Domingo en el parque*
POR CAETANO VELOSO
En 1967, el clima de oposición a la dictadura militar era un fuerte estímulo para cineastas, directores de teatro, poetas y artistas plásticos. Justificó, por lo tanto, un rótulo jocoso que, si bien probablemente haya sido creado por mentes de derecha con un claro fin despectivo, no siempre fue tomado peyorativamente por aquellos a quienes se le aplicaba: “izquierda festiva”, una expresión con una génesis y gustos similares a los de “radical chic”, pero menos mordaz y antipática que ésta (menos inteligente, aunque anónima, más popular y, en todo caso, más generosa además de muy anterior). Era de hecho un epíteto que nos hubiera hecho felices poder aplicar, por ejemplo, al socialismo cubano. Lamentablemente, la dura realidad nunca nos autorizó a hacerlo (en realidad, muchas veces en los años setenta, cuando la prefectura de Roma, en manos del todavía existente Partido Comunista Italiano, promovía shows de música brasileña y de Patti Smith, pensé cuán adecuada –y positiva– era la expresión “izquierda festiva” para el PCI). Naturalmente, durante el lapso que nos ocupa, trabajábamos muy presionados y, cuando las diversas facciones de la izquierda se acusaban unas a otras de ser “festivas”, querían decir “irresponsables y exhibicionistas”. Pero la connotación agradable de la palabra nunca se perdía del todo.
Como lo que se llamaría tropicalismo pretendía situarse más allá de la izquierda y mostrarse festivo sin pudores, nos sentíamos inmunes a juicios de ese tipo. Partí hacia la aventura de Alegria, alegria como quien parte a la conquista de la libertad. Después del hecho consumado, me sentía eufórico, como si hubiera roto con valentía amarras inaceptables. Gil, por el contrario, al percibir que lo que sucedía en la música popular tenía tanto peso y que nosotros estábamos tomando actitudes drásticas con relación a ella, pensó que, en consecuencia, algo pesado nos iba a pasar –cálculo que, en mi excitación, yo evité– y entró en pánico. La noche de la presentación de Domingo no parque se escondió debajo de las frazadas en el cuarto del Hotel Danúbio, temblando como si tuviera una fiebre repentina y se negó a ir al teatro. Se había separado de Belina, su primera mujer, una bahiana con la que ya tenía dos hijas, y estaba empezando un romance con Nana Caymmi, hija de Dorival. Nana, que había cantado Bom dia de Gil, en el mismo festival, abucheada por la platea, se esforzaba por convencerlo de ir a enfrentar su destino. Guilherme Araújo también intercedió. Ya estaba promediando el espectáculo cuando Paulinho Machado de Carvalho fue hasta el Hotel Danúbio y, finalmente, logró arrancarlo de la cama.
La presentación de Gil fue deslumbrante. Los Mutantes parecían una aparición llegada del futuro. La fricción entre el tema afro-bahiano y la sonoridad del grupo era incitante –Beatles + berimbau o Beatles x berimbau– y la hermosísima orquestación de Rogério Duprat le daba un aire imponente y respetable que colocaba a la platea a años luz del momento en el que, sólo un día antes, había amagado con abuchear Alegria, alegria. El propio Gil, alegre y extrovertido como siempre, no demostraba en nada el miedo que lo había poseído hasta hacía unos minutos antes.
En los días y meses siguientes casi no quiso hablar de eso. Pero, con toda la íntima inseguridad de un hombre que está cambiando de vida, dejaba atrás un casamiento y se sabía responsable de una especie de revolución, Gil dejó escapar, breve y vagamente, el sentido de una angustia que, recién un año después, cuando las consecuencias fueron terribles, supo y pudo articular mejor: “Sentía que nos estábamos metiendo en cosas peligrosas”.
Supongo que las grabaciones de mi primer LP solista empezaron con Alegria, alegria, que tenía que estar lista para salir en un simple inmediatamente después de su lanzamiento televisivo, como se solía hacer con todas lascanciones de los festivales. Poco tiempo después del festival de 1967, yo ya estaba en el estudio grabando las nuevas composiciones que, en el estado de euforia en el que me encontraba, surgían a borbotones en mi cabeza. Paisagem útil estaría, claro, en el nuevo disco, como la hermana mayor de la nueva familia de canciones. Onde andaras, un bolero medio samba-cançao que había escrito, en Río, sobre una letra de Ferreira Gullar, a pedido de Bethânia, también entraría, porque funcionaba como vehículo para la exposición de parodias de estilos sentimentales considerados cursis incluso por aquellos a los que les gustaban y ennoblecían. Había decidido incluir entre tantas pistas de aspecto comercial-experimental (o vanguardia iê-iê-iê) una interpretación ciento por ciento pura de una canción de Dorival Caymmi, mi compositor favorito. Había elegido Dora porque, aunque manteniendo el contraste deseado, ese samba-cançao, de tono algo épico y distanciado, confirmaba subrepticiamente las elecciones estéticas del disco.
