Domingo, 20 de junio de 2004 | Hoy
1904 fue año bisiesto: un día que en realidad no existe, existió.
Ese día improbable y caprichoso, esa aberración temporal, no ocurrió
a finales de febrero sino a mediados de junio. El jueves 16 de ese mes, un hombre
que nunca existió no le sirvió el desayuno en la cama a una mujer
que nunca existió, no paseó todo el día por una ciudad
inexistente y no volvió a su quimérico hogar. Existe, no obstante,
una improbable y caprichosa crónica de esos hechos aberrantes. Se trata
de un libro que lleva la firma de James Joyce, pero podría tratarse de
un calendario compuesto por Gregorio XIII: ambos despropósitos se basan
en la misma petición de principios. La diferencia fundamental entre uno
y otro es que para el Papa ese día 366 constituye un resto, un desperdicio,
mientras que para JJ I lo que sobra son los otros 365. “¿Recordará
alguien este día?”, se preguntó Joyce en su diario. Otros
habrán querido imponernos una historia memorable, un personaje memorable,
una frase memorable: Joyce soñó con incrustarnos una fecha, un
pedazo de tiempo. Crear un día como se crea un espacio, como quien le
gana unos metros de tierra al mar. Fundar tiempo y, en ese fundo, eternizarse.
Alguien, antes, bajo el seudónimo de Dios, ya lo había intentado
con relativo éxito, de modo que no debería sorprender (a Joyce
al menos no lo hubiera sorprendido demasiado) que desde hace 50 años
la respuesta oficial a su pregunta sea, de una vez y para siempre: Yes, yes,
yes.
Bloomsday se llama el día en que los devotos se reúnen a leer
de sus blasfemas biblias mientras recorren las estaciones de su miserable Santo,
conmemorando así la Creación de su curiosa divinidad. Aunque la
celebración de esta verdadera efeméride trucha se instituyó
hace medio siglo, este año el evento cumple uno entero. El 2004 vuelve
a ser año bisiesto: el miércoles 16 de junio sobra, o es lo único
que importa. Ese día, hoy, Dublín no es una ciudad sino un sueño,
la fiesta onírica de otro. Estar invitado es una cuestión de fe.
La isla del día de antes
Imponente, la rolliza silueta de la torre Martello se yergue junto al “mar
verde moco”. A principios del siglo XVIII, ella y varias otras de su tipo
esperaron aguerridas la llegada de Napoleón, invasión que nunca
tuvo lugar. A principios del XX, la inesperada visita de un joven poeta (Joyce
por unos días, Stephen Dedalus para siempre) la condenarían definitivamente
a la historia de los hechos que jamás ocurrieron: aquí comienza
el Bloomsday. Buck Mulligan, la simpática garrapata del andrajoso enfant
terrible Dedalus, propone hacer de ella un “omphalos” desde donde
helenizar Irlanda. Rebautizada “Torre James Joyce”, hoy es el epicentro
de la joyceación de la isla. Ya no teme al más intelectual de
los guerreros: recibe gozosa a las hordas barbáricas de turistas intelectuales.
Son las ocho de la mañana, el sol brilla como en 1904. Introibo ad altare
Joyce, se piensa indefectiblemente al entrar. La planta baja atesora, entre
libros y fotos, la guitarra del poeta; en el primer piso se reproduce la parca
habitación en donde Dedalus toma su desayuno. Más arriba, en la
ventosa cúpula, un nutrido grupo de feligreses escuchan la lectura del
Libro Sagrado. “Pero eso es Calipso (capítulo 3)”, se queja
uno en voz baja. “No importa”, lo calma otro, “leen hasta
el final y después empiezan desde Telémaco de nuevo”.
Al pie de la torre, algunos aventureros emulan a Mulligan y se meten en el agua
helada. Hay chicas que venden “Joyce Juice”, una carroza tirada
por caballos y un grupo de personas disfrazadas de época. Contra la pared
exterior de la torre, algún chistoso pintó: “Bloom is a
cod”. Aunque intuimos que “cod” no debe ser un piropo, queremos
saber qué significa exactamente. “Oh, me da vergüenza”,
se disculpa una señora. “Seguramente usted tiene eso colgando entre
las piernas”, explica con flema inglesa su esposo. “La pintada significa
que le estamos dando demasiada importancia a algo que no lo tiene”, intercede
un tercero. Un look-alike de Joyce, que sabe de dónde venimos, arriesga
una comparación temeraria: “Vea, cuando yo estuve en la Argentina
hace muchos años también había graffitis en las paredes.
Decían: ‘Las Malvinas son argentinas’”. Mientras analizamos
el símil, la señora hunde su zapato en bosta de caballos. “¡Oh!”,
exclama, “pensé que la bosta también era de época”.
