RESEñA
El discreto encanto de los alemanes
El mito de Hitler: Imagen y realidad en el Tercer Reich
Ian Kershaw
Trad. Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar
Paidós
Buenos Aires, 2004
374 págs.
Por Sergio Di Nucci
Al igual que en Argentina, en Alemania la dictadura fue en el fondo una autobiografía de la nación. O una confesión. O una brutal autocrítica. Ian Kershaw, profesor universitario en Inglaterra, redactó lo que se considera, al menos hasta mayo de 2004, la biografía definitiva del ex canciller alemán Adolf Hitler. Pero antes de esa obra historiográfica en dos tomos injuriosos, ya había publicado otra de carácter fantasioso, o fantasmagórico, o mitológico: El mito de Hitler, publicada en 1987 y reeditada ahora con un nuevo prólogo de 2001.
Del mito a la historia y de la historia al mito es el recorrido que ha desplegado Kershaw, quien parece confirmar las peores hipótesis de teóricos de la derecha como Mircea Eliade acerca de que el objeto de la historiografía es un mero avatar, pues ella está precedida (y confirmada o refutada) por una realidad original y cerrada sobre sí misma: el mito. Hablar de una “imaginería hitleriana” implica, desde el vamos, una fe muy crédula en la capacidad de las imágenes y las ideas para determinar con precisión las praxis más concretas. Desde este punto de vista, la imago de Hitler contribuiría a forzar decisiones personales, como el voto en las elecciones generales o los posicionamientos íntimos en una guerra a muerte contra enemigos en definitiva muy poco invencibles.
El mito de Hitler propone entonces un análisis de la imagen popular que los alemanes retuvieron de Hitler, la cual –refrenda una y otra vez su autor– no coincidía en nada con las convicciones y aspiraciones reales del propio Hitler. Aquélla era sin embargo tan eficaz y seductora que “una muestra de población juvenil del norte de Alemania encuestada a finales de los años ‘50 todavía revelaba la presencia de significativos restos del mito de Hitler: había hecho mucho bien al acabar con el desempleo, castigar a los delincuentes sexuales, construir autopistas, generalizar el uso de aparatos de radios baratos, establecer el Servicio de Trabajo, y rehabilitar a Alemania en la estima del mundo”. Siete casos presenta Kershaw en las conclusiones, siete casos en que “el contraste entre la imagen y la realidad es absoluto, y el contenido mítico, inconfundible”. Sería tedioso consignarlos aquí, como lo es leerlos en el libro, pues son los que el lector ya sabe o presume: los publicitados rencores del Führer por apetitos personales, su “iluminación” para la economía o la justicia “social”, etc.
Hace unas tres décadas Kershaw dejó de ser un medievalista para convertirse en historiador full time del nazismo, con un especial entusiasmo por compendiar las influencias del ex canciller sobre el pueblo alemán. Muchos alemanes (quizá comprensiblemente) han querido dividir las aguas entre la historia de Hitler y la historia del pueblo alemán durante el Tercer Reich (lo que llevó a un historiador a asegurar que no existió el nacionalsocialismo sino solo Hitler). Por el contrario, el inglés Kershaw asegura, en una parábola de la cual dan cuenta otros autores en los años ‘90, que la gran mayoría de los alemanes apoyó a Hitler –y más, mucho más– hasta el fin. Kershaw se remonta incluso a la vieja pero debatida tesis –cuya eficacia fue excelentemente desarrollada por el húngaro Georg Lukács en su libro El asalto a la razón: De Schelling a Hitler– de que la causa del nazismo se debió a una irrefrenable tendencia alemana hacia el irracionalismo, que acompaña al retraso nacional respectodel ingreso en la Modernidad. Pero a veces Kershaw pone tanto énfasis sobre el carácter dirigido de la construcción del mito (desde los medios de comunicación, desde los aparatos partidarios) que las responsabilidades irrenunciables de los alemanes parecieran diluirse.
Hay que agregar, por último, que en El mito de Hitler no se encontrarán referencias, ni siquiera muy laterales, a temas y problemas de hoy que la experiencia nazi-fascista podría iluminar. Por ejemplo, en qué medida las incendiarias prédicas pacifistas de todos estos últimos años se asemejan a las de la década de 1930. Una “paz para nuestro tiempo” fue el slogan timorato y acomodaticio –en opinión del camarada Stalin– que pronunció el premier británico Neville Chamberlain al regresar de entrevistarse en Munich con Hitler en 1938. Al año siguiente estallaba la Segunda Guerra Mundial.