuchado hasta el hartazgo casos similares, casi tantos como los de personas dispuestas a incendiar sus casas por el mismo motivo.” Me preguntaba si nuestros representantes podrán dormir tranquilos tras una ola de suicidios, o de incendios, y seguía exponiendo otro caso de mi familia. Releyéndola ahora, claro, resulta obvio que es la típica escena de la clase media naciendo y cayendo en picada. Nada novedoso ni enternecedor, vamos, sólo un caso más de la estadística que no iba a mosquear a un representante popular.
“Sólo me queda mi caso personal, y es más bien breve”, seguí. “Tengo 27 años, un trabajo, y una carrera universitaria a medio hacer, en parte por falta de tiempo (trabajar lleva horas), y en parte por cansancio (trabajar cansa). Mi trabajo, se supone, es calificado, pero mis ingresos no me alcanzan para mantenerme. Mi padre debe completar lo que resta para pagar mi alquiler y algunas cuentas de servicios. Todavía no sé si quedarme en Argentina. Hay que luchar, me dicen algunos. Eso me llevaría un tiempo,quizá los años que siempre pensé destinar a establecerme, quizá tener una familia, quizá avanzar en mi profesión, tal vez ser feliz. Y sospecho que la lucha no tomaría dos, tres años.” Me doy cuenta ahora de ciertas omisiones significativas: de mis amigos, piensa quedarse en el país uno solo, y eso hasta que consiga el dinero para pagar algún pasaje no sabe a dónde. No soy quién para evaluar a nadie, pero en general se trata de personas con calificaciones profesionales, o a punto de obtener un grado universitario. Son, digamos, lo que los diarios de fin de semana calificaron como emigrantes calificados. Otra vez una escena típica, de chicos que vienen de familias también típicas. Pero entonces me acordé de otras estadísticas, las que hablan de un país con un 53 por ciento de jóvenes bajo la línea de pobreza. Más de la mitad de los jóvenes de la Argentina, repetí en voz alta para no olvidarlo, son pobres. No tienen para comer. Difícilmente puedan escolarizarse. Hace un año, uno de esos chicos no supo qué responder cuando una compañera de la redacción (enviada a Mosconi para cubrir un estallido social) le preguntó qué quería ser cuando fuera grande. No cabían en su cabeza ninguna de esas ideas: largo plazo, deseo y posibilidad, un futuro. Ese niño, dónde estará hoy, se quedó en silencio.
Con la nueva estatización de una deuda privada, la devaluación, y toda esa serie de medidas que valen hoy pero quién sabe mañana, seguía mi carta, se está hipotecando nuevamente el futuro. Estas escenas no se repetirán: se perpetuarán y perfeccionarán. En el caso de que yo tuviera hijos, seguramente ellos sentirían en algún momento de sus vidas una angustia como la que puede respirarse ahora. Es la única certeza a largo plazo que puedo tener ahora, cuando la migración es indudablemente masiva y las asambleas barriales parecieran replegarse sin saber qué hacer. Claro que entiendo la indignación de un jubilado que pasa hambre, de un ahorrista desocupado, de alguien de 50 años que debe trabajar más de la cuenta para poder llegar a la tercera semana del mes, la desesperación de alguien que se suicida por todo esto. Pero, hasta ahora, sólo escuché lamentos por esas vidas: nadie, pero nadie, dice nada sobre los jóvenes que deberían estar ingresando al mercado laboral, o llevar una vida universitaria pero no pueden, ni saben si podrán; ni de otros más jóvenes aún, que ven llorar a sus padres e intuyen que es por su futuro. Nadie habla de la frustración que se siente. Del fracaso que eso hará sentir en 20, 30 años.
Todo eso decía en mi carta. Agradecía el tiempo dedicado a leerla, me guardaba para mí la ilusión de que alguien la contestara. Pero entonces la recibí de vuelta: esa casilla de correo no existe.