Viernes, 1 de octubre de 2010 | Hoy
Las publicidades que hablan de la menstruación atrasan cien años e insisten con el mito de la mujer como un ser hormonal.
Por Graciela Zob
Nadie, sin temor a que lo acusen de matusalén o de misógino, afirmaría hoy que una mujer que se encuentra en su período de menstruación está sucia, está en pecado o está enferma. Ni que cortará la mayonesa, ni que deberá mantenerse lejos de la ducha. Son conceptos que a fuerza de divulgación científica e ideológica, que hay que agradecer a los mismos medios que vituperamos por quemarnos la cabeza con estereotipos, se han ido diluyendo. Sin embargo, que la mujer es esclava de sus hormonas, o mejor dicho de sus tripas, es una idea que sigue rondando en los escritorios de los creativos encargados de vender yogures y analgésicos para Eva. Esto es, en términos de violencia simbólica: el cuerpo de la mujer, sus humores, sus problemas, sus desperfectos la dominan. La convierten en aquel ancestral ser privado de raciocinio y guiado por sus hormonas que merece de otro ser más apto para tomar decisiones. Se hincha, se encuentra molesta, le cambia el humor, llora, se pone fea, y todo por algo que ocurre dentro de ella y no en el resto de la realidad. Presten atención y advertirán que la menstruación en las imágenes publicitarias se presenta como la llegada de un demonio invisible que hace que las modelos de pronto, en medio de una caminata por la calle, subiendo a un ascensor o antes de atender el teléfono para arreglar una cita, se partan al medio de tanto dolor. No les importa nada, se doblan. Llega como un rayo y les cambia el día. Se podría suponer que la exageración del súbito malestar es proporcional al intento de vender la pastilla, el paliativo en cuestión. Pero si esto es así, la pregunta es: ¿por qué razón agregan con tanto énfasis el elemento de los cambios de humor, las alusiones a lo femenino como si la feminidad se definiera específicamente por este hecho biológico? ¿Será que quien tiene menstruación es pasible de convertirse en mamá? La publicidad de IbuEvanol, por dar un ejemplo y tomar una publicidad que tiene ya más de un año en el aire, insiste en esta reificación de la mujer presentando un trío de mujeres famosas que salen de un ascensor y que al final de la publicidad se resumen en una sola, una mujer común que contiene a las tres, aunque ella no lo sepa. Son las tres caras de la mujer típica: la romántica que llora por todo y es rubia, la nerviosa que se enoja por cualquier cosa y la ocupada y emancipada que se la pasa hablando por celular. Todas están vestidas igual. Con blusita blanca y pollerita azul. El relator, que es una voz de hombre, nos dice que no todas somos iguales. Menos mal. Parece en cambio que hay tres gustos, que son las tres que suben y bajan. ¿Qué querrá decir la metáfora del ascensor? Tarea para el hogar. Y sigue el locutor, como no somos iguales no tenemos los mismos dolores menstruales, por eso hay tres variedades de analgésicos. ¿Era necesario recurrir a las Tres Gracias para vender una graduación de un remedio más o menos fuerte? La presunción de que las consumidoras se identifican con publicidades que les digan cómo son, quiénes son y cómo deben verse –que es lo que hace literalmente el, locutor que fija las imágenes– es una de las características que merecen una reflexión más profunda. Algo hace pensar a la mentalidad publicitaria que a las mujeres les interesa que les digan quiénes son, dónde están y qué tienen adentro.
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