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Lunes, 10 de noviembre de 2003

HACE CUARENTA AÑOS MORIA JOSE MARIA GATICA, UN IDOLO

Mono, las pelotas

Nunca fue campeón de nada, pero alcanzó un título que pocos logran: fue ídolo, porque supo meterse en el corazón de su pueblo. Y algo más: José María Gatica trascendió su propia muerte. Durante su campaña generó el amor y el odio más apasionados. Todas las contradicciones instaladas en la sociedad argentina en los años del peronismo –que coinciden con su apogeo y ocaso– se manifiestan en Gatica, un fenómeno en todos los sentidos.

Por Daniel Guiñazu

De a miles, lo amaron sin reservas. De a miles, también, lo odiaron sin límites. Nunca fue campeón de nada. Pero logró el título más importante: el de ídolo. Supo meterse en el corazón de su pueblo. Y produjo un fenómeno reservado sólo a algunos de los grandes: trascender su propia muerte. Consumió su existencia de un solo trago. Apresuradamente saltó del barro al esplendor. Apresuradamente retornó al barro donde terminaron sus días. Tenía apenas 37 años José María Gatica cuando la vida le soltó la mano, el martes 12 de noviembre de 1963, hace casi 40 años, en una cama del Hospital Rawson. Dos días antes, el domingo 10, luego de acompañar a un amigo, Emilio Juan Sánchez, que vendía muñequitos a la salida de la cancha de Independiente, quiso subirse a un colectivo de la línea 295, en la esquina de Herrera y Luján, en pleno barrio de Barracas. Como estaba borracho, le fallaron las piernas y las ruedas del transporte le pasaron por encima, causándole lesiones irreparables.
¿Qué sentido tiene recordarlo a Gatica cuando todo o casi todo se ha dicho de él? ¿Qué resonancias hay en su nombre y su figura cuando han pasado cuatro décadas de su desaparición física y seis de sus momentos de mayor fama y gloria deportiva? Poco les dirá, seguro, a los mas jóvenes que quizás hayan tenido algunas noticias de él hace tiempo, cuando Leonardo Favio dio a luz su personal versión fílmica de la vida del Mono (“Mono, las pelotas”, diría). Pero para todos los hinchas del boxeo –tengan mucha o poca edad– y, en general, para todos aquellos que acostumbran a vibrar con las historias del deporte, Gatica remite a emociones extraordinarias. A multitudes que se sacudieron al conjuro del coraje de ese lumpen analfabeto y rencoroso que a su manera, a fuerza de trompadas dadas y recibidas, se abrió paso por la vida.
¿Quién puede olvidarse de sus duelos con Alfredo Prada? ¡Qué noches aquéllas! El país partido en dos, una semana antes y una semana después. El Luna repleto a las siete de la tarde cuando la pelea arrancaba a las 12 de la noche. Y miles y miles afuera, sin poder entrar, implorando por un rectangulito de papel arrugado, pasaporte seguro a la emoción. Pelearon seis veces. Dos como amateurs en el viejo estadio de la Federación. Cuatro como profesionales en Corrientes y Bouchard. Ganaron tres cada uno. Y siempre las populares vivándolo a Gatica. Y siempre el ring side hinchando por Prada, exigiéndole que acabe con ese venido a más que les violentaba sus buenas conciencias. Y siempre los dos pegándose con furia. Cuando Prada levantó los brazos, hubo fiesta en los barrios ricos de la ciudad. Cuando Gatica cantó victoria, el pobrerío entonó su canción de revancha.
Pero, ¿alcanza un duelo encarnizado para explicar un mito que no se extingue? ¿Es suficiente el instinto de peleador sanguíneo, vital, corajudo e intuitivo que caracterizó a Gatica, para dejarlo en la historia y no moverlo de allí nunca más? Ha sido dicho muchas veces y hasta de mejor manera. Pero la clave es otra. Gatica fue un recorte de su tiempo. Un emergente de la Argentina peronista, de sus amores y de sus odios desmesurados. Apareció como un estruendo, casi en el mismo momento en que los “cabecitas negras” ponían sus patas por primera vez en las fuentes de la Plaza de Mayo. Y su carrera se fue apagando en simultáneo con la infame música de fondo de los cañones de la Libertadora.
