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Viernes, 12 de octubre de 2012

Los paraísos artificiales

 Por Cecilia Palmeiro

Mi primera experiencia con vibradores fue producto de la azarosa conjunción de un cuento, una serie de TV y una canción. Missy Elliott cantaba en la radio “Toyz”, diciendo que todas las chicas deberían tener un juguete –también le explicaba a un chongo que ni se había dado cuenta de que él no estaba porque ella sólo tenía ojos (manos) para su chiche–. Mientras, leía el cuento de Daniel Alarcón “El vibrador contra el hombre”, en el que el narrador es abandonado por su novia en favor de un vibrador que imita perfectamente su anatomía (aunque opera de una forma más perfecta). En la tele, un capítulo de Sex And The City en el que Charlotte se envicia hasta el encierro con un vibrador cuyo modelo canonizó inmediatamente: el conejo rampante.

No podía seguir haciéndome la boluda. Feministamente, decidí ampliar mis horizontes... Estaba en San Francisco, California, y me fui con un amigo hétero, supuesto experto en el tema, a recorrer el Castro, el barrio más gay del mundo, que imaginábamos estaría lleno de sex shops. Nos deprimimos al ver que más bien proliferaban los pet shops con boys de 50+ prolijamente ordenados en burgueses matrimonios, más preocupados por la moda canina que por el sexo. Había un único sex shop mixto, dedicado mayormente a los hombres (después supe que los mejores sex shops para mujeres están cerrados al público masculino, con el efecto colateral de construir nichos de mercado cada vez más guetificados).

Al encontrar la única góndola femenina, mi pobre amigo rápidamente me trajo un consolador sin ninguna otra gracia que su forma fálica y un tamaño mediocre, encima. Pero yo estaba fascinada con un mundo de sensaciones que se abría ante mis ojos: la mayoría de los juguetes eran irreconocibles, no falomorfos ni falocéntricos. Abundaban las formas de la naturaleza: mariposas, roedores, flores, delfines, escorpiones, huevos, hasta un gatito ronroneador... Descifrar sus misteriosas funciones significaba desterritorializar un mapa estable de zonas erógenas para repensar las superficies de placer e imaginar nuevos vínculos posibles con las máquinas, como si una segunda naturaleza se mimetizara con la primera para reconciliarse mediante el éxtasis con el cuerpo humano. Estos juguetes no estaban ahí para reemplazar una pija (como cree el ingenio popular siempre patriarcal, que atribuye alteraciones psicológicas al supuesto síndrome de “tafal de gaver”), sino para agregar algo nuevo y de otro orden. Una especie de maquinofilia de orgasmos múltiples y éxtasis automáticos (con los nuevos vibradores, acabar es sólo cuestión de segundos). Una hight-tech queer theory llegaba al shopping.

Finalmente me compré un ratoncito celeste divino, que parecía un juguete para bebés o para mascotas (súper práctico y discreto para llevar en la cartera y usar en aviones, prerreuniones de trabajo, etc.). Pero no reemplazó a mis amantes, sino que se transformó en un parámetro de calidad performativa. Ya no me conformaría con menos.

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