Letras Una de las voces femeninas más ocultas durante décadas por la intelectualidad hegemónica del siglo diecinueve, que dictaba cómo debía decirse y escribirse en la Argentina, y que sin embargo se alzó con un sonido propio y profundo por estas pampas, la de Eduarda Mansilla, es rescatada en una colección que le dedica Editorial Corregidor en reediciones prologadas por Hebe Molina y Jimena Néspolo, y en Eduarda Mansilla en la prensa (1860-1892) y la escritura del Yo, de Marina Guidotti, un primer relevamiento de su participación en diarios y publicaciones. La hija de Agustina Ortiz de Rosas y Lucio V. Mansilla se casó con un diplomático –con posterior separación– para exprimir un mundo que leyó y asimiló derramándolo en su escritura como una acción desesperada de supervivencia en el espacio asfixiante de la vida doméstica. Desde allí logró plasmar relatos donde las mujeres cumplen un destino previsible pero perturbador por el sufrimiento, la lujuria y la locura progresiva que la pluma rupturista de Mansilla les impone con sencillez implacable.
› Por Marina Yuszczuk
“En castellano, desde que se trata de sentimiento ya no se dice dintel por umbral, rostro por cara, templo por iglesia, y notarás que no son sinónimos; pero qué importa, el autor infla la frase y cree que la inspiración ha llegado. (...) Si se reflexiona cuán fácil es escribir como se habla, como se piensa, sin afectación de giros diferentes de los usuales, se verá que el pensamiento fluye más fácilmente cuando no le encadenan falsos afeites y que el secreto único de los grandes escritores modernos, consiste justamente en expresar grandes pensamientos con imágenes sencillas.” Con estas palabras una colega del siglo XIX, escritora y periodista (que acaso tenía la ambición de estar entre esos “grandes escritores modernos), se colaba por el año 1877 en una discusión predominantemente masculina con respecto a cómo se tenía que escribir en Argentina, con qué idioma, cómo sacudirse la herencia ibérica y parar un poco la oreja al español que sonaba por estas pampas. Todo letrado tenía algo que decir al respecto, pero si la escuela y otras instituciones nos hicieron llegar las voces de Sarmiento, Echeverría, José Hernández y tantos otros, preservadas y repetidas casi como palabra santa, la de la autora de estas líneas se perdió casi por completo durante décadas.
Ella es Eduarda Mansilla de García y la literatura argentina –que no es, por supuesto, la suma de lo que produjeron nuestrxs escritores y escritoras, y ni siquiera lo mejor o más relevante de toda esa producción, sino la selección cargada de sentido que de ella hicieron ciertos críticos, profesores, periodistas y otras figuras representantes de las instituciones– la dejó afuera. Aunque tenía nombre de varón y durante un tiempo publicó oculta bajo el seudónimo de Daniel García Mansilla, que luego le regalaría a uno de sus hijos, los varones que vendrían después a ordenar la biblioteca nacional no se tomaron el trabajo de reservarle una sección. Quizá por no saber dónde ubicarla, ni siquiera junto a otros textos abandonados de Juana Manuela Gorriti o de Juana Manso, que fundó con Eduarda el semanario Flor del aire (1864) donde, entre otras cosas, una sección rescataba a las mujeres ilustres de esta parte de América. Después de todo, en un relato dedicado predominantemente a describir un territorio, plantear como conflicto el encuentro con el indio, argumentar a favor del avance inevitable de la civilización o cantar el drama de los gauchos, no era tan fácil hacerle lugar a un libro de cuentos para niñxs como el que publicó Eduarda en 1880 o a una historia desprendida del gótico como la de “Dos cuerpos para un alma”, sobre un príncipe ruso enamorado por igual de dos mujeres que, ante la imposibilidad de decidir con cuál casarse, se hace acompañar por un armenio misterioso a la morgue con la intención de llevarse un cadáver para repartir entre dos cuerpos su ser enamorado.
