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Viernes, 30 de enero de 2004

MODA

Bragas y braguitas

La bombacha puede ser tanto el último baluarte del pudor femenino como trofeo para fetichistas. No siempre fue así, basta remitirse a sus propios ancestros para notar el desprecio que algunos demostraban por esa prenda que copiaba el atuendo masculino, otorgaba libertad de movimientos o simplemente abrigaba en invierno, cuando no eran confeccionadas en material impermeable para esos días. He aquí algunas instantáneas que develan aquello que estuvo –casi siempre— destinado al secreto.

 Por Soledad Vallejos

Sacársela no siempre fue un gesto con la urgencia de lo sensual, y ponérsela tampoco vino con un certificado de lo correctamente pudoroso desde sus inicios. Juana de Arco la llevaba con orgullo mientras iba tejiendo esa larga cadena de desafíos capaces de desquiciar a los inquisidores, y terminó con la condena de su cuerpito gentil a la hoguera mientras se recordaba, en la sentencia del tribunal, que para completar la herejía “la dicha Juana se ha puesto a llevar calzones”. Algunos siglos después, en los ensueños de Madame Bovary, los secretos, la esencia de la feminidad bien podía cifrarse en “delicados pantalones, ornados de pasamanerías, anchos por arriba y estrechos por abajo”. Las señoras elegantes de las provincias argentinas que tenían la fortuna de recibir por correo el catálogo de Harrod’s, disponían para la temporada primavera/verano 1923/24 de un amplio surtido de lencería “enteramente cosida a mano” en el que no faltaba, jamás, el calzón haciendo juego con la camisa y el camisón. Bastante menos, por no decir nada, se sabe de los hábitos de sus criadas, pero no es descabellado suponer que debían ser más parecidos a los de las mujeres de zonas rurales que a las sofisticadas porteñas acostumbradas a usar bombachas “impermeables” para esos días. Digamos: es probable que lo de las mujeres de escasos recursos fuera disfrutar el aire y la libertad total bajo la pollera, a menos que, entre trabajo, cuidado de los niños, cuidado del marido, cuidado de la casa y algún momento perdido como para respirar, tuvieran tiempo y dinero para ocuparse de labores destinadas a ellas mismas. Aburrida de la tranquilidad en que se sumió su vida desde que se diluyó la euforia combativa de los ‘70, Germaine Greer no tuvo ningún empacho, en 2004, en cargar contra ese adminículo cotidiano que “gusta más a los hombres que a las mujeres”. Es más, no dudó en afirmar su vetustez, en aras del progreso y la comodidad: “Antes se usaban para mantener calientes las partes íntimas: ahora no hacen falta, porque las casas tienen calefacción y está aumentando la temperatura media exterior”, así que, propuso, va siendo hora de ir olvidándose de la bombacha y la lencería en general, ese “símbolo anticuado de la decencia”. (Qué dirá Germaine sobre la ropa en general es una incógnita, pero habría que ver su opinión si pisara el infierno en que se ha convertido Buenos Aires en los últimos días.) Más o menos por ese tiempo, Gabriela Acher proponía una solución levemente parecida, aunque la motivara una meta personal formulada como quien hace una promesa a un santo: “Quemar las bombachas en alusión a la sinceridad de nuestros genitales, para que nunca más volvamos a fingir un orgasmo”. En plena quemazón de la fiebre de la bohemia decontractée y chic palermitana, hay bombachas de autor y están regresando los culottes, los hot pants y el minimalismo literal de los cola-less. Las megaempresas de lencería agregan almohadillas cosméticas en las asentaderas, y no se cansan de cambiar, mezclar, inventar materiales nuevos para reciclar, cada tanto, los clásicos, revivir el encaje, alabarlos estampados, insistir con los géneros lisos, descubrir colores y bautizarlos con nombres que suenan a declaraciones de principios o ilusiones casi cinematográficas.
Cada bombacha es mundo: tiene fechas, lecturas, autores (mucho más que autoras), usos, no usos, multitudes a favor, multitudes en contra, ideólogos e ideólogas, artesanales y carísimas, fabricadas en serie y a precios populares. Desde su protohistoria como cinturón de castidad, esa prendita ha recorrido un largo camino (y no vamos a decir que tal vez sea porque no siempre se estiló cambiarla a diario), bordado las más de las veces por las urgencias sexuales masculinas y sus voluntades de levantar señales con fuerza de insignia y título de propiedad allí por donde pudieran campear deseos ilegítimos; pero también como pequeños avisos de independencia sensual, autoprotección y emancipación llevada a los hechos, inclusive a despecho de la Santa Iglesia.



