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correspondencia lógica entre la conducta de una persona y los principios que profesa.

Aplicado a instituciones oficiales y personas que revisten en ellas, implica que existe cierta coherencia entre las políticas públicas y las nociones que las orientan. Las instituciones y políticas públicas llevadas adelante por personas que desconocen la perspectiva de género, los derechos de las mujeres y los reclamos del movimiento de mujeres redundan, como resultó brutalmente evidente esta semana, en que claros hechos de violencia de género (femicidios como el de Sandra Cabrera –ver página 14–, violaciones como las que recibieron cobertura durante toda la semana) suelan ser leídos y asistidos, simplemente, como episodios policiales que engruesan estadísticas de delitos “comunes” o son enrolados en la omnipresente “inseguridad”. Quizás sea ése el argumento agazapado tras el incumplimiento de normativas sobre capacitación policial en género, o el silencio de un gobernador livianamente autodeclarado misógino (y otras autoridades) que sólo se rompe –oh, cuánta sensibilidad– cuando una de las víctimas reclama ante los medios de comunicación por el desamparo a que se ve expuesta gracias a la inacción del Estado.