Viernes, 30 de enero de 2004 | Hoy
SOCIEDAD
El asesinato de Sandra Cabrera, dirigente de Ammar Rosario, fue comparado con el de José Luis Cabezas y no porque su cuerpo haya sido hallado cuando se cumplían siete años del crimen del periodista sino porque no hace falta demasiada imaginación para leer en ese disparo en la nuca un intento de aleccionar a quienes, como Sandra, trabajan y luchan para denunciar la impunidad con que la policía –santafesina, en este caso– protege, a sangre y fuego, sus negocios.
Sandra Cabrera tenía ojos negros, pelo también negro, abundante, los modos de una mujer acostumbrada a pelear sola por su vida. Miraba a los ojos, desafiante, y planteaba sus reclamos. Cuando descubrió que la actividad gremial podía generar beneficios concretos para las trabajadoras sexuales de Rosario, asumió una tarea incesante. Durante dos años recorrió con su moto cualquier rincón de la ciudad donde hubiera una compañera trabajando, para acercar el instrumento de amparo en el que convirtió a la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (Ammar). Nada la amedrentaba, ni siquiera las amenazas que se habían hecho cotidianas. El martes a la mañana apareció muerta con un certero disparo en la nuca, en la zona de la Terminal de Omnibus, cerca de la parada en la que trabajaba. Su tarea apuntaba a desarticular el entramado de recaudación ilegal que la policía monta a partir de la prostitución, imponiendo su terror legal sobre mujeres vulnerables. La Justicia tiene ahora la tarea de desentrañar cuál es la relación entre su muerte y esa red. Desmontarla corresponde al poder político.
“Se sabía, se
sabía, que a la compañera la mató la policía”,
gritaban desconsoladas las compañeras de Ammar de todo el país
que llegaron ayer a Rosario para acompañar el cortejo fúnebre.
Fue también lo primero que denunció Elena Reynaga, secretaria
general de Ammar. “La policía es el principal proxeneta de las trabajadoras
sexuales. Les molesta que nosotras nos organicemos porque así se les
descalabran los negocios”, consideró.
Sandra Cabrera era una dirigente gremial cabal, que asumía los riesgos
de su trabajo. Se puso al frente de la denuncia del 10 de septiembre pasado,
que derivó en el descabezamiento de la sección Moralidad Pública
de la policía provincial. No fue una declaración vaga y grandilocuente,
sino el detalle de los nombres del jefe de la sección, Javier Pinatti,
y Walter Miranda, subjefe, que hostigaban a las trabajadoras sexuales con paradas
cerca de la Terminal de Omnibus de Rosario para proteger a prostíbulos
de la zona. La relación entre los dueños de esos lugares y la
policía fue acreditada. Sandra y sus compañeras también
señalaron a efectivos que les cobraban coimas para dejarlas trabajar.
A raíz de las denuncias, cambiaron los jefes de la división Moralidad
Pública y quedó a cargo Silvia Hamuy. Poner a una mujer fue presentado
como garantía de un cambio de prácticas. Pero las denuncias siguieron.
El último denunciado fue Sergio Bermejo, un sargento que cobraba 50 pesos
semanales a Stella Maris Longoni para permitirle trabajar. Pese al riguroso
pago de esa coima, la mujer fue detenida por Moralidad Pública. Cuando
argumentó que había aportado, le dijeron que el policía
ya no trabajaba en esa división. “Me voy a asociar a Ammar”,
desafió la mujer. La respuesta fue: “Entonces, vas a caer presa
todos los días”. Una vez liberada radicó la denuncia por
extorsión en Tribunales. Siempre acompañada por Sandra, también
llegó a los medios de comunicación. Fue apenas cuatro días
antes del asesinato. Después del crimen, Bermejo fue detenido por cohecho,
pero fuentes allegadas a la investigación descartan que sea el autor
material del asesinato y su libertad es inminente.
“Tengo miedo de que venga algún vuelto por los de Moralidad”, le dijo Sandra a un periodista, que se había convertido en amigo, el viernes anterior a su muerte. Desde octubre pasado vivía con custodia policial, tras una amenaza contra la vida de su hija Macarena, de 9 años. Sandra era también una madraza, que destinaba a la educación de su hija los mayores esfuerzos. La llevaba al teatro, le preocupaba que supiera computación, alentaba sus estudios. Cuando “Maca”, como la llamaba, partió para el campamento boy scout en Mendoza, la custodia quedó sin efecto por unos días. La secretaria general de Ammar, Elena Reynaga, no tiene dudas sobre la organización del crimen: “Sandra nunca trabajaba sola, siempre salía en grupo. Tomaban algunos recaudos, como anotar la patente del auto donde se subía la compañera. Esa noche, su compañera se alejó unos momentos, para comprar una gaseosa, y en ese lapso la levantaron. Estaba todo planificado”. La cantidad de denuncias radicadas en Tribunales por amenazas demuestran que el gobierno provincial estaba advertido de la situación. Incluso, habían llegado a meterse en la casa de Sandra y hasta la habían golpeado mientras la custodia estaba afuera.
El martes a la mañana
la encontraron muerta frente a una vivienda en Iriondo al 600, a dos cuadras
de la Terminal. Desde el principio, el juez de instrucción Carlos Carbone
trabajó sobre tres hipótesis. “No se pueden descartar otras
posibilidades. Era una mujer que había realizado denuncias con afectación
a intereses concretos, y eso hace que sea una hipótesis firme, pero hay
que investigar en otras direcciones también”, expresó Carbone:
la venganza por las denuncias contra la policía, o de los dueños
de prostíbulos de la zona, y los riesgos “propios de su trabajo”.
