Lunes, 27 de marzo de 2006 | Hoy
FúTBOL › OPINION
Por Pablo Vignone
La verdad es que la expectativa se disfrutaba: el aroma a partido excitante parecía olerse desde los aprontes, el pálido recuerdo del superclásico anterior (que sólo podía dejar lugar a un partido mejor), el pedigrí de los técnicos o la recalentada actualidad de ambos equipos en la tabla de posiciones. Con la candidez propia de los que todavía disfrutan del fútbol, había más de una razón para ilusionarse con el trámite del Boca-River.
Hubo lugar, también, para enarcar las cejas cuando se supo que, en los vestuarios, uno no daba la planilla oficial hasta no ver la del otro. Podía ser que Basile no quisiera confirmar los once titulares hasta no tener determinado fehacientemente si Gallardo era titular en River, o que Passarella no quisiera tomar la última decisión hasta enterarse de que los once de Boca eran los que venían siendo. Una minucia, teniendo en cuenta lo que se invitaba a jugar, pero quizás un mal signo para los supersticiosos pesimistas. ¿Hasta tanto podía llegar el nivel de cálculo? ¿Sería entonces un partido de hoja cuadriculada, milimétrico, pero aburrido?
La cancha mostró después que esas maniobras previas al desembarco no fueron más que una chicana, humo de distracción, cartón pintado. No hubo ataque contra ataque, ni audacia temeraria, ciertamente, pero al cuarto de hora los dos equipos habían regalado más juego que en el choque del torneo anterior.
Basile y Passarella discrepan ahora sobre las causas y los efectos del partido, y los futbolistas confeccionarán sus propios análisis de lo que sucedió a lo largo de los 90 minutos. Claro que el inesperado desenlace no debiera invitar a rever planteos, y mucho menos a hacer creer que estuvo relacionado con las intenciones de jugar en lugar de especular.
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