› Por Gabriela Cabezon Camara
El mismo gato en todas partes. Sentado como un montón de oro barato, brillante, moviendo la patita sincopada, infinitamente, un santo gato en las góndolas o en las cajas, un gato que propicia la recaudación, un gato que es un loop acrílico, una estampita en 3D y a pilas en el altar del autoservicio. Uno de esos gatos hechos de a millones cada día quién sabe en qué rincón de la inconmensurable China.
Fue la patita mecánica de ese gato que un día, un 23 de diciembre, me empezó a decir “vení, vení, vení”. Se me hizo signo el gato, del cromado berreta –¿puede ser otra cosa cualquier dorado que no sea oro?– emergió un sentido, tuve una epifanía de plástico, el gato se me volvió como el ojo de un huracán y lo que yo era, un montón de pedazos de mujer, empezó a girar en torno a un eje. Parecerá poco, pero un movimiento en torno a un eje es un principio de cohesión. Y ahí empecé a hacerme china.
Si me decís que esto tiene que entrar en dos minutos, voy a tener que ser breve. Fue así: era la víspera de Nochebuena. El puto pesebre, las putas familias, los regalos que todavía no había comprado, los shoppings que reventaban, las avenidas quietas a fuerza de todos los pelotudos que como yo todavía no habían comprado los regalos y salían el último día posible como una marea de hormigas enloquecidas, la pelea con el que era mi marido (“en lo de tu mamá ya estuvimos el año pasado”, “mi mamá está enferma”, etc.), los chicos que querían la última Nintendo sin que les importara el más mínimo carajo que su padre estaba sin empleo hacía seis meses y no hablaban de ninguna otra cosa, el peso de mis tres trabajos que de cualquier modo no me salvaban de la obligación de preparar la ensalada rusa fuéramos a la casa de la madre que fuera.
Eso fue, la ensalada rusa. Me fui a comprar las latas de jardinera y la mayonesa a “Hermosura”, el autoservicio de Wan.
Eran las diez menos cuarto de la noche, Wan estaba sola, casi cerrando. Agarré el canasto, le metí las latas al canasto, puse mayonesa en el canasto con latas y le agregué dos cervezas frías al canasto con la proto rusa. Llegué a la caja. Cuando Wan pasaba la segunda lata por el lector de barras me desmayé. El gato dorado, con los reflejitos de tenues de todas las lucecitas de Navidad del barrio, enmarcado por el pelo negro, pesado, suelto de Wan y esa cara de luna con boca roja que tiene fueron lo primero que vi cuando me desperté. La patita del gato me empezó a decir “vení, vení, vení”. Y Wan, “¿qué pasa vos, linda?”. Me incorporé, no sé cómo Wan me había extendido sobre la caja, comí el maní japonés que me ofrecía para superar lo que ella juzgó un bajón de presión, tomé el vaso de cerveza fría que me ofreció mientras ella bajaba la persiana con esa fuerza que nunca le había visto y que salía de los músculos concentrados de su cuerpo flaco y chinísimo. Volvió Wan y me preguntó otra vez: “¿qué pasa vos?”. Le conté. Wan se rió. A la segunda cerveza tiramos las latas de jardinera por la puerta. Le dimos a un auto y empezó a sonar la alarma. Nos dio risa. A la tercera cerveza, yo lloraba, Wan me abrazaba, la besé. Hicimos el amor en el depósito, sobre un silloncito de pana roja con estampados de pandas. Y listo, se acabó la Navidad para mí.
Ese 24, mi ex marido se fue a casa de su madre. Juntos fueron a misa de Gallo, los chicos participaron del pesebre viviente y la abuela les regaló la Nintendo que querían. Ahora, Wan y yo tenemos este autoservicio acá en Tilcara. Me hice budista. El único bicho rojo que festejo es un dragón. Del gordo barbudo nunca más nada. A mi ex marido y los chicos les paso alimentos: mando un flete con cajas una vez por mes.
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