Viernes, 24 de junio de 2011 | Hoy
Por Lorena Romanin
La concha es como la papa, crece debajo de la tierra. Crece para adentro, es un agujero. Oscura y oculta, misteriosa. Cuando empecé a conocerlas más de cerca, cuando me empezó a inquietar, a gustar la concha me acerqué, la olí, la miré, la lamí. La aprendí. Le hice tacto. Supe lo que les gustaba a otras más que a la mía. Es que son todas diferentes pero iguales. Como los chinos. Si las mirás bien algunas tienen clítoris que exceden los labios. Algunas son amoratadas como si las hubieran cagado a trompadas. Algunas, frescas como una lechuga, como si no les importara nada. Como si no hubiera pasado el tiempo. Algunas tienen labios como alas, quieren volar pero no se animan. Algunas son como vacas de la leche que eyaculan. Y la mía... la mía es naranja. Es jugosa y está feliz porque escribo sobre ella y sobre todas las conchas que conoce. Se siente orgullosa porque la nombro en voz alta y sin vergüenza.
“La gran muralla de las vaginas” de Jamie McCartney moldes de yeso tomados de 400 mujeres reales (2011).
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