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Viernes, 5 de diciembre de 2003

Ultima reflexión (biopolítica) sobre el “orgasmatrón”

Por María Moreno

Cuando el doctor Stuart Meloy, un médico dolorólogo que estaba aplicando dos electrodos sobre la espina dorsal de una paciente para atenuar un dolor crónico, escuchó que ésta emitía un gemido de película porno muy por encima de la actuación media resultó un comienzo de investigación mucho más divertido que el de Arquímedes en su mitológica bañera. El invento del orgasmatrón fue un pretexto para que los periodistas tempraneros tuvieran tema a tono con polémica en el bar y la posibilidad de que un amante varón fuera reemplazado por una pieza equivalente a un celular, un control remoto o un silbato para perros. Pero al escándalo puritano de los profesionales consultados, la apelación a la artesanía casera del vibrador y los recordatorios de que la noción de Steckel de “mujer frígida” había fenecido con los muebles provenzal y las recetas de Petrona, habría que sumarle una visión aguafiestas pero menos coyuntural: Giorgo Agamben, al atribuirse no sin motivo la continuidad de la ruta trazada por Michel Foucault y Anna Arendt en torno a lo que se dio en denominar biopolítica, recordó en uno de los capítulos de su Homo Sacer cómo no era necesario pertenecer a la elite de científicos VIP del Tercer Reich para que la investigación en cobayos humanos, a fin de descubrir remedios a enfermedades mortales, implicaba, en gran medida, la posibilidad de muerte de éstos. El juicio de Nuremberg permitió la difusión de espeluznantes testimonios de los VP (versuchepersonen o cabayos humanos) sobre experimentos que iban desde la potabilidad del agua de mar a la inoculación de la hepatitis endémica, pasando por la esterilización con fines eugenésicos y la capacidad de sobrevivir en aguas heladas. Según Agamben, la defensa de los acusados puso en un brete a los jueces cuando demostró que esas prácticas atribuidas a un encabalgamiento entre la política y la psicopatología tenía antecedentes en países democráticos. En los años 20, casi mil reclusos de las prisiones norteamericanas fueron inoculados con plasmodio de la malaria a fin de investigar una posible vacuna contra el paludismo. El combate contra la pelagra y el beri beri exigieron la participación compulsiva de reclusos esta vez condenados a muerte a los que, de sobrevivir, se les condonaría la pena. Una curiosa negociación entre derecho, ciencia y bioética encontró una solución apropiada alrededor de una palabra que siempre ha tenido la suficiente ambigüedad como para ser utilizable tanto por la izquierda como por la derecha: consentimiento. (Un masoquista puede exigir legalmente su dosis de tortura por asfixia argumentando que ha firmado un contrato de común acuerdo con su master; un juez puede desestimar un caso de violación si una mujer sometida a una relación por la fuerza se relajó y se abrió de piernas a fin de salvar su vida). A través de la pena de muerte los representantes de un Estado, que se reiría si alguien lo identificara con Maximiliano Schell –abogado defensor en la película de Stanley Kramer Juicio de Nuremeberg– ofrece en ese tiempo ya muerto para todo porvenir que separa de la horca, la inyección letal o la silla eléctrica, la alternativa entre una muerte adelantada debido a un experimento fallido, lo cual no hace más que ahorrar noche de tortuosas cavilaciones e innumerables visitas de familiares hechos un guiñapo y de curas y pastores evangélicos empeñados en imponer un pasaporte a la salvación por la coacción al arrepentimiento y la posibilidad de poder regresar en la tómbola de la vida ya no, por ejemplo, como asesino serial, sino como contribuidor al avance de la humanidad. Agamben cita un formulario utilizado en el estado de Illinois para que alguien se postule como voluntario de un Mengele demócrata, tal vez graduado en Harvard y hasta Premio Nobel a fin de que lo trate literalmente como una rata: “Asumotodos los riegos de este experimento y declaro que libero de toda responsabilidad, incluso en relación con mis herederos y representantes, a la Universidad de Chicago y a todos los técnicos e