Viernes, 26 de diciembre de 2014 | Hoy
Por Mercedes Roffé *
Para las mujeres, el mandato de la compañía no es algo que suframos individualmente: está tan incrustado en nuestra cultura como la manzana en la espalda de Gregorio Samsa, una falacia legitimada y reelaborada hasta el hartazgo por cuanto supuesto saber ande rondando. De San Jerónimo a Lacan, resulta que habría una falta, una falla, un agujero, una incompletud que habría que llenar con un varón al lado: novio, esposo o hijo, según qué teoría se profese.
A veces he notado que las primeras presiones de este tipo que sufren las adolescentes no vienen de los padres sino de sus hermanos varones. Como si en la constante pelea que funda y socava la relación entre hermanos de distintos sexos el varón reafirmara su supuesta (y familiarmente conferida) autoridad y utilizara –como un arma más de humillación– esa mirada crítica sobre la “soledad” de la hermana para minar su seguridad en sí misma, para darle a entender que tiene algún “problema”. Una soledad que por otra parte no es tal –llamarlo “soledad” es parte de ese mismo complejo de prejuicios– sino más bien un estar en armonía con su propia individualidad, su no necesitar apoyarse en ningún apósito para presentarse ante el mundo. El mundo, en este caso, suele ser la familia, la familia inmediata o la familia extendida. Y las fiestas, las reuniones familiares, son una arena particularmente propicia para ejercer las formas más solapadas de la violencia machista: no sólo se tiene la presa a mano, sino también una situación de encierro –la mesa, la cena prolongada, las buenas maneras que se esperan de todos los comensales, aun cuando se los insulte– y un público, una audiencia, que juzgará tanto la sagacidad del atacante como la más mínima reacción de la atacada.
A su manera, las madres también llegan a ejercer una presión similar. Pero, según he visto, ellas parecerían ejercerla desde su propia ansiedad, más que con el interés de humillar. La joven no sería tanto una presa como una “preocupación”. Estas presiones maternas podrán no ser necesariamente denigratorias, pero no por eso son menos dañinas. En realidad, la hija termina cargando con una ansiedad que es la de otra persona.
Para una mujer de cualquier edad, llevar a una fiesta familiar a su pareja del mismo sexo no deja de entrañar problemas. Primero: la cuestión no era que viniera con una persona igualmente carenciada –Freud mediante– sino que demostrara alguna mínima voluntad de completud. Segundo: toda la familia sabe que esa amiga es más que amiga, pero como todos quieren tener la fiesta (y la vida) en paz, se recurre al tácito acuerdo de borrar el vínculo. Año tras año, boda tras boda, Navidad tras Navidad, baby shower tras baby shower, habría en la familia una invitada semifantasmática oficialmente reconocida como “la amiga de...”. Lo que complica la cosa es que aun cuando todos saben que están participando en una negación colectiva del tamaño de un elefante, no pueden evitar sentir algo así como un resto, como un resabio de lástima profunda por esas dos solteronas que no han sabido procurarse un hombre. “Y eso que no eran feas, ¿eh? Decí que ya están mayores.”
En cambio, a dos varones juntos siempre se les obsequia la suposición de que después de la fiesta familiar “se van de levante/de bares/de minas...”. Para ellos, se asume, la fiesta familiar no sería más que un trámite al cual condescienden –antes de irse a la verdadera fiesta– porque son buenos chicos.
Que la situación está cambiando no se puede negar. Que a pesar de las leyes y las actas de corte igualitario el conglomerado “fiesta familiar” sigue multitudinariamente sujeto a viejos patrones, tampoco.
El mandato de completud –más que de compañía, ya que, como vemos, no se trata de cualquier compañía– no se da fuera de un nudo de suposiciones, creencias y prejuicios –es decir, de mucha ignorancia–, pero también de muchos falsos saberes funcionales al status quo.
Así que lo ideal sería poder tomarlo como de donde viene: de un cúmulo de intereses no precisamente nuestros. En todo caso, creo que es importante tomar conciencia del origen y de la naturaleza del mandato para ayudarnos a distinguir dos experiencias fundamentalmente distintas: por un lado, la innegable incomodidad que puede producirnos la mirada ajena, desde sus propias exigencias y supuestos; por otro, ese entramado de sentimientos más hondos e insoslayables que sería nuestro propio, legítimo deseo de estar con alguien.
En cuanto a las chicas que decidan pasar las fiestas solas –o juntas–, una recomendación especial para esperar las doce: The Forsyte Saga I (2002) y un sacacorchos para espumante.
* Poeta, traductora y editora argentina. Desde 1995 vive en Nueva York.
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