› Por Violeta Gorodischer
Ahora que lo pienso, creo que la Navidad no me gusta por algo que vi de chica, en un shopping, en un paseo o en un lugar parecido que ya no importa. El tema es que había un hombre. Que en la mirada de aquel hombre se concentraba la injusticia de esa cosa llamada Navidad.
La cuento en presente: somos seis, siete chicos. Hay renos de mentira. Hay nieve artificial. Hay padres fastidiosos. Mucho calor. Promotoras vestidas de rojo hacen pasar a todos para sentarlos a upa del señor de barba blanca. Mamá me deja parada a un costado mientras aprovecha las promociones de una festividad ajena. No para que pida, sino para que me entretenga.
–Quedate acá, en diez minutos vengo a buscarte. No te muevas –dice.
Da tres pasos, gira y vuelve hacia mí:
–Está disfrazado –aclara por si quedaban dudas.
Después se va.
Una de las promotoras se lleva a la nena que pidió Barbies mientras la otra hace pasar a un rubiecito de no más de seis años. Con una sonrisa, el hombre lo sienta sobre él y le pregunta su nombre, pero el nene no contesta. Dale Nico, ahora, tirale de la barba, grita un padre desaforado y el hombre siente, o creo que siente, unas manos regordetas, calientes y pegajosas que le suben por las mejillas. Que le lastiman la cara, que le queman la piel. Su expresión transmite un dolor cada vez más intenso hasta que al fin el nene lo suelta. Extasiado, salta al suelo para correr hacia el padre. Sí, es de verdad, grita.
Pero mucho no le importa que la barba sea verdadera. Ni le importan la risa, ni la sonrisa, ni las preguntas que el hombre le quiere hacer. “Vos no sos Papá Noel”, dispara. No mide más de un metro veinte, lo mira muy fijo a los ojos y repite: no sos. Detrás, los otros nenes se ríen. El hombre sonríe. “Sí soy –dice–, soy.” “No”, dice el nene, pero más que decirlo lo grita. Después pisotea los pies del hombre, que amaga una tregua de alfajores. El nene los revolea y salta sobre él dispuesto a sacarle el gorro. Al intentar evitarlo, el hombre provoca un golpe que le quiebra los anteojos sobre la cara.
Ahora sangra. Todos enmudecen. El nene retrocede. Yo también. El hombre se agarra el tabique pero sé que lo que siente es vergüenza. Por eso se tapa la cara, se inclina hacia atrás, gira la cabeza y le hace al guardia una seña para que venga en su ayuda. Las promotoras dispersan a los padres, yo no veo a mamá, y en medio del alboroto, el hombre se quita las manos de la frente. La sangre baja por su nariz. Soy la única que los ve: el nene intenta soltarse. Leo en los labios del hombre: “Por qué no le decís a tu papá que se vista de Papá Noel, y le hacés todo lo que me hiciste a mí”, le dice. El nene tira con fuerza y empieza a correr.
Cinco minutos después, mientras sigo esperando a mamá, regresa aferrado a una mujer tan rubia como él. El hombre y yo miramos al mismo tiempo ese andar firme de tacos altos, el ceño fruncido, las pulseras de plata que chocan entre sí. Creo que tengo miedo. El, resignación. Pronto están a sólo centímetros de distancia y el hombre traga saliva. “Te voy a denunciar por maltrato, te voy a hacer echar”, dice ella. El se incorpora, intenta correrse a un costado. “Nada más le dije al nene por qué está mal lo que hizo, señora”, dice. “Y vos quién sos para decir eso, negro de mierda.” El hombre, los puños cerrados, baja la vista. Las promotoras miran en silencio. Una mano agarra mi mano y me sobresalto. Es mamá, con tres bolsas gigantes.
¿Y? ¿Algo divertido?
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