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Lunes, 24 de octubre de 2005

A 25 AÑOS DE LA MUERTE DE VICTOR GALINDEZ

El boxeador más guapo se bebió la vida de un sorbo

Fue uno de los campeones mundiales más explosivos que tuvo la Argentina, el que despreció el riesgo y cambió golpe por golpe en la década del ’70. Su debilidad por los autos terminó resultando fatal.

 Por Daniel Guiñazú

No trepó a las alturas de grandeza a las que llegaron Pascualito y Monzón. No lo abrazó el cariño de las multitudes que amaron a Nicolino. Pero es imposible no citarlo cuando desde el recuerdo se convoca a los mejores campeones mundiales del boxeo argentino. Si lo más selecto del deporte nacional pudiera condensarse en un álbum de imágenes, no habría dudas: la de Víctor Emilio Galíndez contándole los diez del nocaut irreversible a Richie Kates, el 22 de mayo de 1976, sobre el ring del Rand Stadium de Johannesburgo figuraría en esa colección cálida, legado emotivo de una generación a la otra.
Ese Galíndez bravo e indomable, su sangre de guerrero derramada sobre la camisa del árbitro Stanley
Christodoulou, su coraje impar que exigió de Ricardo Arias por Radio Splendid uno de los relatos más fabulosos que se hayan escuchado en la radiofonía deportiva de la Argentina, deberán ser evocados pasado mañana, cuando se cumplan 25 años de su estúpida muerte, el domingo 26 de octubre de 1980. Ese día, Galíndez hizo su debut como acompañante de Antonio Lizeviche en la carrera de Turismo de Carretera que se disputaba en 25 de Mayo, en la provincia de Buenos Aires. Y el auto fuera de control de Marcial Feijoo los mató a los dos, cuando el Dodge de Lizeviche había quedado fuera de competencia y piloto y copiloto volvían a los boxes caminando al costado del camino, en sentido contrario al de los autos. Tenía 31 años, nada más, Galíndez (cumplía 32 el 2 de noviembre) cuando la muerte se le vino encima tan de repente.
Fue ese desprecio por el peligro, ese poner el cuerpo sin medir las consecuencias, lo que hizo a Galíndez diferente a los demás. Desde que Horacio García le enseñó en su gimnasio de Tigre los palotes del pugilismo, desde que Oscar Casanovas lo tomó a su cargo para pulirlo y hacerle entender que el boxeo era bastante más que ir hacia adelante dando y recibiendo, desde el día en que llegó al gimnasio del Luna con un Fiat 600 tapizado en piel de leopardo, Galíndez se sintió capaz de desafiar cualquier límite con su cuerpo cargado de futuro. En 1974, Tito Lectoure quiso suspender su pelea con Len Hutchins por el título mundial de los mediopesados cuando se enteró de que había tenido un duro accidente de tránsito en Morón y que había salido con cortes en el rostro y un tobillo a la miseria. Todo vendado, Galíndez fue hasta el despacho de Tito y no se marchó hasta conseguir la promesa de que el combate, sí o sí, iba a disputarse en la fecha prevista, el 7 de diciembre. Esa noche, maltrecho y lleno de dolores, subió al ring y no defraudó a nadie, ni a él mismo. Lo molió a palos a Hutchins, le ganó por abandono en el 13º asalto y pasó a la historia como el primer campeón del mundo consagrado en Corrientes y Bouchard.
Si su principal fortaleza era, precisamente, su fortaleza, su principal debilidad eran los autos, las mujeres y las gaseosas. Entre 1974 y 1980, se dio todos los gustos: cambió 21 veces de rodado. Y en esos años vivió tanto de día como de noche, siempre rodeado de las mejores compañías femeninas, imantadas por su fama, su dinero, su simpatía personal. El problema era su sed. Galíndez ardía por dentro, siempre quería tomar algo fresco. Una vez, en 1978, Víctor y Guillermo Vilas coincidieron en la apertura de un boliche bailable en Bariloche. Vilas, fanático del boxeo, quiso aproximarse al campeón del mundo para conversar un rato, pero era tanta la gente que lo rodeaba y se sacaba fotos con él, que optó por dejarle un mensaje seco, lacónico. Decía: “Largá la Coca-Cola que te está matando”.
