Domingo, 20 de junio de 2004 | Hoy
RELECTURAS
De todos los mitos literarios del siglo pasado, Salinger es seguramente el que sigue conservando todo su encanto. Ante una nueva reedición de dos de sus pequeñas obras maestras (Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción), Radarlibros lo relee tratando de adivinar el secreto de su actualidad.
uno Puede definirse a Levantad, carpinteros, la vida del tejado y Seymour: una introducción de muchas y variadas maneras: a) Es el último libro publicado por Salinger. Salió a la venta en los Estados Unidos en 1963 y reúne dos textos largos publicados previamente por el autor en la revista The New Yorker en 1959. b) Es, por lo tanto, el libro en el que Salinger ofrece credo a sus fieles (Seymour: una introducción es casi un manual de instrucciones cerrando con la ya célebre línea: “Ahora vete a la cama. Rápido. Rápido y lentamente”). Revelado este texto, lo único y último que hizo Salinger fue, en 1965, entregar a The New Yorker una larga “carta” firmada y enviada desde una colonia de vacaciones por un pequeño Seymour Glass con el título de “Hapsworth 16, 1924”. Los críticos de Salinger consideraron el texto en cuestión lo peor que había hecho nunca el autor y –a pesar de ser anunciado en sucesivas ocasiones– el voluminoso relato epistolar no ha sido aún ascendido a libro. c) Es un libro psicótico escrito por un autor neurótico para el placer de lectores histéricos. O algo así. Y es, también, la epifánica nota de suicidio en código de un personaje (el mesías doméstico Seymour Glass, “yendo de un pedazo de Tierra Santa a otro”), así como el anuncio de la desaparición de su creador (Jerome David Salinger) para que sólo entonces –para ser Dios basta con saber cómo esfumarse– floreciera una religión de lectores que sólo desean seguir leyendo a Salinger, y de lectores que sólo desean escribir como Salinger, y de escritores que sólo desean escribir cómo Salinger para poder tener el tipo de lectores que tiene Salinger. d) Es el libro de Salinger que –siendo el más fantasmagórico, el más críptico, el más zen– más relecturas aguanta. Y aquí vamos una vez más.
dos Puede decirse que hay varios Salinger adentro de Salinger. Está el Salinger “para todos” (el de El cazador oculto); el Salinger para salingerianos frescos de taller literario (el de Un día perfecto para el pez banana); el Salinger para salingerianos ya curtidos y que comprenden que ciertas cosas jamás se aprenderán en un taller literario (el de Para Esmé, con amor y sordidez); el Salinger para salingerianos casi new-age (los que llegan por casualidad a Franny y Zooey); y el Salinger para Salinger (el autista/solipsista del inasible Seymour: una introducción, que desde varias décadas funciona en perfecto tándem entre tapas y cubiertas con el –sólo en apariencia– más sencillo y legible Levantad, carpinteros, la viga del tejado. Y esta cualidad misteriosa ya está anunciada desde la psicosis de su título doble: uno de ellos marca una culminación (esa viga) mientras que otro, y en segundo lugar, anuncia un locuaz prólogo a la vida y obra y muerte del héroe en cuestión. Yin y Yang, cara o cruz, boda y réquiem, vida y muerte girando alrededor de la práctica del oficio como santa pasión. Así, en Seymour: una introducción, un fragmento de una carta del hermano mayor muerto al ermitaño hermano menor alecciona: “¿Desde cuándo el escribir es tu profesión? Nunca fue otra cosa que tu religión. Nunca. Estoy un poco sobreexcitado”.
