Viernes, 21 de julio de 2006 | Hoy
VIDA DE PERRAS
Por Soledad Vallejos
Está científicamente comprobado: cuanto más cerca –geográficamente hablando– está una de algo rico y nada bajo en calorías, mayores serán las probabilidades de interacción con otros seres humanos. Hagan la prueba. Si trabajan en una oficina o similar, en alguna hora de la tarde háganse una escapada a la panadería y compren, pongamos, una porción de lemon pie. Vuelvan a la oficina, abran el paquete sobre un escritorio y empiecen a comer. El experimento se puede hacer sola o en compañía de otra chica, mujer, señora; más allá de la cantidad de participantes y manteniendo la regla de que no haya varones incluidos el resultado va a ser el mismo. Van a ver: no van a pasar cinco minutos sin que alguien que se acerque, pase por ahí o tenga ubicación habitual en las cercanías haga algún comentario; parece que la cosa es irresistible. Por algún misterioso mecanismo de la vida social, el control sobre el propio cuerpo se extiende como una plaga de esas implacables y contamina la mirada, se despliega en el discurso que cada persona se da para intentar articularse y a la primera de cambio se convierte, por ejemplo, en diálogo casual para cuidar al otro (a la otra) explicándole las reglas del mundo. Para nuestro caso de estudio, la frase bien podría ser: “parece que estamos rompiendo la dieta”, o también “después no va a haber pantalón que aguante”, y por qué no “así nunca vamos a conseguir novio”. (Seguiría enumerando pero a cada testimonio –absolutamente todos sacados de la vida misma– el registro de la impertinencia se me antoja más y más violento.) No pierdan un detalle: cuando son varoncitos los que cometen la tropelía alimentaria, no van a escuchar ni mu (pueden probar incluyendo alguno como participante del experimento, difícil que digan que no si el bocado ofrecido es de su agrado).
El caso es que la frase tan inocente y simpáticamente lanzada por quien pasaba por ahí llega a la pobre infeliz que, en su ingenuidad open mind, creía en pequeñas libertades (una que aprendió tan bien el lema recitado por madres y padres de toda laya, por lo menos a niñas y niñitos de mi generación: el derecho de uno termina donde empiezan los derechos de los demás) y en la posibilidad de disfrutar de caprichos cuando se le antoja. Por decirlo académicamente, a esta altura de su vida, a la pobre infeliz ese tipo de comentarios le rebota, hace caso omiso de la instrucción bienintencionada dejá-de-comer-eso-que-engorda. Hubo un tiempo, años ha, en que la pobre infeliz hubiera entrado en pánico, porque contaba las calorías, compraba revistas por las dietas, y sufría porque cambiaba de talle de pantalón (para arriba) de un año al otro. Si queremos agregarle dramatismo, diríamos que también hubo un par de desórdenes alimentarios en el medio, porque el control sobre el propio cuerpo, en esta vida cotidiana que llevamos como podemos, es de lo más complicado. Pero todo eso básicamente es historia y ella come con cierta tranquilidad y disfruta de las cosas que le gustan cuando quiere por una razón muy sencilla: le da placer. El problema pueden ser los otros.
Al cuerpo se lo escudriña, se lo controla, se lo mantiene a raya y en línea, se lo adoctrina con rutinas gimnásticas y cosméticas, con intervenciones agresivas y hasta desopilantes (desde la cirugía estética hasta la baba de caracol, pasando por las inyecciones de botox), con prédicas omnipresentes: no envejecerás o, mejor dicho, no disfrutarás de ir creciendo y hasta envejeciendo. Y aunque el discurso del control va para todas y para todos, lo cierto es que nosotras desde hace rato venimos llevando la peor parte. Quiero decir: el infierno puede ser la vida cotidiana. Allí donde una chica pida un café, el mozo automáticamente le dará edulcorante; si elige un yogur, la almacenera le alcanzará el descremado; si se le da por comprar brotes de soja, el verdulero guiñará el ojo con complicidad y dirá “claro, se viene el verano y empezás la dieta”. (Comentario horrorizado al margen: entre bloque y bloque de la novela, la publicidad nos enseña: disciplinarás tu pelo para que no tenga frizz y cuando tengas oportunidad de ver la cara de Dios, rogarás por tetas más grandes.) Es casi como si la decisión propia no contara, como si una hubiera optado por el lado irresponsable de la vida sin medir las consecuencias que la otra, el otro, afortunadamente tiene el tino de subsanar con una corrección leve, con un empujoncito que la devuelva al corral. Y también: es como si sólo hubiera una manera, la disciplinada, de entender la vida. Y la procesión va por dentro pero la disciplina bien puede venir de afuera.
El asunto también es que, más allá de la rabia circunstancial de no poder comer en paz (cuando es ensalada porque alguien la asocia con disciplina dietética, cuando es el bendito lemon pie porque acusa indisciplina dietética dice una, que es más bien cabrona: ¿alguien pidió opiniones?; también se pregunta en días más bondadosos: ¿es que a la gente le cuesta socializar de otra manera?), quedan picando en el aire las evidencias de un mundo en el que parece imposible asumirse como otra cosa que un proyecto perpetuo de perfección. Hay que correr tras un peso ideal, una piel ideal, unos labios ídem y si no siempre queda el recurso de simularlos con prótesis de todo tipo (lista incompleta y casi sin pensar: uñas y pestañas postizas, medias con almohadilla que hacen cola, medias con faja que ocultan panza, corpiños con relleno). No es fácil, claro que no; por algo hay industrias enteras montadas para solucionar estas fallas. No hacerse cargo del lugar que toca en ese juego parece que queda mal; correrse suena tan poco lógico que termina descolocando a las y los demás, que no logran asimilar la situación de que haya quienes prefieran no medir cada día con la vara de la tentación y el deber ser para, sencillamente, tratar de pasarla un poco mejor con algunas cosas, porque, total, para atormentarse ya hay suficientes motivos dando vueltas. Nada más lejos del conformismo que la aceptación, pero cuesta, cómo cuesta.
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