Eduarda nació en 1834 dentro de una familia influyente: su madre era Agustina Ortiz de Rozas, hermana menor del caudillo, que en un acto de rebeldía lingüística convirtió ese apellido en Rosas, y su padre, Lucio Norberto Mansilla. Dueños de campos, bien posicionados socialmente, cuando eran chicos Lucio V. Mansilla –décadas antes de escribir Una excursión a los indios ranqueles– y su hermanita menor Eduarda pasaron tiempo entre San Benito de Palermo, visitando a su tío Rosas, y la casa de una Buenos Aires que por entonces era capital de la Confederación. En sus memorias, entre relatos de días lluviosos con buñuelos fritos o de ir a la escuela aúpa de los criados para no mojarse con los charcos, Lucio la recuerda como la preferida de los padres, más inteligente que él y ya, en ese entonces, una nena valiente: “¡Curioso! Mi hermana era menos medrosa que yo. Dormíamos en el mismo cuarto, separadas las camas por una mampara. La negra María se ocupaba de ella. Simulaba a veces, tenía muchos recursos: un ruido como tropel de caballos, y le decía a Eduardita:
–Dormite, dormite, hijita, mirá que si no ahí viene Lavalle a comerte. (...)
Mas después de que el negro y la negra se iban, habiendo antes apagado la luz –la vela de sebo que era de molde, o sea, de casa rica–, y ambos muy convencidos de que dormíamos, porque no chistábamos, mi hermana me decía despacito:
–¡Che, Lucio! ¿Estás durmiendo? Yo no he oído nada.
A lo que yo, sin destaparme, contestaba, tiritando todavía:
–Callate... no hablés, que tengo miedo y me ahogo, y ahora no más entra mamita (esto era lo más temible).
–¡Zonzo, flojonazo! –continuaba ella.”
Otra anécdota famosa de esa época cuenta cómo Eduarda, que ya manejaba varios idiomas, hizo de traductora entre el tío y el conde Alejandro Colonna-Walewski, hijo de Napoleón, enviado para negociar el bloqueo anglo-francés al Río de la Plata. Es difícil imaginar lo que puede haber representado para una chica de once años cumplir ese papel, haciendo dialogar a dos figuras envueltas en los asuntos de eso que todavía no era una nación y recibiendo los elogios del conde por su buen manejo del francés. Quizás Eduarda lo vivió con la naturalidad de un episodio cotidiano en la vida compartida con el tío Rosas, pero también puede ser que haya pensado, o aunque sea intuido, que saber cosas la podía llevar a lugares insospechados. Lo cierto es que después se siguió cultivando hasta un punto que era infrecuente para las mujeres de la época: cantaba y tocaba el piano, compuso varias piezas musicales y escribió en periódicos, publicó su primera novela en francés, manejó varios idiomas, publicó más novelas y cuentos. Y cuando escribió su novela Pablo ou La vie dans les Pampas (1969), el único de sus libros para el que eligió el francés como materia prima después de vivir durante seis años en París, envalentonada, le mandó un ejemplar a Victor Hugo.
Pero después de todo, para ese entonces Eduarda ya era una escritora: en 1860 había publicado su novela Lucía Miranda (sobre la esposa de un conquistador español raptada por los indios) como folletín en el periódico La Tribuna, y un año después saldría El médico de San Luis. Para leer esas primeras novelas, Graciela Batticuore retoma esa escena inicial de la pequeña Eduarda que va y viene del español al francés y propone la traducción cultural como el eje que puede recorrer toda la obra de Eduarda Mansilla. Porque si en estas obras se trata de explicar a los extranjeros las particularidades locales del conflicto entre civilización y barbarie, como también lo hace en Pablo o la vida en las pampas y como lo hicieron tantos escritores empezando por Sarmiento con el Facundo, en el caso de los Cuentos (la colección de relatos para chicos que vio la luz en 1880) el impulso, aunque cambie de dirección, es parecido, y tiene que ver con inaugurar un género todavía inexistente en el idioma español. Esa empresa gigante que se pusieron al hombro tantos escritores a lo largo del siglo XIX, de tender puentes entre las culturas europea y norteamericana que a sus ojos brillaban de modernidad y una Argentina que pugnaban por convertir en nación y poner a la altura de ese modelo, también la asumió Eduarda, que en sus Recuerdos de viaje de 1882 (género casi obligado para la época, que cultivaron también Sarmiento, Lucio V. Mansilla y tantos otros) se esfuerza por mostrar Estados Unidos y Europa a los connacionales, por convertir en experiencia cultural casi usurpada, casi escamoteada, tantos años de recorrer el mundo junto al marido diplomático con la función visible y principal de armar una casa, organizar a la familia, educar a lxs hijxs.