investigadores que tomen parte en el experimento, y también al gobierno de Illinois, al director de la Penitenciaría del Estado y a cualquier otro funcionario. Renuncio en consecuencia a cualquier reclamación por daños o enfermedad, incluso mortal, que puedan derivarse del experimento”. Es verdad que la investigación de enfermedades humanas no puede prescindir de voluntarios humanos. Del mismo modo que las conductas entre primates no debieron ser trasladadas a las de las hembras humanas para sostener capciosas teorías misóginas. Pero las estructuras biopolíticas, cuyo paradigma es para Agamben el campo de concentración como laboratorio privilegiado para reducir la vida a muerte en vida, o muerte en muerte, en nombre de una potencial vida futura, de sacrificar a determinada raza en la sustracción de otra a enfermedades mortales, siempre buscan sus P.V entre aquellos en donde lo sagrado de la vida ha sido hecho para saltar con un eject al mismo tiempo totalitario y ejemplificador: locos, delincuentes, discapacitados, homosexuales y mujeres.
No hace falta el cadáver o la face experimental con riesgo de muerte impuesta a aquel a quien la polis no considera como perteneciente a su interior para que el orgasmatrón forme parte potencialmente del mismo dispositivo de vigilancia y control soberanos. Los sobrevivientes de los campos de concentración argentinos han dado testimonio de cómo la tortura excedía su función utilitaria: obtener información. Y así como no puede considerarse al orgasmo obtenido mediante el orgasmatrón como mera descarga neurológica, el dolor infringido por la tortura tampoco revisa esa especificidad. Ya Freud habló de los umbrales entre dolor y placer, de los cruces entre dolor psíquico y físico. Así como el dolor en un enfermo que sabe que tiene cáncer es indiscernible del sentido de ese dolor, el dolor de la tortura no es solamente físico sino que incluye –de ser una experiencia repetida, en lugar del reconocimiento de una situación atroz pero donde la memoria puede incluso registrar que se la ha sobrevivido antes y las estrategias de resistencia que han probado su eficacia aun en una lógica vivida como ilógica– el terror al aumento del voltaje, a nuevas amenazas y chantajes incalculables, el imaginario del propio cuerpo supliciado como capital de muerte a través del conocimiento de domicilios y acciones de compañeros. Porque lo que está en juego allí es un poder que busca poner a alguien fuera de sí en un dominio totalmente ajeno donde ninguna negociación disminuirá la desigualdad ante los que se entronizan como amos de la vida y de la muerte hasta prohibir el suicidio o disponer la salvación a dedo. Si potencialmente el orgasmatrón no hace más que contribuir al imperativo totalitario de gozar como bien supremo en el interior de dispositivos que, lejos de escapar al control social provienen de éste –descubrirlos, describirlos y desmontarlos fue la sabiduría de Foucault– o a lo sumo, de abaratar sus costos, puede constituir un ocasional éxito de mercado, de espaldas al psicoanálisis y a la sexología pero no al perro de Pavlov, como instrumento represivo podría alcanzar la sofisticación de violentar a la víctima precisamente en su espacio inalienable al aumentar su sometimiento por la vía contraria al dolor, permiten convertir al enemigo en el agente de su goce.
La resistencia de las mujeres a ingresar como voluntarias en la investigación del viagra quirúrgico y del orgasmo a gatillo, llamado orgasmatrón, indica en su aspecto más banal la dificultad de ellas para reconocerse con problemas para obtener un orgasmo, aunque muchas legas sepamos en forma autodidacta que quizá simplemente no encontraron ni la escena ni el partenaire adecuados. En el menos y hasta épico sugiere la lucha para que no caiga el más sólido bastión del sexo femenino: el que no se pueda nunca probar si una mujer finge o no. Y no faltará la perra que luego de hacerle gastar 13.000 dólares al marido, sufra el posoperatorio del implante, y luego, mediante alguna práctica oriental, logre fingir que el orgamastrón “a mí no me hace nada” y corra a encontrarse con su amante.

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