Recuerdo que cuando Zé Agrippino me escuchó decir que quería grabar Dora de Caymmi, refunfuñó: “¡No! ¡En esos casos tiene que ser radical!”. Pero no dejé que me hiciera mella. Le propuse a Dori que grabáramos los dos solos: mi voz y su guitarra. Dori, mi amado arreglador de Domingo, era hijo del autor de la canción y, sobre todo, la mejor guitarra de bossa nova en la línea de Joao Gilberto, a excepción de Joao mismo. Pero Dori, que vino de Río a San Pablo para grabar, tuvo tantos problemas en el estudio que aumentó mi timidez a un punto extremo. Empezamos varias veces y él interrumpía diciendo que no se acordaba de la armonía o que no sabía cuál era la mejor armonización, preguntándome con insistencia –en un tono que me pareció intimidantemente irónico– si no sabía qué acorde usar en tal o cual pasaje. Dori se fue del estudio sin que hubiésemos grabado ni siquiera una versión entera, aunque fuese mala, de la canción, diciendo “no se puede, no se puede”, sin dejar en claro si la deficiencia había sido mía, de él o de los dos. Con tristeza y vergüenza desistí de incluir a Caymmi en el disco lanzamiento del movimiento tropicalista.
Todavía no sé cómo interpretar la actitud de Dori. Sé que él formaba parte de un grupo de músicos que consideraban lo que Gil y yo hacíamos como una traición a la elegancia de los acordes disonantes y al cívico nacionalismo cultural. Pero ni siquiera por eso había dejado de venir hasta San Pablo a grabar conmigo. Tal vez haya concluido, frente a mi inseguridad, que no valía la pena. Tal vez haya aceptado en un principio, pero se haya arrepentido a último momento por miedo a participar de un proyecto que involucrase una opera prima de su viejo padre. Tal vez sinceramente no se sintiera preparado para grabar satisfactoriamente aquella canción. Manuel Barembein intentó crear un clima que facilitara las cosas, pero fue en vano: la sesión de grabación se frustró en un trescientos por ciento.
No tanto para Barembein, que quería que incluyera en el disco Clarice, una canción nada tropicalista que había escrito un año antes con Capinan y que él adoraba. Como él entendía la inclusión de Dora como una mera pausa de descanso, una pista para que el disco “respirara”, sugirió con confianza la sustitución. Al principio insistí en no aceptar, pero después, deprimido por el episodio con Dori y enternecido con Barembein, que me suplicaba que grabara Clarice “sólo para él”, cedí. (Meses después, cuando el disco ya estaba en las calles y generaba discusiones a su alrededor, Gianfrancesco Guarnieri, el gran autor y actor del Teatro de Arena, en una mesa del Patachou, el restaurante de la calle Augusta que solíamos frecuentar, me dijo, borracho, que, a pesar de haberse entristecido porque yo me había sometido al comercialismo de las multinacionales en el disco, me seguía amando porque había visto que yo guardaba un punto puro en mi alma y que eso se veía en la redentora Clarice de mi disco nuevo; no podía ni imaginarse que ésa había sido mi única concesión a Polygram.)De cualquier manera, para mi profunda decepción, tanto en las relaciones con mis maestros como con el productor o con los instrumentistas, era extraordinariamente tímido. Mis ambiciones eran mucho mayores que mi capacidad de concentración y de liderazgo; veía surgir una discapacidad. Varias veces, en conversaciones con Gil sobre el azar, las pequeñas peculiaridades psicológicas y otros imponderables (además, claro, de la pobreza técnica y material a la que estamos sometidos en Brasil) que se interponían entre lo que soñábamos y lo que podíamos hacer, me dijo que “el espíritu del subdesarrollo” era asombroso en los estudios de grabación. Los Mutantes parecían, en gran medida, inmunes a esa emanación. Rogério Duprat, aunque por otras razones, también. Nuestro límite y horizonte era (y es todavía hoy) el de los discos de Joao Gilberto con arreglos de Jobim. Gil, con su oído increíble, su habilidad como guitarrista y su sentido rítmico destructor, era una promesa constante de superación de las deficiencias del ambiente. Cuando el trabajo conjunto de él, Duprat y Los Mutantes (del que habíamos tenido una muestra en Domingo no parque) se desparramase por las pistas del disco que pronto harían juntos, compensaría –pensaba yo– mis propias frustraciones. A medida que avanzaba con las grabaciones de mi disco con todas sus fallas, pensé muchas veces en cómo sería unir mis fuerzas a las de Gil en la creación de un producto fuerte. En los años setenta escribí desde el exilio para O Pasquim una nota en la que comentaba el lanzamiento del primer disco de los Novos Baianos: “El disco, como de costumbre, no es bueno. Pero, para compensar, es maravilloso”. Eso sucedió con los discos tropicalistas de los viejos bahianos.
* Tomado de Verdad tropical (Salamandra), el libro de memorias de Caetano Veloso.