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Lunes, 13 de septiembre de 2004

Estilo crol

El siguiente relato es uno de los cuentos del libro Disquisiciones sobre la habilidad (y otros relatos futboleros), del periodista y escritor Gustavo Grabia, el nuevo título que acaba de publicar Ediciones Al Arco. El libro cuenta con contratapa de Alejandro Dolina, prólogo de Fabián Casas e ilustraciones de Augusto Costhanzo.

Sacó el pasaje una mañana de insomnio. Cuando no dormía, hacía las cosas más estúpidas y llevaba tiempo sin pegar los ojos. Una semana, calculó. Alguien le había dicho que era hora de que acabara con eso. Que se tomara unas vacaciones. Fue entonces cuando decidió sacar el pasaje. Había leído en alguna crónica mitad deportiva, mitad nada, que Maradona tenía una especie de chacra en Solera. Y supuso que era un buen lugar para visitar. Tenía cierta fascinación por los ídolos. Nada desmesurado. Será por eso que sacó pasaje para Reta.
A Juan no le parecía extraño haber cambiado de destino en la ventanilla. Solera, al fin y al cabo, estaba cerca de Reta y, si lo deseaba, podía ir nadando. Cuando tenía insomnio se ponía meticuloso, así que calculó en kilómetros y yardas la distancia que separaba a ambas ciudades, y se imaginó haciéndola a nado. Porque Reta tenía mar. Atlántico. Hasta Solera eran 32 kilómetros. Se entretuvo pensando cuánto tiempo le llevaría recorrer esa distancia. En estilo crol y a ritmo sostenido, le calculó tres horas. Dos brazadas, sacar la cabeza para respirar, cuatro brazadas, respirar, dos brazadas.
Le habían dicho, de chico, que el crol era el estilo de natación más completo. “Trabajaba todos los músculos del cuerpo.” Y cada verano, Juan recordaba la máxima. Siempre intentó ponerla en práctica, pero el estilo pecho le parecía más relajado. Calculó, entonces, cuánto tiempo le demandaría en pecho. Se dijo asimismo que no podían ser más de seis horas y se tiró a dormir.
La estación de Retiro, de donde saldría su micro, estaba a unos cuarenta minutos a paso ligero. Esta vez había dormido y caminar lo ponía de buen humor. No era como hacer crol, claro, pero alguna parte del cuerpo debía trabajar. El problema era qué camino tomar. Podía bajar por San Juan, hasta Alem y de ahí a la terminal. Era lo más directo, pero algo insípido. Hasta Castro Barros el camino era llevadero y, cada vez que lo hacía, solía pararse en el negocio de artículos para playa de Castro y San Juan. Ese lugar le llamaba la atención. Primero por las piletas inflables. Le divertía calcular cuántos largos de crol podía hacer en un cuadrado que medía sólo diez centímetros más que él. “Ahí trabajás hasta el músculo del orto para no enredarte”, se decía. Pero lo que verdaderamente lo perturbaba es que alguien hubiera puesto la calle Castro a una cuadra de Castro Barros. Era como restarle pedigrí sin sentido. El conocía esa sensación. Para la Navidad de 12 años atrás, Papá Noel se olvidó su regalo. Cuando lo reclamó, parándose frente al abeto, su padre lo sermoneó: “Vos ya sos grande para esas pavadas, pelotudo”. Fue el día que decidió irse de casa.
Sonrió por el recuerdo y comenzó a preparar el bolso. Puso el cepillo de dientes en un lugar visible. Cuando tenía ocho años, fue con su amigo Marcelo Marchese a probarse a Ferro. Marchese tenía un aliento terrible. A veces, y sin mucho esfuerzo, aún podía sentirlo. Siempre culpó a ese aliento de no haber pasado la prueba. Pero nunca se lo dijo. Marcelo era demasiado engreído como para tomarlo en serio. Y sacaba el contraataque con velocidad y precisión. No tenía sentido exponerse a escuchar la verdad suprema. Cierta vez había leído una cita de Schopenhauer, que decía: “Un día descubrí que lo que tomé como verdades ciertas para construir el edificio, eran mentiras, y se vino toda la estructura abajo”. O algo así. La frase perfecta la tenía anotada en alguno de los cuadernos de la facultad que nunca había tirado. Porque el pasado no se tira, puesto que siempre vuelve. El aliento de Marchese se lo recordaba siempre.
Volvió sobre el bolso. Descubrió que le faltaba desodorante en aerosol y decidió ir a comprarlo. Se calzó una de esas remeras de estampado berreta que solía usar y el short de padez. Siempre se lo ponía para los trámites barriales porque su algodón frisado lo hacía sentirse más protegido. El de fútbol, esa mezcla de nylon y lycra, era como más obsceno. Como si alguien pudiera leer sus pensamientos viriles. Y eso sí que le daba vergüenza. Cerró sin dar vuelta la llave y caminó hasta el ascensor. Siete pisos aocho segundos por piso le daba la cuenta de 56. En menos de un minuto estaría en el hall. Mientras esperaba el ascensor se volteó hacia la escalera. Odiaba subirla, pero no le costaba bajarla porque sabía que así trabajaba los músculos inferiores sin mucho esfuerzo. Por escalera se tardaba un minuto diez, un minuto veinte a lo sumo. ¿Cuánto se tardaría en estilo crol? La falta de agua no era un impedimento y el desafío sonaba interesante. Algún día lo practicaría, se dijo, y tomó el ascensor.

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