Viernes, 5 de octubre de 2007 | Hoy
Por Ana Maria Suppa *
La pretensión indiscriminada de sentar, en pos de un supuesto “acuerdo”, a quien fue víctima de un acto antinormativo con quien lo consumó puede arrastrarnos a la negación misma de la noción de Justicia. Esto es lo que sucede cuando se hallan de por medio la violación, el abuso sexual o las lesiones que dejó un episodio de violencia intrafamiliar, delitos a cuya gravedad se suma una naturaleza singular que los exime de cualquier “arreglo de partes”, prescindiendo de la edad de sus protagonistas.
Mecanismos jurídicos alternativos de creciente aceptación, como la mediación o la remisión, pueden resultar en otros terrenos caminos eficaces para agilizar la búsqueda de la verdad que siempre subyace —o debiera subyacer— a todo acto de justicia. Pero estos mismos caminos se transforman, en presencia de los delitos sexuales y la violencia de género, en atajos tan insensatos como perversos que desembocan en la revictimización de quien los ha padecido, y hacen caso omiso del indispensable pie de igualdad entre las partes de un acuerdo que constituye la piedra angular de la mediación.
Muy por el contrario, desnudan el enorme desequilibrio de poder que existe entre las llamadas “partes”, una de las cuales, la víctima, cargará consigo por largo tiempo —tal vez de por vida— con las marcas indelebles de su ultraje: el miedo, la culpa, el odio, la vergüenza y la humillación, por citar sólo algunos de los muchos sentimientos que la inundan y la inhabilitan para sentarse con “el otro”. ¡Cuánto más beneficioso sería para ella que, en tamañas circunstancias, el Estado estuviera fuertemente presente para poner todos los medios a su alcance, que puedan ayudarla a reparar las heridas de un daño que, no seamos ingenuos, jamás cicatrizarán con un “pacto entre partes”!
Quienes defienden el uso indiscriminado, sin excepción alguna, de la mediación o la remisión, podrán argüir a su favor que se trata de mecanismos alternativos “opcionales”, frente a los cuales la víctima está en libertad de afirmar “sí quiero” o “no quiero”. ¡Por favor! ¿Qué víctima de delito sexual o violencia de género, con las marcas indelebles de su ultraje a cuestas, puede estar en genuinas condiciones de elegir?
Que nadie se confunda. Creemos en las virtudes de la justicia restaurativa y por eso mismo nos preguntamos con estupor: ¿en nombre de qué interpretación ad hoc del sentido jurídico de la restauración nos hablan quienes impulsan el empleo generalizado de los mecanismos alternativos mencionados? ¿Qué severa distorsión de la doctrina —y hasta del sentido común— los lleva a desconocer que no hay justicia restaurativa sin respeto a los derechos humanos y no hay derechos humanos sin respeto a la perspectiva de género?
* Legisladora de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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