libros

Domingo, 25 de abril de 2004

Santos o demonios

Tolstoi o Dostoievski
George Steiner

Trad. Agustí Barra,
Ciruela
Barcelona, 2003
372 págs.

Por Guillermo Saccomanno

La armazón de la poiesis ha sido siempre teológica. En Esquilo, Dante, Rembrandt, Bach hay un compromiso con lo trascendente. Mientras que el ateísmo auténtico ha sido inusual, no así la burla ante la hipótesis de Dios. “El muy cabrón no existe”, dice Beckett. Pero cabe preguntarse cuál sería la contrapartida atea para un fresco de Miguel Angel o para El Rey Lear. Esta inquietud metafísica preocupó a George Steiner (1929) en Gramáticas de la creación, su último libro, pero estaba ya incipiente en Tolstoi o Dostoievski (1959), tal vez el más apasionado, riguroso y completo estudio de los dos escritores rusos, felizmente reeditado ahora.
Steiner cree que “la crítica literaria debería surgir de una deuda de amor”. La función del crítico no es distinguir entre lo malo y lo bueno sino entre lo bueno y lo mejor. Steiner conviene con Henry James en que la épica es “imaginación del desastre”. Los narradores maestros son quienes tuvieron y tienen conciencia del peligro, del temblor del edificio social y, con frecuencia, suelen parecer visionarios del Apocalipsis. Steiner rescata una idea de D.H. Lawrence: “Para ser artista uno ha de ser terriblemente religioso”. Y la transforma en filtro para su lectura.
El término “humanista”, como es sabido, ha sido desacreditado por encubrir posiciones reaccionarias. Pero no es el caso de Steiner, hijo de judíos vieneses, exiliado francés, uno de los más reconocidos investigadores de literaturas europeas, cultor de varias lenguas, que se ha detenido tanto a pensar sobre la extraterritorialidad y la música como en el porvenir del arte en su relación con la ciencia, sin prestarse al esquematismo. Steiner no es un “predicador de matineé”. Si lo religioso es crucial en su ensayo sobre los rusos, es porque divisa además de narrativas míticas las ideologías que desembocarán en los totalitarismos. Tolstoi y Dostoievski se desgarraban imaginando reformas sociales. La diferencia nodal entre ambos reside en su visión de Dios y la fe. Abismado por la sensualidad, Tolstoi persigue a Dios como sólo un pagano puede hacerlo. Lector de Sócrates, Confucio y Montaigne, en su lirismo campesino Tolstoi está más cerca del taoísmo que de la veneración culposa de los iconos. Para el conde que terminará simpatizante de la Revolución Rusa, el paraíso es la tierra. Por el contrario, Dostoievski acentúa la figura de Cristo: la tierra es el infierno. El prójimo puede ser amado sólo a distancia.
Estas dos visiones antagónicas pueden explicar por qué el dogmatismo soviético canonizaría a Tolstoi y expulsaría del paraíso proletario a Dostoievski. Steiner anota: “Los metafísicos existencialistas y algunos de los poetas que sobrevivieron a los campos de exterminio atestiguaron que Dostoievski les hizo pensar de modo inteligible y soportar. Dado que la fe es la acción suprema del alma, ¿podría decirse que uno cree en Flaubert?”.
Esta última pregunta no es cizaña. La literatura rusa, superando las traducciones, presentaba en el siglo XIX una conciencia extrema de las tensiones sociales. Aunque Flaubert se indignara en su correspondencia con Turgueniev argumentando que Ana Karenina era una copia de Madame Bovary, “el realismo europeo, en obras para adultos, no produjo ni Guerra y Paz ni La roja insignia del valor de Sthepen Crane”. A propósito de la literatura norteamericana, Steiner traza conexiones entre ésta y la literatura rusa, ambas construyéndose a sí mismas en vastas geografías inabarcables, suconflictiva relación con lo europeo y la búsqueda persistente de una problemática identidad nacional. La relación ambigua que James mantuvo con lo europeo no fue distinta de la que tuvo Turgueniev. En este punto, los rusos son conscientes de su superioridad y la prueba está en la libertad que se toman para levantar lo que Steiner denomina sus “catedrales”.
Rivalizando con Shakespeare, nada menos, Tolstoi es el elemento homérico viril desencadenado. Sus tramas son múltiples y la masa de personajes que presenta (más de quinientos en Guerra y Paz), están siempre sometidos al destino que les impone su creador. Si en ocasiones hay derivas argumentales, se deben no a una impericia sino a la voluntad de Tolstoi, un santo vitalista, de subordinar sus destinos a una idea cósmica. En Tolstoi el cielo está cerca, al alcance. Pero su fe no sólo es demasiado física sino también cuestionadora del clero. Para Dostoievski, en cambio, no hay redención sino a través de la caída. Lo que en Tolstoi son fuerzas de la naturaleza desplegadas en panorámica, en Dostoievski es el opresivo gótico urbano. “Todos salimos de ‘El Capote’ de Gogol”, afirmaría Dostoievski concentrando sus obsesiones en su nouvelle clave, Memorias del subsuelo. Las novelas de Dostoievski, inimitable en su demonología, acusado de una histérica sinceridad femenina, tienen características teatrales. Sus personajes son “animales raros” acorralados: averiguar si el infierno es uno o son los otros es su dilema, que se proyectará en el existencialismo.
Steiner bucea entre las afinidades y discrepancias de los dos titanes narrativos. Y queda claro que si la crítica literaria surge, en su concepción, de una deuda de amor, este sentimiento es un acto de fe (“La literatura es mi religión”, apuntaría Kafka). Lector poseído, Steiner es también un monje laico interpretando las sagradas escrituras de sus maestros. Comportamiento riesgoso que resume en una cita de T.S. Eliot en sus “Notas para la definición de la cultura”: “Juzgar una obra de arte según normas artísticas o religiosas, juzgar una religión según normas religiosas o artísticas, llevaría al fin a una misma cosa: aunque es un fin al que ningún individuo puede llegar”. No obstante la advertencia de Eliot, Steiner se propuso, como en toda su producción posterior, alcanzar ese fin.

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