TALK SHOW › TALK SHOW
Un mito no nace, se hace
› Por Moira Soto
La estupenda chica que al comienzo del film ofrece su cuerpo desnudo a los rayos del sol no es nadie: se trata de un cuerpo anónimo que no adquirirá identidad a lo largo del metraje”, escribió Simone de Beauvoir en su ensayo panegírico Brigitte Bardot, a propósito de Y Dios creó a la mujer (1956, foto), proyectado el mes pasado por la señal de cable Europa Europa, dentro de un ciclo de homenaje a la estrella francesa de fines de los ‘50 y los ’60, que incluyó Deshojando la margarita (1956), Una parisién (1957), Armas de mujer (1958) y Si Don Juan fuera mujer (1972). Una buena oportunidad para curiosear de qué iba ese símbolo sexual tan influyente, que de la mano de Roger Vadim pateó –descalza o con ballerinas– algunas convenciones y escandalizó no sólo a los pequeños burgueses formales de su país sino al mismísimo Vaticano. Esa chica, imagen de la libertad en armonía con la naturaleza, de la espontaneidad ignorante de normas morales sexuales, devino con los años una señora ridícula, aferrada al pelo revuelto y al kohl de su look juvenil, defensora de los derechos de los animales (pero no de los derechos humanos), derechosa simpatizante de Le Pen. Tampoco es que la señorita desarropada e impulsada a destrabarse por Vadim diera para hacerse demasiadas ilusiones, es cierto. Aunque, sorprendentemente, Simone de Beauvoir pensaba que sí allá por 1960.
La autora de El segundo sexo reivindica con entusiasmo facetas del personaje que BB hizo en la pantalla y en la vida durante esos años de apogeo, su frescura y la paridad sexual que practicaba, pero aclara que ese papel fue fabricado por Marc Allégret (Deshojando...) y “sobre todo por Roger Vadim”, ese director seductor de muchachas muy jóvenes a las que se empecinó en modelar a piacere. Empero, fracasó en los casos –posteriores al romance con BB– de Annette Stroyberg y Catherine Deneuve. De la primera casi no quedan rastros, salvo algunas postales de su belleza insípida en Rosa de sangre (1960); en cuanto a la segunda, hizo un carrerón, quién podría dudarlo, pero lanzada en todo caso por Jacques Demy en Los paraguas de Cherburgo (1963) y no por El vicio y la virtud (1962), presunta adaptación del Marqués de Sade donde pasó inadvertida en el rol de Justine. Después, Pigmalión Vadim se equivocaría otra vez al intentar la conversión de Jane Fonda, si bien de esa extraña aventura surgió el delirio pop de Barbarella (1968).
De modo que se puede deducir que Brigitte traía algo con ella que Vadim no inventó, pero que contribuyó a expandir. Algo además de su educación en el exclusivo colegio Hattener, las clases particulares de danza con un bailarín de la Opera y el haber posado como modelo adolescente para Jardin des Modes, Elle, Marie-Claire... A los 22, después de algunas incursiones sin descollar demasiado en la pantalla, Brigitte Bardot salta al estrellato internacional en Eastmancolor y Cinemascope con Y Dios creó a la mujer, guión y realización de Vadim, con Curd Jurgens y un jovencísimo Jean-Louis Trintignant. La película, como la mayoría de las de BB –exceptuando las que hizo con Godard, Louis Malle, quizás Autant-Lara y Cayatte– es más bien mediocre. Pero la presencia de esa esbelta chica de larga melena rubia, trompa infantil, movimientos felinos, lista para desnudarse o bailar el mambo, filmada con evidente delectación por su (todavía) marido, causó sensación mundial. “Una mujer libre, que es absolutamente lo contrario de una mujer fácil”, la defiende Simone de Beauvoir. Una chica saludable, soleada, de boca carnosa (sin colágeno), de trasero prieto y tetas generosas (sin siliconas), que dice que se peina con los dedos, que adora a los animales y que hace el amor cuando y con quien se le da la gana. Antes de la moda de la colaless, ella se enrollaba la tanga del bikini hasta la mitad de sus célebres nalgas. En una de las imágenes elegidas por Simone para su libro, un tópico de Vadim: Bardot con uno de esos batoncitos que puso de moda, todos los botones abrochados, mordisqueando una zanahoria recién arrancada de la huerta, irradiando ese magnetismo animal que atrajo multitudes.
En su libro de memorias publicado hace pocos años, Iniciales BB (título de la canción que le dedicó Gainsbourg), reconoce que nunca fue actriz, aunque se reclama como estrella perenne. Le da con un caño a Alain Delon, a Godard, a sus ex Sacha Distel y Jacques Charrier. Y salva a Serge Gainsbourg (“un amour fou”), Trintignant, Samy Frey y Vadim. A la vejez moralista, se tira contra los gays y tampoco le caen nada bien los inmigrantes. El mambo de la diva se volvió amargo.