Una noche en el ring-side
› Por Pablo Vignone
Resultó que en la butaca de al lado se sentó una dama que parecía ser la madre de Marcelo Domínguez. Apenas sonó la campana, pasaditas las once y veinte, comenzaron los quejidos:
–Ay, para qué habré venido...
Cuando la Mole conectó el primer golpe, el lamento se transformó en súplica:
–¡Ay, hijo! ¡Yo sabía que no tenía que venir!
“Qué noche vamo’a tener” pensé, pero Domínguez tardó pocos segundos en darme esperanzas. lanzó la réplica y la señora saltó de su asiento como si un misil le hiciera cosquillas en las caderas.
–¡Dale, Marce! ¡Dale!
Así es la vida del boxeador y, fundamentalmente, de la de su familia: de la agonía al éxtasis en un cross y una quebrada de cintura.
Ring-side, fila 20, debajo de la especial. Las luces del cuadrilátero restallan en la penumbra y las gotitas de agua y sudor que estallan en la cara de los boxeadores cada vez que impacta el golpe se destacan transparentes contra la oscuridad palpitante. La pelea es atractivamente tensa, y esa electricidad se transmite.
–Cuidado, Mole, que Domínguez araña –grita uno de los tantos fanas del cordobés, que en el arranque se hacen oír en la cargada atmósfera del Luna.
–¡Pegale, que es una bolsa de papas! –reacciona uno de los hinchas de Domínguez, que son mayoría.
–¡Salí, Marcelo, salí de ahí! –grita histérica la que parece ser la madre cuando el porteño se estaciona en un rincón y se presta a blanco del gigante bailantero.
–¡No entiendo porqué Marcelo hace esa boludez! –se contagia a mi espalda el hijo de la dama, presuntamente hermano del boxeador.
La noche eléctrica había arrancado mucho antes, con una de las preliminares. El tucumano Jerez había caminado durito hacia el ring, haciéndonos creer que los fantasmas del Luna le hacían sentir el miedo escénico. Atrás, suyo, canchero, entró pegando golpes el rosarino Alaniz, al que sus compinches lo llaman Aladino. Si el boxeo es pura pinta, el rosarino se lo comía crudo al tucumano.
Pero fue al revés: Jerez empezó a cascarlo, round a round. Y tanta ventaja sacaba con sus manos en los cruces, que desde la popu empezaron a oírse esas fabulosas muestras de ingenio que uno espera en el ring-side tanto como la pelea misma.
–Aladino, frotá la lámpara...
Las cabezas se rozaron y Aladino se quejó de un golpe. Subió el médico a revisarlo (y acá los auténticos cronistas de boxeo aludirían a la más cautivante anatomía de la disciplina: el “arco superciliar”) mientras sonaba la rechifla:
–¡Dejalo seguir!
La gente, fabulosamente entendida en la materia, sabía que Jerez estaba ganando por afano. Algunos apuntaron que el sponsor del pantaloncito violáceo del Aladino era el mismo cuyo cartel colgaba en la entrada de Bouchard. ¿Resultado? Aladino ganador por descalificación.
Los chiflidos sólo fueron emparentados por los que se escucharon promediando el semifondo, cuando Rocky Giménez –el mismo que había tachado a Jorge “La Hiena” Barrios de “cagón” en la reapertura del Luna– y el pampeano Arrieta cambiaban masitas en el centro del ring.
Hasta que, cuando se hizo el silencio, un pícaro gritó:
–¡Sube la Hiena y los caga a trompadas a los dos!
A esa altura, el templo estaba al borde de feligreses, la mayoría contrariados cuando los jueces dieron ganador a Giménez. “¡Arrieta, Arrieta!” había ensayado la popu después de la última campana, pero lasuerte estaba echada. Tanto Alaniz como Giménez llevan dos peleadas, dos ganadas en el Luna pos -Lectoure.
¿Querés matar el tiempo entre un combate y otro? Jorge Morales –el que hace 30 años hacía papelitos en las telenovelas del 9 y el sábado a la noche volvió al canal– invitaba a repasar la historia del Luna en las pantallas altas, una en cada popular, mientras te comían los pies los vendedores de pochoclo, de panchos, y de champán... Murmullos con Gatica, Prada y Thompson; ovación con el Dios Nicolino; aplausos mayúsculos con Monzón fajándolo a Emile Griffith.
De pronto, el plateísta sale lanzado hacia el ring:
–¡A ver si te creés que pagué sesenta pesos para no ver un carajo...!
Los dos camarógrafos que la transmisión en directo había apostado sobre el ring, contra las cuerdas, obstaculizaban la vista de unos cuantos. Y esa atmósfera electrizante movilizaba tantos espíritus belicosos. Pero la cosa no se arreglaba. Y las puteadas alcanzaban un crescendo de uno-dos que amenazaba con el nocaut digital.
–¡Cámara, ¿por qué no te vas a hacer exteriores?! –sugirió el más amable.
Cuando terminó el segundo round de la pelea de fondo, mientras Domínguez no le encontraba la vuelta y su presunta madre sufría, se armó una trifulca al borde del ring con un productor enardecido defendiendo al cámara contra una creciente multitud de ofendidísimos habitués del ringside que no estaban dispuestos a permitir el recorte de su visión, que inclusive eclipsó el arranque de la tercera vuelta: sonó la campana y las dos bestias salieron a pelear, pero la masa estaba atenta a la peleíta de barricada.
Domínguez empezó a emparejar la liza y sus seguidores se fueron animando, especialmente al descubrir, lo mismo que su ídolo, que la Mole no demolía ni mucho menos.
–¡Qué paquete! –gritó un señor mayor, apoyado contra una columna en la fila 17– ¡Cómo camina, parece que tiene el culo paspado!
Arriba del ring, el porteño supo a la popular con él y ofreció la carita, remedo de Nicolino, con tan mala suerte que Moli se la estampó con todos sus dedos.
–¡Gil, está cobrando y encima se hace el guapo! –reaccionó un defensor de la armada cordobesa.
–¿Para qué hace eso? –se preguntó angustiado, vociferando en mi oreja, el pariente cercano (¿el hermano? ¿el primo? ¿un amigo del tío del vecino?).
Domínguez agacha la cabeza y Moli pega con el revés del guante. La pelea empieza a darse vuelta.
–¡Pero miralo! –reacciona indignado el señor mayor– ¡Aprendió a boxear en una escuela para ciegos!
Livera puede quedarse tranquilo: mientras haya peleas como ésta, habrá público de sobra y Luna Park para rato. Y, lo mejor, es que mientras haya Luna de sábado, habrá cada vez más boxeadores soñando con protagonizar una noche fosforescente como ésta. Domínguez lo tiene al borde del nocaut en el undécimo y su familia revienta en chillidos. Pero no pasa nada, llega la campana final y antes de que pueda preguntarles su filiación, salen disparados hacia el borde del ring, madre y hermano presuntos, novias, pañuelos...
–¡Ponete la del Globo!– le grita a Domínguez un quemero desde la especial, mientras el de Parque Patricios luce el cinturón de campeón argentino de los pesados.
Mi acompañante, que alguna vez pisó el auténtico Coliseo, murmura en mi oído:
–Es un circo romano.
“Por fortuna”, pienso. “Por fortuna”.