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Viernes, 21 de julio de 2006

TALK SHOW

hacer memoria

 Por Moira Soto

En la escena porteña, varios personajes femeninos evocan el mundo de la infancia, las niñas que fueron, las voces de esas niñas que hablaban la lengua materna con el vocabulario de las madres, las tías, las abuelas, en espacios domésticos donde se jugaba, se cocinaba, se limpiaba, se cosía... Distintas maneras de hacer memoria, de revisitar, revisar el pasado dándole forma literaria, teatral. Sucede en Puerta, piano, Martita y el costurero, tres cuentos, respectivamente, de Patricia Suárez, Maite Alvarado y Sylvia Molloy, puestos en escena por Mónica Driollet, y en Y el tonto se fue, creación colectiva dirigida por Walter Velásquez. Dos espectáculos diversos y sin embargo allegados, nimbados por la luz del recuerdo, de una nostalgia que no omite el humor. Y en ambos, la presencia simbólica de una puerta –fija y separada del marco en Puerta..., móvil en Y el tonto...– como línea de demarcación, elemento de pasaje.

Es cierto que el espectáculo de Driollet usa recursos de la narración oral, pero va más allá al incorporar fragmentos de una escenografía, piezas de vestuario, un aprovechamiento creativo del espacio a la vez iluminado con mucho acierto, y el ingreso –en los dos primeros relatos– de otra voz, otro personaje que corta brevemente el monólogo y origina el diálogo. En la primera obra de Puerta... –In Loving Memory, de Suárez–, una nena interpretada con sutil picardía por Hana Fleischmann (en la foto) discurre sobre los juguetes puestos fuera de su alcance, los chirlos que le da su mamá, las peleas de los grandes, la sospechosa muerte del abuelo mujeriego. Entre el prejuicio ya asumido y la inocencia crédula, la niña crece, pasan 17 años y por fin la madre se atreve a preguntarle a la abuela, antes de que deje este mundo, cómo fue que se murió el abuelo. “La muerte se ocupa de reunir a aquellos que antes se ocupó de separar”, concluye sabiamente la protagonista.

En El cuarto del piano, de Alvarado, hay una chica traviesa y fantasiosa, resuelta a develar secretos familiares y a sazonarlos a su gusto. En la casa donde veraneaba con sus primos había un gallinero y un tanque de agua y un parral de negras y dulces uvas chinche. También había un cuarto prohibido donde estaba el piano silencioso de la tía Esmeralda, que había tenido un novio que, perseguido por cuestiones políticas, debió escapar al exterior, lo que enciende la imaginación de la niña (“Caracas: jirafas, monos, serpientes, ruido de caníbales y maracas”), exalta su idea romántica del amor. Paralelamente a su investigación sobre por qué la tía ya no toca el piano y en cambio ahora les retuerce el pescuezo a las gallinas, la chica –encarnada con ricos matices por María Zubiri– sigue contando la supuesta odisea en la selva del pobre novio abandonado.

Silvia Molloy elige en Homenaje agrupar musicalmente los nombres de los géneros, el repertorio de expresiones que le llegaban del cuarto contiguo donde cosían su madre y su tía, mientras ella hacía los deberes. “Poplin, plumetí, broderí,/ tafeta, faya, gros, sarga... Cloqué, lanilla, raso...”, dice, paladea, se engolosina Felicitas Luna. Y prosigue más adelante: “Canesú, ranglan, manga japonesa, talle princesa...”. Un puro deleite verbal que sugiere texturas, formas, brillos, colores, corte y confección. Y mientras va degustando las palabras, la actriz, con un alfiletero sujeto en su muñeca izquierda, va clavando alfileres en un pan de leche que se sirvió de una fuente que hay delante, y de donde los otros dos personajes tomaron y mordisquearon un cañoncito de dulce de leche y un crujiente pastelito hojaldrado.

En cambio, la Laura de Y el tonto se fue, de regreso en la casa familiar, deja aflorar escenas del pasado, feliz aunque amenazado por la desdicha, fantasmas que se convierten en presencias físicas palpables, juegos de palabras con su hermana Ana, juegos cándidos con Jorge, ese hermanito un poco retrasado que un día atravesó la puerta para no volver. Con muy buenas actuaciones de Natalia Aparicio, Julia Muzio y Jorge Costa, hallazgos de vestuario e iluminación, Walter Domínguez ha sabido conjugar tortas de crema en plena cara y una melancolía soterrada, el espíritu clownesco y de dibujo animado con la mirada adulta de la despedida y el suelo.

Puerta, piano, Marita y el costurero,
en el Teatro del Borde, Chile 630, los viernes a las 21, a $ 12 y $ 8, 4300-6201.

Y el tonto se fue,
en Absurdo Palermo, Ravignani 1557, a partir del 27, los jueves a las 21, 4779-1156.

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