Esa lucha desigual contra la balanza, la cada vez mayor imposibilidad de ceñir su cuerpo moreno dentro de los 79,378 kilos, límite de los mediopesados, fueron, acaso, lo que terminó extinguiendo las mejores energías del Galíndez campeón del mundo. El primero, el que arrasó a Pierre Fourie en su propio patio de Johannesburgo, el que le ganó bien a Jorge “Aconcagua” Ahumada en el Madison de Nueva York la noche del 30 de junio de 1975 cuando dos argentinos disputaron por primera vez un título mundial, el que acabó con Kates horas después de que Ringo Bonavena muriera asesinado a las puertas del Mustang Ranch de Reno, Nevada, poco y nada tuvo que ver con el último, el que derrotó a Kates en el desquite, dos veces a Alvaro Yaqui López y una a Eddie Gregory. Aquel Galíndez impetuoso, vital y desbordante le cedió paso a otro Galíndez, especulativo, que hacía lo mínimo indispensable para retener la corona, porque no le sobraba rollo en el carretel. Cuando en 1978, Mike Rossman le dio una paliza en Nueva Orleans y le quitó el título, Víctor ya estaba harto del boxeo, de las privaciones y de tener que pesarse desnudo. Casi todos los entrenadores se habían hartado de él.
En 1979, un ardid de Lectoure lo salvó, en Las Vegas, de otro papelón. Tito adujo un desacuerdo con los jurados que el estado de Nevada había designado, y lo retiró del ring un minuto antes de comenzar la pelea, con la televisión de los Estados Unidos emitiendo en vivo a todo el mundo. La verdad se conoció mucho después: Galíndez estaba exhausto por el esfuerzo de dar la categoría, e iba en camino de una derrota peor aun que la primera. La preparación no se interrumpió. Y dos meses más tarde, puesto ahora sí como un violín, la familia Galíndez hizo doblete: Víctor ganó por abandono en el 9º round y se convirtió en el primer campeón mediopesado que recuperó la corona. Sus hermanos, con el inseparable Roberto a la cabeza, les pegaron a los Rossman arriba y abajo del ring del Superdomo de Nueva Orleans.
Ese segundo reinado duró lo mismo que la nada. El 30 de noviembre, en la primera defensa, con José “Cacho” Steinberg y Carlos Monzón como managers en lugar de Tito Lectoure, y con don Amílcar Brusa en el rincón tratando de poner orden en medio del desorden, Marvin Johnson lo noqueó en 10 rounds y le rompió la mandíbula. Siete meses más tarde, el 14 de junio, hizo su última pelea: con poco más de 86 kilos, perdió con Jesse Burnett en Anaheim. Dos meses después, la muerte se le cruzó en el camino.
Al igual que su amado Ringo Bonavena, Víctor Galíndez se bebió la vida de un sorbo. A los 31 años, había ido y había vuelto; no había tenido nada y lo había conseguido todo. No tiene sentido, a un cuarto de siglo de su muerte idiota y prematura, preguntarse hasta dónde hubiera podido llegar si se hubiera cuidado, si hubiera sido más profesional y responsable, si no se hubiera dejado tentar por la noche porteña. Le tocó ser campeón en la misma época que Monzón y eso, quizá, pudo haberle restado brillo a sus merecimientos. Pero Galíndez fue Galíndez a su manera y es así como entró en la historia y como debe rememorárselo. De última hizo un milagro: su llegada triunfal a la Argentina en 1976, después de la célebre victoria ante Kates, montado en una autobomba, con miles de personas dándole la bienvenida a lo largo de la avenida Corrientes y con el Luna repleto a las cuatro de la tarde de un día de semana, fue la primera manifestación popular que debió tolerar la dictadura militar en pleno centro de Buenos Aires, dos meses después del tenebroso golpe del 24 de marzo. Para eso, en esos tiempos, había que ser muy guapo. Y Galíndez lo era, más que todos juntos.

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Victor Emilio Galindez.
 
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