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Lunes, 4 de marzo de 2013

AUTOMOVILISMO Y MOTORES › A 50 AñOS DE LA MUERTE DE JUAN GáLVEZ

Y nunca despertó

 Por Pablo Vignone

Juancito había recibido la promesa de su padre de llevarlo a la carrera. Pero a las 6.30 del viernes 1º de marzo de 1963 dormía profundamente en su cama. A Juan le dio lástima despertarlo...

María Elina Olaechea de Gálvez, Mery, la madre de Juancito, había preparado, como siempre antes de cada carrera, la ropa de su marido. Ella nunca iba a las carreras. Juan luego colocaba la ropa en una valija, la misma de siempre, ajada y acusando el paso de los años. Mery preparó el desayuno de Juan y luego volvió a acostarse. En la puerta de la casa de la calle Avellaneda esperaban ya los auxilios. Juan entró por última vez al dormitorio. “Me da no sé qué despertarlo, mejor lo dejo”, le dijo a ella.

Mery tuvo ganas de pedirle que se quedara. Juan se subió al auto de carrera con su acompañante, Raúl Cottet; atrás se puso en marcha el Ford ’37 que utilizaban como auxilio.

Media hora después, Juancito abrió los ojos, entusiasmado. Grande fue la decepción cuando comprobó lo que había ocurrido. Su llanto destiló tanta amargura que, para calmarlo, su madre le prometió que el domingo, en lugar de escuchar la Vuelta de Olavarría por radio desde su casa, lo harían desde la quinta de los tíos maternos en Adrogué. Juancito nunca pudo preguntarle al padre por qué no lo había llevado: Juan no solía hablar por teléfono a su casa durante un fin de semana de carreras.

A Olavarría, Juan llegó a las 11.30 de ese viernes. Se alojó en la estancia Til Til, de Juan Becker, como hacía cada vez desde 1949 que iba a correr a la zona. Hizo una tiradita con el Ford, se comieron un asado, se fueron a recorrer el circuito (58 kilómetros de asfalto, 108 de tierra) en una pick-up F-100, Juan se hizo una escapada hasta el Hospital de Olavarría a hacerse la revisación médica.

El sábado 2, Juan llevó el Ford al sellado: le tocó el número 5. Otra tiradita en la ruta: estaba satisfecho con el rendimiento. Otro almuerzo en la estancia, esta vez puchero, con un comensal agregado: el camionero David Cetra, que arreglaba con Juan la compra de la cupé para poder debutar en TC. Tras la siesta, otra vuelta al circuito, esta vez en el Ford ’37. A las 21 se largó la lluvia, fina e inclaudicable. Con tanta persistencia que Juan se acercó al centro de Olavarría para preguntar si la carrera se suspendía a causa de las condiciones climáticas. A Juan la lluvia lo entusiasmaba. Pretendía que el barro iba a compensar la diferencia en velocidad que pudiera amasar la Galera de los Hermanos Emiliozzi.

El domingo 3 de marzo de 1963 se levantó a las 6, se afeitó, desayunó y salió a caminar un tramo del circuito, para ver el estado del piso. “El barrito está divino”, lo escucharon decir en la estancia de Becker. En Buenos Aires, Mery se despertaba para llevar a sus hijos a Adrogué. La largada se pasó de las 8 a las 9, para darle tiempo al camino de secarse.

La Galera inundaba el parabrisas del Ford de Juan, que ya había pasado a los coches de Ríos, Saigós y Meunier. Mientras lo tuviera a la vista, ganaba. Pero –historia conocida– el piso se fue secando y el perseguidor perdió a la presa...

Mery había decidido no almorzar hasta que terminara la carrera. Albergaba un presentimiento. Juan gana la primera vuelta por 27s a Saigós, y en la segunda le lleva 1m39s a los Emiliozzi. Pasa el control de Pourtalé, la bajada a la tierra, a 12h06m37s.

No pasa por el siguiente control. A Mery no le gusta el tono del relator en la radio, anunciando el detalle. Deja los chicos, entretenidos, en la quinta, y sube a su auto para volverse a la calle Avellaneda. El auto no tiene radio, la invade la angustia. Cuando llegó a su casa, unas amigas la estaban esperando.

Otros amigos de Juan se dirigieron a la casa de la avenida San Martín, en donde vivían los padres de Juan. Su hermano Oscar devoraba enloquecido los kilómetros que separaban Monte Hermoso, adonde había ido a pasar el fin de semana, de Olavarría. Amigos como Ferrito y Tripicchio comenzaron a preparar a los padres, mientras trataban de ubicar a dos de los otros hermanos, Marcelino y Roberto.

A las 16.30, Roberto y Marcelino llegaron a ver a sus padres y el primero (que había ganado la Vuelta de Olavarría en 1958) fue quien les dio la noticia. El doctor Giampietro le administró calmantes a la madre de Juan, que sufría del corazón y era presa de un ataque de nervios.

A esa hora, Becker recuperaba el Ford siniestrado, que había sido depositado en un taller cercano a la cancha de Racing de Olavarría. Lo tuvo una semana en la estancia.

En la calle Avellaneda, Mery abría cajones, acaso buscando encajar lo incomprensible. En uno de ellos, en el que además había un revólver, había quedado la medalla de San Cristóbal, un regalo de la madre que siempre utilizaba en las carreras, y la cuarta parte de una medallita de la Virgen de Luján que usaba para sentirse más cerca de los suyos. Mery, Juancito y Ricardo, su otro hijo, tenían –uno cada uno– los tres cuartos restantes. Cuando salió de la casa, un rato antes de que llegara el cadáver de Juan a la casa mortuoria, lo hizo decidida a no regresar.

A las 20 llegó el cuerpo de Juan, acompañado por Oscar desde Olavarría. El velatorio fue multitudinario. Al día siguiente, Mery fue a buscar a sus hijos a la quinta de Adrogué. Les explicó que su papá había iniciado una carrera larga, muy, muy larga. “¿Cómo sigue corriendo papá sabiendo que nos quedamos solos?”, preguntó Juancito. A los pocos días, Mery compró una casa en Adrogué y allí se instaló con sus hijos.

Medio siglo después, la pena sigue siendo muy intensa.

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