Debutó como profesional el 7 de diciembre de 1945 (KO 1 a Leopoldo Mayorano en el Luna). Y su carrera fue una fiesta al mismo tiempo que los trabajadores llegaban a compartir el 50 por ciento de la renta nacional, el tango era la banda de sonido de la época y el fútbol, la auténtica pasión de multitudes. Gatica trepaba a los rings con su famosa bata con la inscripción “Perón-Evita” en la espalda, se compraba la ropa más cara y extravagante de Buenos Aires, pagaba casamientos en las villas, repartía su dinero entre los lustrabotas de Constitución y las prostitutas de los cabarets del Bajo, se reía de los cajetillas y de los oligarcas, y el futuro no parecía tener límites. Cuando le criticaban tanto desprendimiento, tanta plata tirada, Gatica les espetaba: “Aire, aire, cuando Gatica tiene, todos tienen”. Y seguía metiendo la mano en el bolsillo.
El 5 de enero de 1951, Ike Williams, el campeón mundial de los livianos, lo noqueó en dos minutos en el Madison de Nueva York. Ese día, su vida y su carrera cambiaron para siempre. Perdió la mirada cómplice del poder (cuenta la leyenda que después de semejante derrota, Perón lo recibió en la Casa Rosada sólo para decirle que lo tenía podrido y pegarle un cachetazo). Y, sin esa protección, se abandonó y empezó el desbarranque. Cuando el 16 de septiembre de 1953 Prada lo noqueó en el 6º round, de aquel boxeador avasallante y demoledor, de aquellos ojos verdes que se clavaban en los de su rival para anticiparle la derrota, ya no quedaba nada sino un físico estragado por los excesos y los desarreglos.
El 16 de octubre de 1954 hizo la última de sus 44 peleas en el Luna, venciendo por abandono en el 9º round a Oscar Aceffe, quien tres veces lo había mandado a la lona. Cuando Perón cayó en 1955, se le cerraron todas las puertas y su nombre empezó a rumorearse en voz baja, como con culpa. Gordo y rengo, paseó su ocaso indisimulable por oscuros rings del interior. Pero no era Gatica sino los restos de su leyenda que subían a trompearse en esos cuadriláteros de mala muerte. El 6 de julio de 1956 hizo su última pelea en el Lomas Park derrotando por abandono en 4 rounds a Jesús Andreoli. En el mismo momento, la Policía entraba al estadio para llevárselos detenidos a él, que hacía rato que se atrevía a pelear sin licencia, y a los promotores que habían organizado el combate a pesar de que Gatica estaba prohibido por los gorilas.
En 11 años como profesional, Gatica hizo 95 peleas de las que ganó 85 (72 antes del límite), 7 derrotas, 2 empates y 1 sin decisión. Se calcula que embolsó más de 2 millones de pesos. Sin embargo, de esa fortuna sólo le quedó la fidelidad de su tercera esposa, Rita Armellino, y el amor de sus tres hijas, Eva, Viviana y Patricia. Después de una inundación, el periodismo lo descubrió, sucio y mugriento, tomando mate en una tapera de Villa Dominico. Ese día, los que lo odiaron, los que lo despreciaron, los que no pudieron tolerar sus desplantes, los que no supieron descubrir que debajo de sus poses sobradoras latían unas ganas desesperadas de ser querido, respiraron aliviados. Había vuelto a su origen, al lugar de donde suponían, deseaban, nunca debió haber salido.
En sus últimos años, salvo sus enemigos, nadie se acordaba de Gatica. Pero a la hora de la muerte no lo dejaron solo. Su velorio en el estadio de la FAB y su sepelio en el cementerio de Avellaneda fueron una impresionante manifestación de dolor popular. Miles de hombres y mujeres llevaron el féretro a pulso, coreando la Marcha Peronista por las calles de Buenos Aires, por primera vez desde la caída de Perón. En ese último instante, resumen de la siembra de toda una vida, José María Gatica logró su triunfo final: entrar en el altar de la memoria popular argentina. Esta allí desde hace 40 años. Con los brazos en alto. Ganándole la pelea al odio y al olvido.

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