El trabajo implica riesgos y Sandra los conocía bien después de
10 años en la misma zona, pero el principal peligro eran los pagos de
peajes, detenciones arbitrarias y apretadas de los efectivos. “La policía
persigue a las trabajadoras de la calle en lugar de combatir la prostitución
infantil o el proxenetismo, que sí están penados por la ley. De
hecho ellos mismos cometen proxenetismo, porque viven sacándoles dinero
mediante chantaje a mujeres que practican la prostitución”, decía
con un poder de síntesis desarrollado a partir de su integración
activa en la Central de Trabajadores Argentinos.
“A partir de ahora vamos a trabajar con mucho miedo, pero no vamos a bajar
los brazos”, dijo una de sus compañeras después del entierro,
en el cementerio La Piedad. Al mismo tiempo, denunció a dos agentes de
la comisaría que pertenece a la Terminal de Omnibus por haberles pedido
20 pesos.
La violencia institucional
contra prostitutas es moneda corriente en el país. En Mar del Plata,
el invento de un “loco de la ruta” permitió encubrir durante
años los asesinatos de trabajadoras sexuales hasta que el juez penal
Pedro Hooft procesó el año pasado a diez policías bonaerenses
y al fiscal federal Marcelo García Berro por encubrimiento y falso testimonio.
En este caso, la conmoción que causó el asesinato de Sandra puede
mensurarse por la inmediata comunicación del ministro de Justicia, Gustavo
Beliz, con el gobernador Jorge Obeid, y la llegada del secretario de Derechos
Humanos de la Nación, Eduardo Luis Duhalde, a la ciudad, para intervenir
en el caso. Dirigentes políticos y gremiales de la provincia analizaban
que la mataron para acallar sus denuncias, pero también para dejar en
claro cuáles son las reglas del juego en la provincia, a poco tiempo
del cambio de gobierno. La policía santafesina no había llegado
a tanto –el asesinato de una dirigente social de alta exposición
pública– pero cada cambio de gobierno implicó siempre acciones
mafiosas para condicionar a las autoridades entrantes. En la intimidad, el propio
gobernador Jorge Obeid calificó al asesinato de Sandra Cabrera como “un
caso Cabezas”. La policía es la misma que mató a siete ciudadanos
el 19 y 20 de diciembre de 2001. Entre ellos, a Pocho Lepratti y Graciela Acosta,
dos militantes sociales.
Sandra Cabrera supo de la
fuerza de la organización gremial a fines de diciembre del 2001. En plena
crisis del corralito, salió a denunciar públicamente que la falta
de dinero en la calle había dejado a las chicas en el más profundo
desamparo. No había “salidas” y ninguna sabía lo que
llevaría a la mesa familiar en esa Navidad. La Secretaría de Promoción
Social les dio bolsones de comida, que ella repartió el mismo 24. Después
vinieron algunos planes sociales. Desde octubre de ese mismo año, trabajaba
en la prevención del sida. “No es lo mismo que una de nosotras hable
con las compañeras, con nuestro lenguaje, explicar cómo cuidarse
desde nuestra experiencia, que la palabra de alguien desconocido”, explicaba
sobre la clave preventiva. Repartir forros fue durante estos años sólo
uno de sus trabajos. Entre las denuncias contra la corrupción policial,
búsqueda de beneficios sociales y prevención del sida, también
impulsó la modificación del Código de Faltas que penaba
como contravención el ejercicio de la prostitución callejera.
Siempre lo hizo sin dejar su trabajo, el que le permitía vivir y educar
a su hija.
Querida y respetada por sus compañeras, Sandra había llegado hace
10 años de San Juan. En su casa materna dejó dos hijos adolescentes.
Desde que se integró a Ammar, su relación con Reynaga era explosiva,
una combinación de amor y desafío unidos en la búsqueda
de un lugar propio. “Era muy carente de afectos, como tantas de nosotras.
En la organización empezó a encontrar algo que todos buscamos,
ser reconocida por algo y ser importante”, describió ayer la dirigente,
con los ojos rojos de contener las lágrimas. “Le importaban las
otras, le daban bronca las injusticias, conseguía lo que quería”,
enumeró. Así fue que en coincidencia con el XVIII Encuentro de
Mujeres organizó una fiesta –también cerca de la Terminal
de Omnibus– donde el homenaje a Reynaga se convirtió en una celebración
de lo conquistado. De la posibilidad de sindicalizarse, de pelear por sus derechos.
Para eso Sandra consiguió la comida, la torta, la bebida y hasta la música,
todo a fuerza de trabajo y empeño. Y fue una verdadera fiesta donde el
baile coronó una noche emotiva.
En el local de ATE, donde funciona la CTA en Rosario, su presencia era permanente.
La oficina de las chicas de Ammar no estaba nunca deshabitada porque allí
se concentraba “la banda de la Sanjua”, como le decían con
cariño. En la tarde posterior al crimen, el dolor inundaba esa pequeña
oficina. El silencio también. “Esos hijos de puta” era la frase
que se repetía en medio de las lágrimas. “Que no caiga un
gil y ellos queden como grandes señores”, decía otra. No
era el día indicado para repetir lo que ya habían dicho sus compañeras
en otras ocasiones: “Le admiramos su fuerza, cómo consigue cosas
para nosotras. Nos hace pensar que si nos unimos podemos aspirar a una jubilación,
a una vida más digna”, dijo una de ellas, a modo de síntesis,
hace más de un año. Después del asesinato, un pasacalle
ubicado frente a la calle Córdoba decía “Sandra, tus compañeras
vamos a seguir con la lucha”.
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