tres Y nosotros también. Porque, atención: Salinger es un escritor virósico y con alta potencia de contagio. Un escritor que contamina y que hay que saber manejar con precaución: su disfrute y estudio es benéfico hasta cierto punto. Superado este límite invisible (pero que está ahí, que existe), se corre el riesgo de quedar atrapado entre sus redes. Y esto nunca es más evidente que en Levantad, carpinteros... y en Seymour. Y tal vez lo más importante: Salinger tiene que ver más con el lector que con el escritor. Salinger enseña más a leer que a escribir y tal vez por eso, para muchos, Salinger es un autor “menor”. Su literatura existe más en función de sus lectores que de sus colegas; de la necesidad de producir determinados efectos en los lectores; de “atacar” iluminando. De ahí, también, que Salinger –best-seller desde hace décadas a la vez queclásico moderno– incomode en un mundo de fugacidades y de adultos que consuelan su desconcierto acusándolo de “juvenil” o “enamorado de sus personajes”, procurando olvidar que ellos quisieron ser como Salinger y los Glass cuando eran jóvenes. Sí, Salinger es y seguirá siendo, de algún modo, la juventud, el futuro todavía más amplio que el pasado, las múltiples posibilidades. Y la juventud pasa (Salinger es un escritor que nos recuerda demasiadas cosas de nosotros mismos; su relectura en ocasiones perturba no por quién es él sino por quiénes fuimos nosotros), los sueños no se cumplen, y se sigue leyendo a Salinger. Así es mucho más fácil referirse a él como una “etapa superada” cuando, en realidad, es siempre el pasado –como Salinger– el que nos supera.
cuatro En los últimos
tiempos hemos sabido más sobre Salinger que de Salinger. Los profetas
dicen que sigue escribiendo en un bunker junto a su casa de New Hampshire y
que ha acumulado una cantidad monstruosa de material sobre los Glass. Quién
sabe. Lo que sí hemos sabido y consumido con desesperación de
adictos con síndrome de abstinencia que se conforman con cualquier sucedáneo
ha sido una biografía castrada en los tribunales por Salinger (la de
Ian Hamilton), otra biografía tan fallida y tonta que parece no haber
preocupado mucho al monstruo (la de Paul Alexander); furibundas diatribas de
ex novia (las memoirs de Joyce Maynard, seducida y abandonada) y de ex hija
(los traumatizados recuerdos de los métodos educativos de un papá
freak a cargo de Margaret A. Salinger); películas con pseudo salingers
con el rostro de James Earl Jones o Sean Connery; un ensayo de Ron Rosenbaum
que fue tapa de Esquire; y un más que interesante volumen colectivo –With
Love and Squalor– donde varios discípulos del aquí y ahora
alaban y reprochan y se preguntan qué pasó y por qué. El
tipo de cosas que uno piensa ante el paisaje de un suicidio mientras se contemplan
esas fotos de Salinger que de tanto en tanto le sacan a la salida del supermercado
y que tanto lo enojan. Eso es todo.
Su influencia, sin embargo, está en todas partes: en toda novela con
adolescente disfuncional, en las familias entrópicas de Las vírgenes
suicidas de Jeffrey Eugenides y de El Hotel New Hampshire de John Irving y de
Madera noruega de Haruki Murakami y en los divinos aforismos de La vida después
de Dios de Douglas Coupland (que Salinger nunca firmaría, pero que tal
vez sí un Seymour Glass adolescente); en las canciones de Belle and Sebastian
y de Elliott Smith; en las películas de Wes Anderson; y en las risas
y satoris que provoca el personaje de Phoebe en la serie Friends, porque sépanlo:
Phoebe –así como Ursula, su mitad oscura– es una Glass que
nació después de que Salinger dejara de publicar.
Y cualquier mañana de éstas –Salinger, más allá
de las virtudes de la macrobiótica y la homeopatía, ya está
en los 85 años de edad– nos llegará por la televisión
la noticia de su segunda muerte. Y al tercer día, por supuesto, ya estaremos
leyéndolo otra vez.
Mientras tanto y hasta entonces, no hay momento en que no se fantasee en que
tal vez mañana vaya a salir un nuevo libro de Salinger. De ahí,
también, la consoladora felicidad de sus reediciones funcionando como,
sí, evangélicas buenas nuevas. Algo así como la nostalgia
siempre presente por un lugar en el que nunca se estuvo, pero que se cree conocer
a la perfección a partir de lo que se leyó y de lo que gustaría
seguir leyendo. Porque se puede pensar que Salinger abandonó nuestro
infernal mundo; pero también es posible que haya sido él quien
nos expulsó de su paraíso, de su profesión, de su religión.
Rápido. Rápido y lentamente.
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