› Por Malena Pichot *
María rascaba con la uña un trocito de pared, un gesto nervioso que claramente le dolía. En ésa andaba nuestra heroína, en la manía de sentir algo. Las cosas no estaban sucediendo como lo planeado, y cuando digo las cosas quiero decir José. El bueno, humilde y maravilloso José no era tan así con su prometida, harta de tantos besitos en la frente.
El trocito de pared se deshacía en polvo sobre su vestido y María consideraba seriamente inhalar un poco de ese asbesto para matarse de una vez. Levantó la mirada y por la ventana pudo ver a José, como siempre rodeado de niños, saludándola en un gesto vacío de afecto. Ella respondió con ojos muertos de pescado a la venta. Los niños le saltaban a José, le pedían, le rogaban y él señalaba sus bolsillos, como develando un secreto ancestral. Los niñitos zambullían sus manitos y sacaban caballitos de madera. María se descomponía al escuchar los gritos extasiados de los infantes.
Por fin llegaron las diez de la mañana, Marta venía a visitarla como todos los días y, paciente como lacaya, la escuchaba quejarse, llorar, ir venir como tigre enjaulado, porque María creyó toda su vida que algo grande la esperaba y, con catorce años cumplidos, quizá ya no iba a suceder.
–Dios es sabio –la tranquilizaba Marta–, al menos te mandó un hombre amado por todos, puro y casto, que se conforma con tu frente, que no quiere indagar ahí, ahí justo ahí, en tu parte.
–Yo quiero que me ame por esa parte –respondió María, que si bien al nacer la partera gritó “es un varón” y fue Mario durante unos años, el día que aprendió a hablar, Mario se puso un vestido, se llamó María y del tema no se habló más, hasta ese preciso instante, cuando Marta le acercó un espejo con malas noticias. María divisó entonces una sombra prominente entre la nariz y el labio superior. Nefandos, y próximamente tupidos, pelos negros. Se desplomó en el piso en un acto dramático. Marta ya estaba acostumbrada.
–¡Qué más puede pasarme! ¡Qué voy a hacer ahora!
Marta se sentó en el piso, la abrazó y le dijo:
–Vas a hacer lo mismo que yo, un poco de aloe vera y un cuchillo bien afilado.
Con los ojos llenos de lágrimas, María creyó comprender finalmente por qué Marta la comprendía tanto.
–¡Vos también, Marta! ¡Sos mujer con pene!
–No, solamente tengo bigotes.
Las dos se rieron y se besaron y se quedaron abrazadas, hasta que un portazo las sacó de su Edén. José, furioso, les preguntó qué hacían como niñas revolcadas en el piso. María se levantó como el tigre que dije antes y lo miró a los ojos, desafiante:
–A mí me gustaría saber qué hacés vos revolcándote con niños.
José le pegó una trompada que la devolvió al piso.
–Es por tu bien que te cago a piñas, yo soy el encargado de resguardar tu castidad, así convenimos que sería la cosa, y si me llego enterar de que vos no la resguardás te voy a desfigurar tanto la jeta, María.
Del tema no se habló más, pero Marta se ocupó durante toda la infancia de su hijo Lázaro de que nunca se acercara a José.
Esa noche, luego de cenar, José volvió al taller. María se quedó sola en la oscuridad, pensando en cómo escaparse o en cómo matarse, cuando una luz brillante la sorprendió en la cama. Era esto. Finalmente llegaba su momento de grandeza, y dijo aquel ángel:
–El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a tu pariente Isabel, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que era llamada estéril, hoy cuenta ya el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.
María, feliz, respondió:
–Me encanta la parte de que se dediquen a imposibles, porque fijate que yo ni útero tengo, o sea... –María esperó respuesta pero nada, por lo tanto continuó–. Ok, todo bien con todo entonces, pero sabé que si yo aparezco embarazada el Pepe me caga a trompadas, seguramente me mata, y olvidate del hijo de Dios, o fijate de hacerme como una panza de acero porque...
–El te va a creer –interrumpió el ángel–. Por esto te elegimos a vos. Le vas a mostrar que tenés pene. De qué otra manera alguien creería en el milagro, en la magia de que te embarace una paloma.
–Pero voy a tener que mostrarles el pene a todos los que me conocen para que me crean.
–¡No! lo de los demás será una fe ciega, fundamentada en la convicción absoluta de José, que es varón y lo quieren todos. No como a otras. –Le pintó el sarcasmo al ángel guacho.
María suspiró aliviada. La madre del Mesías, qué importante. La luz parlanchina se apagó, una paloma entró enseguida y se posó en su rodilla, sintió un mareo, se caía. Desaparecía. La madre del Mesías, que importante. No tanto como para colar en la trinidad, símbolo fundacional de la futura religión que ella cargaría en su vientre. Pero ta, qué importante.
* Guionista, actriz y directora de sus propios espectáculos. Actualmente protagoniza y escribe Por ahora, una serie de 13 capítulos que se emite por Cosmopolitan TV.
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