Corrían los primeros años de lo que la posteridad conocería como Renacimiento cuando las damas de buena ley y las muchachitas plebeyas apenas si llevaban, debajo de esos vestidos infinitos, lo estrictamente necesario para ser accesibles. Camisa de género noble atada a la cintura por un práctico cinturón y luego, pronta y disponible, la piel y su más allá (el fetichismo, al parecer, prefería los brazos, pulcramente ocultos y embutidos en mangas cosidas y descosidas a diarios sobre los brazos gentiles) fueron hasta mediados del 1500 las imágenes de una lascivia ingenua y gentil hasta que, creciente diferenciación de los guardarropas masculino y femenino mediante, las chicas comenzaron a esmerarse en sus ajuares. Desde entonces, y hasta los afanes seudodemocratizadores del siglo XIX (que darían lugar a las sociedades de consumo del XX), tal como afirma Lola Gavarrón en la entretenida historia de la lencería femenina Piel de ángel (Tusquets, 1982), la ropa interior era “un objeto minoritario y de elite. Su valor y singularidad le conferían un carácter de prenda de lujo”, al punto que era un ítem esencial “en los testamentos e inventarios de bienes de las damas nobles”, igual que encajes, puntillas, bordados y piezas de seda (a fin de cuentas, fundamentales para elaborar un vestuario acorde con la posición social de marras). El asunto es que, promediando el 1500, las cortes europeas comenzaron a plegarse a la moda italiana tan bien llevada por las Médicis en sus ingresos a las casas reales: los “verdugados”, un tipo de faldas que, por su confección, acrecentaban el volumen de las caderas y simulaban una abertura a partir de la entrepierna, aunque de simulación tenía bastante menos de lo que permiten suponer los testimonios de la época. Eso, por lo menos, da a entender el hecho de que, de golpe y porrazo, el polvo de las ciudades y los rigores del clima obligaran a las mujeres a apropiarse de una prenda originalmente pensada para los señores: los calzones. Lo que (dueña de una sutileza monárquica) Catalina de Médicis llamaba “bridas para las nalgas” (brides à fesses), moldeaba los muslos y se unía a las medias por debajo de las rodillas, gracias a ligas lujosamente bordadas, que sus portadoras se encargaban puntillosamente de exhibir en ocasiones apropiadas (para qué, si no, tanto empeño). Podían ser de algodón o lino, de tejidos de seda, llevar hilos de oro o plata o primorosos diseños, abiertos (para muchachas disponibles) o cerrados (obviamente, para esposas virtuosas). Las que tenían alguno de estos calzones entre sus prendas eran absolutamente conscientes de sus comodidades y la distinción que su uso les confería a los ojos de posibles pretendientes, que no por nada Catalina de Médicis recompensaba espléndidamente a una de sus criadas “porque le ajustaba muy bien los calzones a la pantorrilla y le colocaba estupendamente la liga”, tal como atestiguó en La vida de las damas galantes Pierre de Bourdielles, el abad y señor de Brantôme que sabía tener citas galantes con la encalzonada en cuestión. Avanzando los años, la excentricidad del vestido ensanchado a los lados fue cediendo y con ella el uso más o menos cotidiano (empezaba a extenderse a la burguesía) de los calzones, que empezaron a reservarse para los elegantes paseos a caballo... que no siempre coincidían a la hora de definir el concepto de “elegancia”.
Establecida la regla, las chicas de la nobleza no habían tardado en rebuscárselas para establecer las maneras de saltearla sin más consecuencias que aumentar su prestigio social, que a fin de cuentas era el único que les era dado desarrollar en la vida mundana. Las descalzonadas, a decir verdad, se tomaban la revancha de tanto pollerón profuso y competencias de escotes sufriendo, de tanto en tanto, pequeños accidentes que podían asegurarles un futuro o, tal vez, una fama fácilmente transformable en un buen pasar. O al menos ésas eran las fantasías que los señores letrados nos han legado. “Una señorita de 18 años, sirvienta, viajaba en compañía de su señora –escribió el doctor Louys Guyon en 1664–, cuando, queriendo franquear un obstáculo, cayó cuan larga era sobre su caballo quedando al descubierto ante la amable compañía todas sus partes secretas: vientre, piernas y nalgas. Viendo esto un joven noble y rico acudió presto a ayudarla, prendado como estaba de sus bellas y blancas partes. Confesóle su amor, y ella, astuta, no le prometió nada hasta que solemnemente se hubiera casado con ella. Lo que el joven aceptó de buen grado. De esto hace ya veinte años. Ella sigue conservando limpias y hermosas aquellas partes que le enamoraron. El la ama más que nunca.” Lo citamos, nomás, para que vean que la tentación podrá andar desnuda, pero que, en la época de las caídas galantes, hasta el ascenso social y la redención de obtener un status interesante (de señorita sirvienta a señora amada por un joven rico, vamos) podían nacer de una bombacha ausente en el momento preciso y de una mujercita astutamente virtuosa, a la cual, es de suponer, ya no le faltaron moneditas de oro para comprarse un buen calzón.