Conozca el interior
Dice el Ulises que a Bloom “le gustaban los riñones de carnero
a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro de sabor a orina ligeramente
perfumada”. “Hubiera preferido que le gustaran las croissant”,
confiesa por lo bajo un desayunante. Los otros comensales del desayuno que tiene
lugar después de misa tampoco parecen estar demasiado entusiasmados con
sus muñones de carne grisácea. Muchos ni los tocan, concentrándose
en las salchichas y la panceta. Muy otra es la aceptación del champaña
con jugo de naranja, bebida que no aparece en el Ulises. Son apenas las nueve
de la mañana, pero la cerveza negra Guiness ya corre opíparamente.
Cada tanto alguien se levanta y recita un tramo del libro o comienza a cantar
seguido por los otros. Hay ambiente de cumpleaños, de casamiento, de
feriado nacional.
Camino a la urbe se pasa por Sandymount, la playa en la que a eso de las 10
am Dedalus reflexiona acerca de la “ineluctable modalidad de visible”.
A las 10 pm, no mucho más arriba por la misma costa, Bloom se masturba
mirando a una muchacha coja. Es natural: desde que murió su hijo, hace
diez años, no tiene relaciones con su esposa. Pero su obsesión
por el sexo, al igual que la de su esposa Molly, tiene otra fuente.
El 16 de junio de 1904, Joyce conoció a Nora Barnacle, su futura esposa.
La cosa, al parecer, llegó a más: en esa primera cita, Nora lo
masturbó. El Ulises, obra onanista si las hay, es un conmovedor homenaje
a esa experiencia y esa fecha iniciáticas. Decir que su tema es el sexo
es una exageración. Pero una versión que censurara sus partes
pudendas lo dejaría bastante más delgado, casi irreconocible.
Burros
Paralelo al desayuno en Sandycove se sirve uno frente al James Joyce Center,
al norte de la ciudad. En el Ulises, Bloom malicia que en los barriles de la
cervecería Guiness nadan las ratas. Hoy, la cervecería más
grande del mundo (según el libro Guinness de los records) auspicia eldesayuno
en honor a Bloom. Auspicia toda la ciudad, prácticamente. Mientras los
hambrientos hacen cola para recibir su sandwich de mejor no preguntar qué,
los actores contratados representan escenas del Ulises. Dentro del Center, donde
vuelve a haber libros, manuscritos, fotos y objetos, algunos notables hablan
de Joyce y su obra. La estrella de la jornada es su sobrino: “Mi madre
y mis tías, las hermanas de James, no querían que nadie se enterara
de quiénes éramos. Nunca digas que Joyce es tu tío, me
suplicaban”. Por su anticlericalismo y su lenguaje soez, el Ulises fue
prohibido en su momento. Aún hoy, según los dublineses entrevistados,
ni ése ni los otros libros de Joyce se estudian en las escuelas.
A la vuelta del JJ Center (a la vuelta de cualquier lugar de Dublín,
en rigor) hay un Bookmaker, que no es una editorial sino una casa de apuestas.
Las carreras de caballos son importantes en el Ulises, por lo que apostar es
parte de la etiqueta. Aunque hoy no corre el Throwaway (la involuntaria fija
que da Bloom en el Ulises), dos caballos piden a relinchos un billete: Joyce
Choice y Ulysses. Mientras le ponemos un euro simbólico a cada uno, desde
los televisores se anuncia que por ser el Bloomsday 100, la empresa devolverá
el dinero si sale segundo cualquier caballo irlandés de los que corren
hoy en el premio inglés de Ascot. Es una fija: un euro, pues, para el
irlandés Damson.
El libro de los libros
El próximo evento de importancia es Messenger Bike Rally. Decenas de
antiguas bicicletas con sus conductores debidamente ataviados se pasean por
la ciudad para encanto de los turistas y estupefacción de los dublineses.
En efecto, fuera de los polos de atracción joyceana donde los fanáticos
de encuentran una y otra vez, las damas emperifolladas y los señores
de sombrero son observados como extraterrestres. Hoy es un miércoles
igual que cualquier otro en la ciudad, pocos saben que además de eso
es Bloomsday. Eso no significa que no conozcan a Joyce. “Aquel”,
señala un barrendero hacia donde está la estatua de Joyce, “era
un genio”. Declara y confiesa después que jamás lo leyó.
“Como Wilde, como Yeats. Y nosotros necesitamos genios.”
El resto del día transcurre libremente en la soleada y querible Dublín.
