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Viernes, 13 de junio de 2003

Una diva para pocos

Hay que poner dedicación exclusiva y hay que tener un gran valor para afrontarlo todo sin pensar jamás en el reconocimiento”, declaró alguna vez. Para entonces, qué curioso, ya era Ana Itelman, es decir, ya era esa mujer del mundo cerrado, pequeño y poco popular de la danza (aun abocándose a una de sus especialidades peor conocidas para el profano) cuyo nombre podía, por lo menos, sonar familiar a los no iniciados. Que para ese momento, digamos, lo que afrontara Ana ya hacía ruido. Había llegado al ballet muy pequeña, poco después de que ella y su familia abandonaran Chile para instalarse en la Argentina que Uriburu acababa de arrebatar a Yrigoyen. Eran momentos de cambios y recomposición en el mundo, sacudido por la Gran Depresión y las consecuencias de la Primera Guerra Mundial que terminarían por albergar el germen de la Segunda. En Buenos Aires, Ana obtenía las mejores calificaciones posibles del Conservatorio Nacional de Música y Arte Escénico, pero al egresar no pudo resistir la tentación, y aceptó el ofrecimiento para integrar la compañía de danza moderna de Miriam Winslow. Tal vez sabiéndolo, empezaba a buscar su camino. Quiso la casualidad que pudiera rastrearlo de la mejor manera posible: en 1945, su hermana se casaba en Estados Unidos, Ana viajó, y terminó conociendo a Marta Graham (la renovadora de las danzas modernas), que se convirtió en su maestra. Veinte años tenía Ana cuando regresó a la Argentina y deslumbró interpretando obras propias (sensuales, fuertes) frente a críticos, bailarines y público (“es una bailarina notable puesto que sus colegas la odian y la encuentran antipática, pero le reconocen el genio que no pueden negarle”, concedió Borges cuando todavía no era el gran ciego venerable). A partir de entonces todo fue puro vértigo creativo, investigación tozuda y sistemática, buceo en otros mundos estéticos, anhelo de conocerlo todo, deseo ferviente de que gracias a eso un nuevo mundo naciera de su cuerpo y se volcara hacia los demás. Una enfermedad que le impidió seguir bailando sólo logró que su proyecto creciera: sería coreógrafa, crearía en y por los cuerpos de los otros; así el hechizo sería más grande. Devoró todo aquello que pudiera servir sus propósitos (estudió actuación con Lee Strasberg, escultura, pintura con Emilio Pettoruti, dirección de televisión en NYU), viajó cuantas veces fuera necesario para contactarse con otras corrientes de la danza moderna, dictó cátedras, fundó el Café Estudio de Teatro Danza (durante la semana, estudio para formación de bailarines; durante las noches de fines de semana, café concert donde sus alumnos podían montar obras), creó el Grupo de Danza Contemporánea del Teatro San Martín.
Arduo de comprender resulta el hecho de que una mujer tan entregada a esa pasión, tan exasperadamente consciente de su relación existencial (corporal, de vivencia, de autodefinición, casi un modelo vivo del sujeto de Merleau Ponty) con el mundo y con esa necesidad de transformarlo, de incorporar algo en él, haya decidido, con 62 años y en plena lucidez creativa, terminar con todo. Un balcón a cierta altura, un instante de soledad, Ana resolvió suicidarse en 1989.
El silencio abrupto que imprime la ausencia en disciplinas que poco saben del registro, como sucede con la danza, llevó a que el nombre de Ana Itelman fuera otra de esas glorias cuyo recuerdo sobrevive de boca en boca, de generación en generación, encuentra un límite, precisamente, en ese tipo de memoria. El afortunado empecinamiento de Rubén Szuchmacher, uno de sus últimos discípulos, logró que la Fundación Antorchas becara, en1992, el proyecto de rescatar el archivo personal que Ana había sabido llevar durante largos años. Otro chispazo provocó que, en pleno proceso, Szuchmacher advirtiera el filón de esos documentos: más que materiales con que construir una posible biografía, esas páginas manuscritas merecían ser asumidas como testimonios en sí mismas. El trabajo, en realidad, debía ser otro, y no precisamente menos complejo: ordenarlos, acomodarlos sobre un eje que articulara, por lo menos, una selección. Es ése el mérito de Archivo Itelman: componer, a partir de primeros textos, conferencias, borradores de obras, y una carta defendiendo una puesta de Fedra durante el gobierno de Levingston, una biografía intelectual y creativa. El de Ana Itelman es el apasionante caso de una creadora de lo efímero atormentada por esa instantaneidad y el desvanecimiento de lo creado. Buscaba que quedara algo, necesitaba reflexionar con el cuerpo, pero también con la palabra, y a ello dedicó, quizá, tanto tiempo de su vida como a las obras de ballet. Esa entrega cargada de preguntas convierte a Archivo Itelman en un texto necesario para quienes conviven cotidianamente con las danzas, pero, a la vez, en un territorio a descubrir gozosamente para los profanos, aún para quienes desconocen o no se interesan por el ballet: lo que importa es el mundo de Ana, presenciar una (r)evolución creativa, atender a conflictos de quien crea en y por su cuerpo.

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