“Es intolerable el uso de miriñaques, nada más opuesto al pudor, a la modestia y a las buenas costumbres.” Lo declaraba al borde de la furia y consumido por el horror de ver peligrar aquello por lo que tanto había predicado un señor teólogo en 1728. “La hinchazón de los vestidos –continuaba– trae consigo la idea de desnudez, la atención que provoca origina malos pensamientos y reflexiones obscenas.” Un tal padre Bridaine no dudaba en afirmar la hipótesis con la misma rabia: los miriñaques no podían ser más que “seductores cebos que tienen el poder de incitar al pecado a los desdichados hombres”. Es que las chicas no aprendían más. Abandonada la moda de las caderas ultravoluminosas que permitían los verdugados, empezaban a entregarse con furor a los miriñaques (que tanto gustaron en la Buenos Aires colonial) y al mundo de posibilidades que les abría tanto espacio resguardado a las miradas no deseadas. De acuerdo, bajo la tela, venía el armazón de alambres, y bajo el armazón, kilos de polleras, polleritas y demás invenciones para jugar, como los niños juegan a desenvolver un paquetón infinito, con maridos y amantes, pero debajo de tooodo eso, pues nada. Absolutamente nada más que lo que la naturaleza les había brindado. Esa desnudez era, sin embargo, un privilegio concedido exclusivamente a las mujeres de alto rango por las autoridades. Bailarinas y actrices de teatro, por disposiciones oficiales (como en España y Francia), estaban completamente impedidas de gozar de esas libertades de vestuario, en especial si se encontraban en horarios de trabajo. Las Memorias de Casanova, casualmente, recuerdan otro episodio de infracción y redención protagonizado por mujercita y fogoneado por la ausencia/presencia de calzón. Nina, bailarina italiana recién llegada a Barcelona, desconocía la ley que prohibía, al bailar en público, dejar ver el calzón. Talento, relata Casanova, tenía poco, y casi lo único que sabía hacer era “dar la rebaltade, especie de salto mediante el cual quedaba suspendida en el aire, en mitad de la pirueta”. Debutar y pegar una pirueta en la que “dejó ver sus calzones hasta la cintura” fueron una sola cosa. El público enloqueció. Ella volvió a saltar. Al terminar el número, un inspector no tardó en aplicarle la multa reglamentaria, en resultas de lo cual, al día siguiente “bailó sin calzones e hizo su rebaltade con la misma pasión, lo cual provocó tal entusiasmo en el público del patio de butacas que aún no se ha recuperado de la alegría”. El virrey de España, que revistaba en el auditorio, llamó a la insurrecta para reprenderla:
“–¡Imprudente! Habéis faltado al público.
–¿Qué he hecho?
–El mismo salto que ayer.
–Es cierto, pero no he violado vuestra ley, puesto que nadie me puede decir que haya visto mis calzones. Pues, para estar segura de que no se vieran, no me los he puesto. ¿Qué más queréis que haga por vuestra maldita ley, que ya me ha costado dos escudos?”
Y dice Casanova que, ante tanto ímpetu, al virrey no le quedó otra que enamorarse de la desacatada, cosa que Nina aprovechó para convertirse en la bailarina del momento y aprovechar su buena estrella para hacer carrera y duros.


Para principios de 1800, las aristócratas y las burguesas inglesas hacía rato que habían demostrado el empeño puesto en el pantalón íntimo. Era cómodo, era higiénico, les permitía andar a caballo y llevar una vida mundana sin demasiadas preocupaciones y sin transformar, en exceso, las rutinas con sus amantes. En Gran Bretaña, los antecesores de la bombacha no se discutían al punto, de hecho, de que su uso generalizado iba a permitir, pocas décadas después, que las mujeres se dedicaran sin problemas a las prácticas deportivas (aunque el asunto de la falda en el tenis inglés tampoco fue tan sencillo). Pero no en todas partes las miradas a la ropa femenina gozaban de tanta displicencia. Se dice que Victor Hugo, por caso, sentía tal rechazo por el pantalón femenino (tremendamente parecido al calzón) que, si descubría que alguna de sus amigas llevaba uno, no dudaba en acompañarla a la puerta y soltarle un: “Volved cuando queráis. Pero sin pantalón. Por favor os lo ruego, sin pantalón”. Los señores se negaban, de manera terminante, a aceptar el regreso de tan poco femenina prenda, y el clero dejó en claro las suspicacias que circulaban en torno del abuelo de la bombacha moderna. Literalmente poderosas, sostiene Gavarrón, eran las razones que los movilizaban: “La mujer en pantalón accede a peligrosas libertades de movimiento”, sostenían los liberales, un temor que crecía cuando notaban que socialistas utópic@s como Saint-Simeon o George Sand alentaban al pantalón femenino como “símbolo inequívoco de la añorada emancipación”.


