Viernes, 20 de febrero de 2015 | Hoy
RESCATES
Emma Goldman 1869-1940
Por Marisa Avigliano
“Si querés pan y no te lo dan, agarralo”, les decía Emma a los miles de hambrientos que se manifestaban con ella en 1893. La rusa que encabezaba la marcha con una bandera roja asustaba en Norteamérica a quien tenía que asustar, era visible, era peligrosa. La judía de Kovno (Kaunas, Lituania) había llegado a los Estados Unidos unos años antes escapando de un padre que le había arreglado un matrimonio. “Ahogada en el Nevá antes que esposa”, dijo la hija de hotelero y cruzó el mundo. Trabajó en una fábrica textil y a los veinte años sólo tenía cinco dólares en el bolsillo, una máquina de coser y un matrimonio roto y sin amor con un inmigrante como ella. El amor llegó después y dos veces: Sasha (Alexander Berkman) y Ben Reitman. El primero, escritor y anarquista, fue su compañero durante toda la vida; el segundo, una pasión ilusionada –“salían llamas de las puntas de sus dedos y yo suplicaba ser consumida por ese fuego”– que la deshizo cuando él se fue con una mujer más joven. Pero volvamos a Emma: la cautiva de otras pasiones, volvamos a la sacerdotisa de la anarquía que la violencia bautizó el día que vio colgados a los obreros de la revuelta de Haymarket. Aquellos cuerpos suspendidos en el aire rancio fueron sus padres intelectuales y la razón por la que defendió y promovió sus ideales anarquistas. Cuando condenaron a Sasha a 22 años de cárcel por haber intentado matar al empresario Henry Frick (dos tiros baldíos y una navaja sin puntería) quisieron también encerrar a Emma pero, como no pudieron encontrar pruebas que la vincularan con el intento, la atraparon por agitadora. Cuando salió (después de estudiar enfermería y de leer a Emerson y a Thoreau) una multitud la estaba esperando. “Fui presa por hablar”, gritó la rusa en las puertas del encierro y fue eso lo que siguió haciendo, hablar. Sólo que ahora también hablaba de sexo, de independencia femenina y de control de natalidad. Se había vuelto inaceptable no sólo para el status quo sino también para los que se decían progresistas. Pero Emma, la feminista molesta, tendría que seguir atravesando mundos hostiles. El próximo lo capitanearía León Czolgosz, el joven que mató a William McKinley, el antecesor de Roosevelt. “Me inspiraron las palabras de Goldman”, dijo León cuando lo condenaron. A él le tocó la silla eléctrica, a ella, que el movimiento la dejara atrás. “Como anarquista me opongo a la violencia pero si se quiere terminar con los asesinos se debe acabar con las condiciones que dan lugar a los asesinos”, dijo Emma en alegatos que nadie se atrevía a escuchar. Sin identidad y apartada de sus raíces, fue a los 32 años otra mujer, la enfermera E. G. Smith. Pero la cofia blanca no le duró mucho y volvió a la calle a hablarles a cientos de obreros, intelectuales y artistas que celebraban su oratoria. Instalada en Nueva York, publicó una revista mensual, Madre Tierra, buscando ser la voz sin miedo de las causas populares. Emma volvía a molestar y Hoover estaba encantado con la posibilidad de cazarla. Deportada a Rusia junto a Sasha, quien había salido de la cárcel después de 14 años, ya nunca más volvió a la Norteamérica que sentía propia. Fue entonces cuando vivió el periplo sombrío de sus últimos años que se inició con el deslumbramiento y desencanto leninista y continuó con un auspicio Guggenheim en Saint Tropez (sin el glamour de los brochures turísticos) hasta que llegó la muerte canadiense como consuelo de frontera. “¿Por qué la vida es tan larga? ¿Para quién? ¿Para qué?”, se preguntaba la mujer que llamaba “hogar de los perros perdidos” a su casa neoyorquina. Su inclemencia temporal, su sabiduría adelantada, rugen en una historia que todavía la hostiga. Queda el cine, diría Cabrera Infante recordando que Maureen Stapleton ganó un Oscar como mejor actriz de reparto personificándola en Reds (1981) y si es verdad que queda el cine habría que decirle a Frances McDormand que trasborde a la luz del set a esa mujer de sombrero y ojos desafiantes para que esta vez sea la protagonista.
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