SOCIEDAD
Corazones incandescentes
› Por Moira Soto
(O una posible respuesta –de género– al “misterio” de Ada Falcón)
A través del laborioso, obsesivo documental de Lorena Muñoz y Sergio Wolf, Yo no sé qué me han hecho tus ojos, se presiente la –al decir de Borges– inminencia de una revelación, que finalmente no se produce. El enigma de Ada Falcón no se esclarece pese al exhaustivo trabajo de investigación y a los insistentes comentarios en off –”el misterio se agiganta”, etc.– que hace Wolf en primera persona (masculina) del singular. Sin duda, los méritos de haber rescatado a esta extraordinaria intérprete del tango, la inteligente búsqueda y ensamblado de materiales sobre ella y su época, y la perseverancia puesta en este emprendimiento, son indiscutibles y enriquecen la visión sobre este complejo, escurridizo y extremista personaje, corazón de diva y alma piadosa. Todo esto dicho en forma condicional, sin conocer en detalle el origen y la crianza de Ada Falcón -el film tampoco los revela–, la influencia materna, el grado de culpabilidad con que vivió su relación amorosa con Francisco Canaro (nunca llegaron a casarse, al parecer por el calculador y mujeriego Pirincho no quería dividir bienes gananciales con su esposa).
Rodando en torno de las causas que impulsaron a la exitosa cantante a dejarlo todo –carrera, bienes materiales, su amante– a los 37, para recluirse en Córdoba primero en un chalecito (quizá regalo de él) y luego pasar a un convento de monjas adquiriendo el rango de terciaria (otorgado a seglares, y no de monja, como se ha escrito), Yo no sé qué me han hecho tus ojos no discurre sobre una de las posibles respuestas: la búsqueda de redención por parte de una mujer que, en términos de la Iglesia Católica oficial, estaba viviendo en pecado mortal (merecedor de eterna condenación) y que ciertamente practicaba a su modo la religión antes de su espectacular renunciamiento (es conocida la anécdota de que entraba y salía de la Iglesia de Pompeya caminando de rodillas).
Seguramente, esta mujer pasional hasta el caracú conocía bien la historia de María Magdalena, la mujer que lavó con lágrimas y ungüentos los pies de Jesucristo, quien, ante las críticas por la vida lujuriosa de la llorosa retrucó: “Mucho se le ha perdonado porque mucho ha amado”. Ada había trasgredido largamente al menos uno de los mandamientos, un acto de rebelión contra su Dios, merecedor –en aquel entonces– del fuego interminable. Y acaso la romántica, desesperada, doliente Ada mató –por así decirlo– dos pájaros de un tiro: se vengó del pusilánime Canaro dejándolo para siempre y poniéndose fuera de su alcance, y a la vez se aseguró el perdón divino por haberse desviado del camino recto (de acuerdo con las enseñanzas de su religión). Esclava de amor, buscadora de un absoluto, Ada habría reemplazado el amor terrenal, profano, por el amor de Dios que nunca la defraudaría (si su fe se mantenía incólume, claro). La radicalidad de su gesto la arrima un cachito, en tono menor, a aquellos/as grandes místicos del catolicismo como Santa Teresa, que se veía “toda abrasada en el amor de Dios”. Se diría que no por azar, Canaro, el adúltero sin agallas es identificado en el film por Ada –según una monja que la cuidó– con el mismísimo Diablo, el Gran Tentador...