Lunes, 10 de julio de 2006 | Hoy
FúTBOL
Por Juan Sasturain
Desde la casa
Es lógico y está bien que así sea. En una Copa del Mundo miserable, ganó –de manera miserable– el más miserable de todos, el Master in Misery, el que mejor y con más convicción y mejores intérpretes predica y practica esa ideología futbolera de la especulación, el amarretismo y la tacañería. Y estuvo bien porque Italia, con el cano Lippi y sus laburadores muchachos, dentro de la ley y del reglamento, sin malas artes –¿qué le habrá dicho el flaco Materazzi, verdadero héroe de la última jornada, al maestro Zidane para sacarlo así?–, sin ayuda externa ni cosas raras, sólo con los consabidos argumentos de siempre en esta clase de táctica, consiguieron mantener el empate y, en los penales, sacaron el hocico. Y celebraron. Como les tocó llorar en otra, cabe recordarlo: los tanos habían perdido la final en el ’94 con Brasil, en los USA, en una definición similar. Si en aquella oportunidad –como en ésta Trezeguet– no hubiera errado nada menos que el mágico Robertino Baggio, ahora estaríamos hablando del quinto campeonato del Mundo de Italia, igualando a Brasil... Y eso cambiaría las estadísticas; pero no nuestro juicio, claro.
Espero que después de haber visto esta final no me digan algunos que no entienden por qué el fútbol (nos) mueve lo que mueve. O que tengamos que explicar por qué nos gusta este juego. En un partido con muchos buenos jugadores en la cancha pero –debido a las tácticas conservadoras– bastante feo durante rato largo, con pocas llegadas, y en el que al final ganó el que hizo menos por ganar, hubo de todo... Futbolística y humanamente hablando. De todo lo que interesa y juega para que, incluso los que no teníamos comprometidos favores o pertenencias, nos mantuviéramos casi extáticos durante dos horas. Una historia bien armada y bien contada. Porque un partido de fútbol, como una buena canción, como un buen solo de jazz, cuenta una historia diferente cada vez, con un tono épico o melancólico, sentimientos, héroes, villanos, personajes laterales, a veces con suspenso, con final feliz o de los otros.
El trámite fue favorable al desarrollo de un buen espectáculo, ya que el temprano gol francés, ese penal extraordinario de Zizou –“¿Cómo: no los tira todos igual? ¿Buffon no lo tenía en su lista?” diría la gilada– obligó a los tanos a ir a buscar, como pueden y no quieren ni suelen. Y llegó el empate y tuvimos un primer tiempo bárbaro.
Después, cuando parecía que el Sub 35 se caería, un resucitado Henry, el último fósforo de Zidane, el mejor Malouda del Mundial y el resto hicieron un notable arranque en el segundo, se tiraron a fondo mientras los de Lippi sudaban pizza. Hubo dos o tres que pudieron/debieron ser y no fueron: la de Ribery antes de irse, el cabezazo de Zizou tras abrir él mismo a la derecha –su último aporte al fútbol universal– y alguna más. Después, la justa expulsión del mejor jugador del Mundial y –esto ya era Esquilo en acción– la ominosa sombra trágica que comenzó a cernirse sobre la multitud y el bello estadio de Berlín: si llegaban a los penales, Italia sería campeón.
Y así fue. Gloria entonces al elástico Cannavaro, al intimidante Buffon, al lungo Materazzi, al tapado Grosso, al diestro Pirlo, al incansable Gattuso, al resto de los jugadores/espectadores del miserable Marcello Lippi. Y gloria para él también, qué duda cabe: lo consiguió de buena ley. Claro que nuestro corazón se va para el vestuario, baja, se junta con los que se fueron de apuro, con los que se quedaron afuera incluso antes de quedar afuera: se acerca al exhausto Thierry y le pone el brazo en el hombro; se arrima al machucado Vieira y le pregunta por el muslo pinchado; se inclina sobre la soledad dolorida del mejor y no puede decirle nada. Sólo gracias, Zizou. Gracias por todo.
Ya está, ya pasó.
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