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Domingo, 9 de mayo de 2004

Los muertos vivos

En La masacre de Plaza de Mayo (editorial De La Campana), Gonzalo Chaves se propone sustraer del anonimato “esos cuerpos transformados en un frío número y reconocerlos como ciudadanos con nombre y apellido, con una ocupación, una familia, una identidad política, social y religiosa”. Otra manera de decir “Nunca más”.

Por Guillermo Saccomanno

La bibliografía liberal sobre el 55 ha producido ensayos de más de cuatrocientas páginas, profusamente ilustrados con fotos, que refieren la impune matanza de 1955 justificándola como si se tratara del desembarco en Normandía por parte de los aliados. Tal el caso de La revolución del ‘55 del historiador oficial de las fuerzas armadas Isidoro Ruiz Moreno. La misma actitud necia y soberbia la comparte el almirante Rojas en sus memorias dictadas. Rojas gusta presentarse como un hombre culto. En una foto de vejez cambia una sonrisa con Borges. El almirante y el escritor son dos muertos vivos en esa foto que impone pensar en la complicidad civil del grupo Sur y en aquel discurso de Borges en Montevideo en 1956 donde alentaba a celebrar a la fusiladora como una “revolución amiga”. Esa foto en sus memorias tiene un sentido para el almirante. Y no es otro que el que pudo tener ese encuentro para Borges. Volviendo a Rojas, en sus memorias se jacta de su refinamiento: sensible al ballet, la música de Tchaikosky y el paladeo del buen scotch. Como todos aquellos militares y civiles que participaron del derrocamiento del peronismo, sus referencias a las operaciones persiguen una gloria que no consigue ocultar la verdad de la masacre. Es llamativo que en todo homenaje que los gorilas, auténticos ejemplares prehistóricos de la tilingueríua y el cajetillismo nacional, realizan a la que ellos consideran la gesta del 55 siempre eluden, como un dato menor, la mención de los caídos bajo sus bombas en la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955. No hace tanto, apenas unas semanas atrás, se homenajeaba al genocida Rojas y, otra vez, los ditirambos de turno volvían a resaltar su heroísmo escamoteando más de 300 cadáveres y más de 3000 heridos. Vueltas de la historia: este Rojas es el mismo que fuera edecán de Evita, “negrito” de confianza de Perón, más tarde su traidor y finalmente, luego de un largo tiempo como colaborador ideológico de La Prensa y La Nueva Provincia, poco antes de su fallecimiento, se unió en un abrazo con Menem.
Para aclarar el encubrimiento del bombardeo, Gonzalo Chaves (1939) ha completado en La masacre de Plaza de Mayo la investigación más completa hasta la fecha sobre las víctimas que ocultó la autodenominada Revolución Libertadora. Chaves es oriundo de La Plata, fue militante pionero de la Juventud Peronista, trabajador telefónico y miembro de Montoneros. En la última dictadura militar sufrió el exilio y pasó por Madrid, México DF y La Habana. En ese tiempo, mientras denunciaba en Ginebra los ataques al movimiento obrero, un grupo de tareas de la ESMA intentó asesinarlo. Si estos datos biográficos cumplen una función, es la de marcar la coherencia entre militancia y obra. En los últimos años Chaves publicó Memoria montonera y Cultura frentista. Estos antecedentes legitiman su ensayo sobre el 16 de junio desde una óptica cuestionadora y justiciera. Chaves arranca su investigación con una pregunta de Laura Bonaparte, Madre de Plaza de Mayo: “¿Quién se acuerda aunque sea de un solo nombre de los más de doscientos hombres y mujeres que murieron en los bombardeos del 16 de junio?” Chaves asume el interrogante como objeto de investigación y se apoya metodológicamente en una idea que Rodolfo Walsh “siempre repetía en rueda de compañeros, que todo lo que uno quiere conocer, hasta lo más secreto, está en alguna fuente pública”.
De este modo Chaves inicia su investigación recurriendo tanto a fuentes periodísticas como a conversaciones con partícipes y testigos de la masacre. Es particularmente significativa la entrevista al septuagenario ex oficial de ejército Carlos Elizagaray, comprometido en la defensa de la Casa de Gobierno durante el ataque. En su testimonio se encuentran argumentos que explican, desde lo político y lo estratégico hasta lo económico, los motivos que determinaron la caída del peronismo.
En la lectura de Chaves resulta más que sugestivo fijarse cómo los apellidos de los militares golpistas se prolongan en una historia siniestra en lo que va desde 1955 hasta la última dictadura. Es decir, semanifiesta una continuidad notable en la tradición (ligada a la familia y la propiedad) que inaugura la aviación naval en su “bautismo de fuego” (liquidando civiles) y que se proyectará años más tarde en la Escuela de Mecánica de la Armada. Entre otros apellidos ligados al terror, sin sorpresa se constatará que el teniente Massera, que más tarde sería el gangster de la ESMA, integraba ya en 1955 las filas del golpismo.
Cabe consignar que quien desee buscar el linaje de la represión y sus apellidos no tiene más que acercarse a alguno de los textos citados en esta reseña. A la lista, el lector interesado puede sumar los dos volúmenes biográficos de Marta Leonardi sobre su padre, el breve presidente del 55, quien afirmó en esos días que no había “ni vencedores ni vencidos” (sic). Demostrando lo contrario, ahí están las fotos que Chaves incorpora a su ensayo. Vale la pena comparar estas imágenes con las que ejemplifica su heroísmo la bibliografía gorila. Oficiales pulcros, aviones surcando el cielo, reuniones conspirativas, toda una iconografía que estetiza una adusta “seriedad de próceres” cuando no de “muchachada de a bordo”. Los golpistas posan, desde el vamos, para los manuales de historia que habrán de pergeñar una vez proscripta la barbarie peronista.
Las imágenes que ofrece Chaves son en cambio desgarradoras: aviones en picada sobre la Plaza de Mayo, explosiones, ruinas, vehículos en llamas, cuerpos ametrallados, un chico herido, una mujer, cadáveres carbonizados. Esa mañana del 16 de junio de 1955 las Fuerzas Armadas tenían programado, como cubierta, un desfile aéreo sobre la Plaza. Imagínense la cantidad de público a una hora pico en pleno centro porteño. Lo que ocurrió luego fue, en la perspectiva de Chaves, nuestro Guernica. El paralelo es acertado. Un fotógrafo de Noticias Gráficas contaría su experiencia: “Llego ahí y veo dos tipos tirados delante y la cabeza colgando. Subí al trolebús que era un encharque de sangre, los zapatos se me habían llenado de sangre”. Los testimonios del horror son contundentes y, como señala Miguel Bonasso en el prólogo, “cuando hablamos de violencia no nos estamos refiriendo a un concepto genérico de la violencia. Estamos hablando concretamente del ciclo de violencia institucional ejercida contra el pueblo que se inicia con los bombardeos y se continúa con el golpe del ‘76 y el terrorismo de Estado”. No menos lúcido y terminante es el propósito de Chaves: “Rescatar la identidad de las víctimas es como el primer paso en el camino hacia la justicia. Esos cuerpos transformados en un frío número es necesario sustraerlos del anonimato y reconocerlos como ciudadanos con nombre y apellido, con una ocupación, una familia, una identidad política, social y religiosa. Se trata de evitar que esas personas, eliminadas materialmente, también sean borradas simbólicamente, como ocurriría veinte años más tarde con la figura del desaparecido”.

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