Analizar los usos de Internet significa advertir que el cuerpo y la sexualidad aparecen frecuentemente señalados –ya sea por su exceso como por su elusión– como las principales mercancías del tráfico virtual. Para el caso de los videos “caseros” con contenido sexual y escenas de intimidad, el principio de publicidad –que en cualquier sociedad democrática es requisito para el control plebiscitario de los asuntos públicos– escenifica aquí el difícil límite entre el derecho individual a la libre expresión y, en este caso, la producción potencial de figuras que pueden constituirse en violatorias de derechos. Queda claro que cuando la publicación no es consentida –pero no solamente en esta circunstancia– las diferencias de género operan como terreno de ejercicio diferencial del poder y como productoras de discriminaciones múltiples. Sobre todo, para las mujeres en relación con el derecho privadísimo a disponer de su cuerpo y de su imagen, pero también para los gays, lesbianas y personas trans cuando esta exhibición resulta degradante o constituye una afrenta a su derecho a la identidad genérica y sexual y, en general, para varones y mujeres que ven en estas operaciones un modo de violación a su privacidad.

Es evidente que en Internet se produce y regula una específica economía moral de los cuerpos y de las sexualidades que, en general, es más confirmada que objetada y resistida en el consumo. Ante esto, considero que el conflicto por los límites entre la exhibición y la sustracción de los cuerpos en estos espacios virtuales no puede responderse desde argumentos liberales sino desde la pregunta por el modo en que la

diferencia de género y de diversidad sexual es usada y regulada ideológicamente por los discursos del poder para confirmar y sostener ideologías sexistas, homofóbicas, transfóbicas, así como para la construcción de un pánico moral y sexual sobre ciertos sujetos y prácticas.