Los finales del siglo XIX encontraban a las mujeres argentinas absorbidas de lleno por las modas europeas: recato español para las señoras maduras, (más o menos) alocado estilo francés para las jovencitas. “Las viejas matronas porteñas –rescatan García, Rebok, Asato y López en Imagen de Buenos Aires a través de los viajeros– cubrían sus hombros [con] pañuelos o chalones de merino negro”, porque, “seguían las costumbres españolas e inconscientemente hacían caso omiso del modernismo de sus hijas, por quienes era adoptado cuanto venía de Francia.” Como de ropa interior absolutamente nada dicen los viajeros, y como las informaciones e investigaciones sobre las bombachas de nuestras bisabuelas brillan por su ausencia, sólo podemos suponer que es aproximadamente con la apertura de las grandes tiendas por departamento (Harrod’s, A la ciudad de Londres, Gath & Chaves) que la confección y el consumo de la ropa interior empieza a abandonar el círculo más privado y doméstico para convertirse en un artículo conseguible en tiendas abiertas al público en general. Empezaba a popularizarse la práctica deportiva y, con más dificultades, el uso de la bicicleta, lo que empezaba a redundar en la tímida, vaga, lenta aceptación del pantalón masculino. Claro que para eso, como irrumpieron las polleras angostitas, tubulares, que forzaban pasos cortitos y de muñequita frágil, iba a faltar bastante.
Los inicios de la década de 1920 encontraban en los catálogos de la exclusiva Harrod’s un amplio surtido de “novedades para el adorno” (simpático eufemismo que usaban para denominar a sus clientas), elementos para el hogar y, por supuesto, “lencería para señoras” debidamente diferenciada de la “lencería para niñas”. No es que una de las dos cargara con más sensualidad explícita que la otra, pero mejor era ir diferenciando la inocencia y relativa liviandad de ropa de la infancia de la languidez de las maduras y decentes esposas que cargaban con calzones a la rodilla en composé con encantadores “portacaderas” que podían venir “en buen elástico de hilo, cerrado atrás y prendido adelante, en blanco o rosa” o “en batista lisa, prendido con botones y cordones en la parte de atrás, práctico para verano”. También venían preparados para usar, una vez por mes, con un “cinturón higiénico”, suerte de liguero para sostener la “bombacha impermeable, de goma natural” que impedió sorpresivas delaciones cuando las damas estaban menstruando, al menos hasta principios de la década del 50. La descripción de los calzones de invierno, en verdad, parece una afirmación de las ideas que Greer sostiene sobre el clima y la ropa interior. Difícilmente muchas clientas hayan dejado pasar la espectacular oferta que Gath & Chaves anunciaba en 1927: “Calzón cerrado de lana mezcla punto jersey, con elástico en la cintura y las piernas, de buen corte y esmerada confección”, que debía quedar espectacularmente elegante combinado con las “rodilleras de pura lana merino”. Para las que no se atrevieran a andar imitando las vestimentas masculinas bajo las faldas y desearan, en cambio, llevar un andar levemente más complicado, la sección “bonetería” no olvidaba incluir varios modelos de “combinación-sobre” o “camisa-calzón” (hacían furor en crêpe chine, y podían incluir miles de cintitas de seda y similares), que se cerraban con botoncitos en la zona de la entrepierna y, seguramente, facilitaban el tráfico sensual un poco más que los calzones furiosamente cerrados en las rodillas. En cualquier caso, la Segunda Guerra Mundial, la incorporación femenina al mercado del trabajo y los avances en telas sintéticas fueron haciendo el resto, despejando despacito el camino hasta que, en los ‘60, las lencerías explotaron. Y el resto es historia más o menos conocida.

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Agradecemos al Museo de la Ciudad por las prendas de las fotos interiores y de tapa, y al Museo Nacional de la Historia del Traje por facilitarnos el acceso a su colección de catálogos de grandes tiendas.

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