Se peregrina al número 7 de Eccles Street, la casa de Bloom. Se toma
Guiness en algún pub. Se siguen sus pasos marcados por placas de bronce
en el suelo. Se toma Guiness en algún pub. Se compra un jabón
de limón en Sweny’s, una farmacia que aún está en
el mismo lugar en donde la dejó Bloom con un jabón de limón
en el bolsillo. Se come un pan con gorgonzola en el Davy Byrne’s Pub,
donde Bloom ídem. Interrumpidos para que declaren si leyeron o no el
libro, los caminantes dan respuestas que van desde un despectivo “of course”
hasta un humilde “lo he intentado en el pasado. Prometo seguir intentándolo
en el futuro”. Otra estación obligada es el Ormond Hotel, donde
Bloom se defiende de los ataques antisemitas del “Citizen” en uno
de los tramos políticamente más poderosos del libro. El bar del
hotel fue reconstruido después de un incendio; en la sala de conferencias
“Ulysses” se daba por estos días un curso de salsa.
Como por Jerusalén los devotos y la cruz, la gente avanza por Dublín,
en muchos casos disfrazada y con un Ulises bajo el brazo. Los llevan como biblias,
como si lo trajeran del cajón de la mesita de luz del hotel. Y hay razones
para declarar al Ulises algo así como la Biblia del siglo XX. Cada uno
de sus capítulos es tan distinto a los demás que bien podrían
considerarse libros separados, lo que le da al conjunto un aire de recopilación
de distintos autores. Sus novedades formales fueron luego retomadas por otros
autores del siglo. En él se pone al lenguaje y a la ciudad en el centro
de la escena, en él se adelanta hasta las cuestionesde género
(Bloom queda embarazado en la pesadilla de esa “fiesta de la razón
pura” que es el libro 15). Pero lo bíblico del Ulises pasa sobre
todo por su recepción. Como haber viajado a la luna –hazaña
que aún espera una explicación racional– es como que nos
llena de orgullo que un ser de nuestra especie haya escrito ese planeta inalcanzable.
Porque al menos las desventajas que se derivan de este tipo de canonizaciones
ya las tiene. No por nada se dice de él que es el clásico no leído
de la literatura en inglés: una Biblia no está para ser leída
sino para creer en ella.
A la noche, un perdible megaevento en el centro de la ciudad con títeres
gigantes y música en vivo da fin a la jornada. Pero el Rejoycefestival,
que empezó el 1º de abril, seguirá hasta mediados de agosto
con actividades de todo tipo, desde conciertos de música irlandesa (que
Joyce hubiera escuchado con algún cariño nostálgico) hasta
una conferencia académica sobre su obra (decir que Joyce hubiera condescendido
a ignorarla ya es darle demasiada importancia). ¿Y nuestras apuestas?
Corremos a último momento a nuestro Bookmaker. Ulysses no corrió,
nos informan, y Joyce Choice perdió. Pero Damson, la fija, salió
primero. Cuatro euros de ganancia neta, lo justo para la última Guiness
de la jornada.
Mollysday
El Ulises carece de intriga. Joyce mismo se burla de ello haciendo aparecer
de vez en cuando al misterioso “Impermeable” (MacIntosh), detrás
del cual se ha conjeturado que se esconde el mismo Joyce. Sin embargo, algo
late durante todo la odisea de Bloom: su Penélope. La conocemos bien
temprano a la mañana, en uno de esos momentos sintéticos en que
Joyce es sublime: “¿No quieres nada para el desayuno?”, le
pregunta Bloom a su esposa. “Un débil gruñido somnoliento
contestó: ‘Mn’.” Ella se da vuelta en la cama, “y
las flojas arandelas de bronce del plástico retintinearon”. Un
poco más tarde, Molly pregunta qué significa la palabra metempsicosis
y Bloom no sabe explicárselo. Luego desaparece, y es como si su día
no hubiese existido. Pero aquel retintineo y esta palabra reverberan durante
toda la jornada en la mente del judío errante Bloom. El encuentro de
ella con un amante a las cuatro y media de un día como hoy constituye
el centro de la angustia de su esposo. Una y otra vez se la describe, de ella
hablan casi todos los personajes. Paulatinamente, nos gana la idea de que la
vida (como para Bloom, como para Dedalus, como para Joyce) está en otra
parte. Mientras que la casta Penélope teje y desteje el regreso de Ulises,
el Ulises va tejiendo a Molly la adúltera. Es improbable que el lector
haga empatía con Dedalus, es aleatorio que la haga con Bloom: con Molly,
la mujer/música, es casi compulsivo. Si algún suspenso crea el
libro, ese suspenso es ella: como a Moby Dick, todo el tiempo estamos esperando
que aparezca. Y vaya si aparece. Su célebre monólogo interior,
infinito como el Finnegans Wake, está a la altura de las expectativas
creadas. A más tardar con este finale furioso descubrimos que el Bloomsday
es en verdad un Mollysday: sin movernos de nuestro lugar, como lectores de un
libro inagotable, hemos vivido un día fuera del tiempo y del espacio.
Un día perfecto.
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