Es que nadie está completamente preso de su época, y aunque se casó a los veintiuno con Manuel Rafael García y tuvo con él cinco hijxs, Eduarda supo usar el matrimonio como plataforma para mirar, observar, ir llenándose de mundo. Y en lugar de encerrarla en el hogar, la carrera diplomática del marido, que implicó viajes a Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia y España, y algunos años de vivir en París, le sirvieron para ir alimentando una imaginación y una cultura cosmopolitas que después se volcaron en cuentos, raras cruzas de estilos narrativos europeos con habla criolla, exotismo con domesticidad, leyendas de la época de la conquista española con visiones de las pampas y descripciones de la vida doméstica en Nueva York, observaciones agudas mezcladas con chismes como éstos de Recuerdos de viaje, picantes de ingenio: “Esas mujeres que parecen vivir del aire, como nuestras orquídeas del Paraná, comen y beben como héroes de Homero. Y, sin embargo, lo primero que preguntan, a las demás mujeres, cuando tienen confianza, es: “¿Cuántas libras pesa Ud.? Yo no peso sino tantas”. El mérito estético para ellas, está en razón directa de su poca abundancia de tejido celular. No les falta razón, hasta cierto punto: pero a veces las bellezas yankees carecen de ciertas redondeces atractivas, que tienen su razón de ser”.
Para una época en que las mujeres no tenían la ciudadanía política, estaban bajo la tutela de los padres hasta que el matrimonio las traspasaba a la tutela del marido, y recibían una educación básica que les permitiera hacer un buen papel como madres o esposas, lo que Eduarda aprendió, leyó y asimiló se derrama en un exceso que es su propia escritura. Exceso, porque si la mujer poseía algún saber no era para participar en la vida pública sino para construir y enriquecer el matrimonio y la vida del hogar, y como instructora de esos futuros ciudadanos que serían sus hijos. La participación de esta Mansilla en la prensa y la vida literaria, entonces, no podía ser sino excepcional, como la de otras mujeres del período. Y sin embargo, a partir de esa excepción, de los ratos robados a la vida doméstica y a los deberes propios de la mujer de un diplomático, Eduarda quiso hacerse un nombre y un oficio. Mientras tanto acató el modelo de madre y esposa impuesto a las mujeres de su época, pero ésa es la biografía. En sus textos, mientras reproducía las voces masculinas que condenaban los peligros de la mujer seductora, advertían contra su potencial distractivo o se burlaban de lo cargosas que son las mujeres para el hombre que quiere andar suelto y liviano por la vida –como el protagonista de “El ramito de romero”–, se disfrazó de mujer correcta para decir otras cosas.
Porque en los relatos de Creaciones, que acaban de editarse por primera vez después de más de un siglo por Corregidor, sus visiones de niditos hogareños están llenas de frustración y de demencia: “La loca”, por ejemplo, es la historia de una señorita bien que recibe a su prometido mientras toca el piano. Julia es una niña mimada y su novio la adora, pero todo el relato consiste en enturbiar la pretendida felicidad futura de la pareja con la caída de la chica en la locura total, después de tomar a un murciélago que se mete en la casa como presagio de algo terrible. Frente a la practicidad de la criada, la mamá y el novio, que se dan por satisfechos con aplastar al murciélago y barrer los restos, la escritura de Eduarda señala que el cuerpo del bicho “marcó una huella negruzca en el lustroso pavimento de la sala” y luego despliega esa huella con un pesimismo apasionado. Otra mujer pendiente de su pareja es la protagonista de “Sombras”, Malvina, una “esposita”, como apunta irónicamente la autora, obligada a quedarse en casa mientras el marido lucha por conseguir un ascenso en el ministerio y a la noche va solo al Colón a hacer sociales. Malvina es celosísima y le hace prometer a Julián que al menos no va a llevar anteojos para mirar a las chicas de los palcos, pero eso no alcanza: en ausencia del marido tiene visiones que la atormentan y le agarra fiebre, algo que sólo se calma con el regreso del esposo (que después de todo sí la engañaba) y la promesa de la maternidad futura, de un Juliancito que compense a la madre por todo ese sufrimiento. Por más que el cuento termine, literalmente, con el sintagma “Nubes sonrosadas”, el desastre está hecho, y le bastan a Eduarda con dos o tres historias de este tipo para desgarrar cualquier imagen idílica de maternidad y de familia.
