Vie 20.12.2013
las12

Jesús en la Pampa Mágica

› Por Maruja Bustamante *

Todo sucedió en Gaona y Belén, barrio de Montecastro. Gaona era un sendero y Belén, un brazo del río Maldonado. A María le gustaba quedarse a la sombra de un ombú mirando las hojas y a unos pibes, jugar al fútbol con una pelota de tela. Había uno que le tiraba onda: Nicolás Capeluto. Era alto, de ojos infinitos y sonrisa de niño. Pero María tenía su novio, José, que siempre estaba ocupado “visitando familiares”. ¿Cuántas veces se visita a la familia en la semana? ¿Por qué nunca viene a quedarse conmigo debajo del ombú? ¿Alguna vez me hará un regalo? ¿Cuándo tendremos sexo? Se preguntaba a veces María. Y cuando se hacía esas preguntas miraba a Nicolás con otros ojos y Nicolás le sonreía, y también a veces le guiñaba el ojo. En realidad María también se reprimía con respecto a Nicolás porque era judío. Y María no era nada, no sabía qué era. Más bien era muy despistada y no entendía muchas cosas.

María hacía manualidades verdes, rojas y doradas y luego las vendía en la feria de los domingos. Ahí sí José la acompañaba, le gustaba la plata. Hacía de cajero y guardaba toda la recaudación. María lo dejaba y se divertía juntando piñas. Las ferias eran cerca de unos bosques. Un día, mientras juntaba piñas, una mujer de pelo azul se acercó a ella y le dio un manto celeste. María no quería aceptarlo, pero la mujer le dijo que lo iba a necesitar pronto y le puso la mano en el vientre. En ese instante María se desmayó y comenzó a soñar con Nicolás Capeluto, unos dragones dorados, nieve metiéndose por su nariz, bebidas con fuego y el arroyo Maldonado desbordando el brazo de Belén. Cuando despertó tenía fiebre y José, nervioso, la nombraba para despertarla. José le dijo que estuvo dos semanas perdida y que él pensó que ya no lo quería o que nunca más la iba a ver. Sorpresivamente allí también estaba Nicolás, observando todo con algo de preocupación. María fue trasladada a su casa en brazos, le dolía todo el cuerpo. Una vez en la cama sintió algo raro en su vientre, le ardía y estaba hinchado. Lo llamó a José y le dijo. Llamaron a una chamana de pelos de barba de choclo que la rodeó con lazos violetas y dijo: “María está embarazada”. Silencio.

Los gritos de José se escucharon hasta el Río de la Plata. La mujer de las barbas de choclo lo calló con un viento de arena. No se sabe de dónde salió pero apareció arena y viento que tapó la boca de José. Resulta que María estaba embarazada del mesías. Del salvador. María no entendía por qué necesitaban que alguien los salvara y José comenzó a drogarse con plantas venenosas de colores amarronados, no eran hongos. De pronto la puerta de la casa de María y José se llenó de fanáticos a favor y en contra que luchaban entre ellos. Algunos querían entrar a matar a María y otros querían poseerla porque creían que era muy sexy embarazada, pero además querían bañar con su semen al maravilloso niño que vendría. Se armó un pogo que duró meses. A veces aflojaban los asesinos y a veces aflojaban los sementales. Entonces llegaron tres caballeros vestidos un poco ridículos con regalos, consejos y protección para María. María creyó que eran un poco raros, pero como llegaron con Nicolás Capeluto confió –no se sabe bien por qué– y él fue su guardián hasta el nacimiento esperado. José había inventado un idioma y se dedicaba a cambiar bombachas de María por droga.

Una noche nació Jesús, tenía pelo largo y barba. Nació enorme, ya un hombre desarrollado. Todos quedaron hipnotizados. Era un hombre. Un hombre común. Que se paró frente a todos los que estaban allí y los miró un buen rato. Las personas comenzaron a comprender cosas. Cosas de cada uno, privadas, íntimas, cosas que nunca le habían contado a nadie. Por unos minutos dejaron de gritarle gata, puta, potra, te amo, te odio, hereje a María. Entonces Jesús dijo algo: “Sean felices, la vida es hermosa y nadie es más grande o más pequeño que otro”.

* Actriz, dramaturga y directora de teatro. Durante 2014 participará en la obra El jardín de los cerezos, dirigida por su maestra Helena Tritek.

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