Viernes, 24 de junio de 2011 | Hoy
Por Marina Mariasch
Hija de liberales militantes, crecí entre los genitales de mis padres al natural, cediendo ante la ley de gravedad en el pasillo que iba de la habitación a la ducha, del sexo a las tostadas, del buenos días a la escuela. Cada cosa tenía su nombre familiar y de hábito (pito, concha o conchita) y no daba miedo ni asco. Por eso me sorprendí colorada y hasta con algo de excitación cuando a los ocho años acompañé a una compañerita de escuela a comprarse un jean. Mi amiga salió del probador y su mamá le preguntó: “¿No te aprieta mucho la vagina?”. Para entonces ya sabía que “vagina” era el término correcto, científico de divulgación. Pero también supe por pura intuición que en ese acto de hipercorrección se ponía en juego el uso de un eufemismo que no hacía otra cosa que enfocar la concha en primerísimo primer plano. La concha suave y rosada de mi amiga, con su mezcla de olor a talco y quesito blanco, tan cerca todavía del yo te muestro/vos me mostrás.
Antes y después, siempre, estuvieron esos viejos conocidos: los apoyabrazos de los sillones, las puntas de las mesas. Ellos son los que más saben de lo que tenemos las chicas entre las piernas. Lo siguiente que me viene a la mente –para no seguir con la serie de sintagmas que la nombran, capítulo aparte para alguien con mejor memoria– es la escena de The Weather Man en la que Nicolas Cage va con su hija púber a comprarle ropa. El pantalón le marca el surco entre los labios de la concha y el padre se ahoga en pudor y angustia. A la chica, en la escuela, le dicen “pezuña de camello”. Esa marca, la de su sexo a través de la ropa, es motivo de burla.
Sin embargo, “pezuña de camello” es también un subgénero del porno. Hay fotos y videos en Internet que documentan esa imagen animal que genera fantasías eróticas. La concha aparece cada vez más adelante en las imágenes de las publicidades, bien enfocada bajo bombachas que por momentos la hacen parecer un bulto de varón.
Cuando miro un programa de chimentos, noto un poder especial cuando dicen “conchero”. Porque hay un poder innegable en la concha. Muchos años después de las conchas peludas de las artistas feministas de los ’60 y de los pelos púbicos de las primeras Hustler, parece que el culo está volviendo a quedar atrás y la concha se va para adelante.
“Selita, Gisele, Izabel”, de Martín Di Girolamo, masilla epoxi, esmalte y óleo (2008).
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