Las mujeres de sus relatos, sí, cumplen con el destino previsible de ocupar un lugar secundario junto a un hombre, pero sufren o se vuelven locas. Sobre todo si se tiene en cuenta que para la época funcionaba con mucha fuerza el reparto de las figuras femeninas entre la tentadora lujuriosa y el ángel del hogar, estas imágenes que cuela sutilmente Eduarda en la literatura de la época desarman el esquema de una manera perturbadora y se completan con el reclamo, de parte de ella y otras pares como Juana Manso, de que la mujer también pudiera escribir y enseñar, formas de exceder el espacio reducido y para muchas asfixiante de la vida doméstica. Eduarda resolvió el dilema a su manera: en 1879 volvió a Buenos Aires después de muchos años en el exterior (acompañada solamente de su hijo más chico) con la excusa de visitar a la madre, y se quedó cinco años. Durante ese tiempo, mientras hacía de cuenta que todavía era una mujer casada y madre de familia, publicó y escribió, escribió, escribió, todo lo que al parecer tenía guardado y demandaba de esa dedicación exclusiva a la escritura para poder cristalizarse.
“Que sus artículos aparecieran en reconocidos diarios porteños entre 1879 y 1885 –La Tribuna, El Nacional, La Nación, La Libertad– demuestra cómo se hallaba inserta en el campo cultural argentino decimonónico finisecular. Con respecto a las revistas de la época, envió colaboraciones literarias para La Ondina del Plata desde 1877. Allí publicó “El ramito de romero”, “Kate” y “La jaulita dorada”. Cuando regresa al país en 1879, los artículos periodísticos que publica no aparecen más bajo la máscara de “Daniel”. La asunción del nombre propio le permitió recobrar su identidad y mostrar su independencia frente a los hombres fuertes de su familia, desde su tío Juan Manuel de Rosas, su esposo Manuel Rafael García, su padre, Lucio Norberto Mansilla, o su hermano Lucio Victorio Mansilla”, explica Marina Guidotti, que prepara una recopilación de los textos periodísticos de la autora a editarse en breve por Corregidor. De esos años son también los Cuentos (1880), los Recuerdos de viaje (1882), una segunda edición de Lucía Miranda (1882) y una colección de cuentos fantásticos y góticos titulada Creaciones (1883). Al regresar a Europa se formalizó la separación con Manuel Rafael García, que ya era una realidad en la práctica, y Eduarda hizo un arreglo con él para repartirse la custodia de los hijos menores.
No sólo por lo que escribió, sino por el ímpetu con que trató de ganarse un lugar entre los letrados de su época, Sarmiento dijo de ella en un artículo de El Nacional de 1885: “Eduarda ha pugnado diez años por abrirse las puertas cerradas a la mujer, por entrar como cualquier cronista o reporter en el cielo reservado a los escogidos (machos), hasta que al fin ha obtenido un boleto de entrada, a su riesgo y peligro, como le sucedió a Juana Manso, a quien hicieron morir a alfilerazos porque estaba obesa y se ocupaba de educación”. Puede ser que esa dificultad extra que reconoce Sarmiento para las mujeres que quisieron abrirse paso como escritoras o intelectuales haya vencido finalmente, o que Eduarda haya llegado al final de su vida con una sensación de fracaso. Porque lo cierto es que antes de morir incurre en la contradicción de ordenar, borrando de un plumazo años de gestiones para poder escribir, publicar, hacer llegar sus textos a personalidades reconocidas, que no se reedite nada de su obra. El destino la ayudó, y un arcón que contenía varios textos inéditos suyos se perdió para siempre.
Pero también la ayudó el olvido. El médico de San Luis fue reeditado por Eudeba en 1962, un siglo después de su primera publicación, y Pablo o la vida en las pampas tuvo que esperar hasta 1999, cuando la editorial Confluencia sacó una traducción de Alicia Chiesa. Lucía Miranda fue reeditada por María Rosa Lojo en 2007 y Recuerdos de viaje apareció en 2011, también con prólogo de María Rosa Lojo, como parte de la colección Las antiguas. Con respecto a los Cuentos y las Creaciones, no se habían vuelto a editar hasta esta colección que Corregidor le dedica a Eduarda Mansilla: los Cuentos, que son la primera obra para niñxs de la literatura argentina, vieron la luz en 2011 en una reedición prologada por Hebe Molina, las Creaciones acaban de ser publicadas con introducción de Jimena Néspolo, y Marina Guidotti está terminando de darle forma a Eduarda Mansilla en la prensa (1860-1892) y la escritura del Yo, que es el primer relevamiento de la participación de Eduarda en diarios y publicaciones periódicas. La proliferación de nombres exclusivamente femeninos entre las investigadoras y periodistas dedicadas a su obra es tan elocuente como la falta de reediciones previas.
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