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Domingo, 27 de junio de 2004

ANTICIPO

El progresismo como necesidad

Recientemente nombrado como asesor consultivo de la Biblioteca Nacional y ganador de la Beca Guggenheim, a Nicolás Casullo sólo le faltaba una carta para poder cantar flor, lo que sucederá en los próximos días, cuando su último libro Pensar entre épocas (Norma), un estudio sobre “memoria, sujetos y crítica intelectual”, llegue a librerías. A continuación ofrecemos como anticipo exclusivo un fragmento del final del libro.

POR NICOLAS CASULLO

La discusión con la figura del “progresista” es parte de un acervo de la modernidad en muchas encrucijadas de época, donde el campo de la cultura político-intelectual discute sobre sí mismo, entre pares, la índole de la crítica frente a las irracionalidades e injusticias de la historia. Donde lo que en realidad se debate es el sentido sociocultural y existencial de un mundo –tal como lo percibió Marx en la lógica del capitalismo– amenazado por la barbarie civilizatoria. Es decir, una barbarización de lo humano en la historia, donde se desdibujan los recursos críticos genuinos y las posibilidades societales de cambiar los cursos que la llevan a una desintegración de su propia razón histórica moderna (siguiendo a Marx).
Discutir dicha figura no conduce entonces a un encuadre interpretativo simplificador y desvirtuado donde progresismo “es izquierda” y su cuestionamiento indicaría un regresismo ideológico. Por el contrario, la crítica a la contradictoria figura del progresista adquiere relevancia, por cuanto en ella reaparecen las dificultades, para toda posición contestataria, de su relación con la complejidad cultural del sistema. La crítica al progresismo (si seguimos orientados por la clásica topografía de izquierda como crítica al mundo dado, y derecha como defensa del statu quo) nace por lo escasamente “de izquierda” que fueron y son sus posiciones: sus lecturas sobre lo civilizatorio capitalista, sobre las hormas ideológicas que definen el progreso histórico, sobre las relaciones abstractas, reductoras e instrumentales que establece entre cada presente con sus pasados y memorias, sobre su incapacidad para desfasarse de una lógica del desarrollo técnico-industrial que acepta como “natural” y propicia de heredar, sin poner en entredicho la lógica cultural infrahumanizadora que esto entraña.
La figura del progresista difiere de la del revolucionario, aunque en muchas ocasiones de la crónica moderna pudieron confundirse entre sí. El revolucionario, en su puro recelo a toda enunciación legitimadora del sistema, si bien no reniega de su determinismo sobre las secuencias y pasos del progreso de las tecnomaterialidades y sus “culturas”, sin embargo pensó siempre las épocas desde rupturas históricas que pagan y cobran también “por sus pasados”. Las leyes que lo encadenan religiosamente a ese futuro “a cumplirse”, también lo encadenan al pasado donde yacen las ideas y experiencias aún no completadas. El revolucionario no puede dejar de ser fiel a una tradición, la de la revolución, que lleva inscripta escrituras de otros tiempos: mandatos a teorías, a hechos, a legados y a míticas jornadas resucitadas que sostienen una memoria propia. De manera inevitable, el sistemático proyecto vanguardista revolucionario fue siempre mandatado en cada presente, que tiende a justificarlo y racionalizarlo a pleno. No acepta –desde sus dogmáticas pétreas– que las cosas cambien cuando en realidad para él “siguen iguales”: rechaza que las cosas se desprendan del pasado y sus herencias, y por lo tanto pasen a carecer de porvenir.
La crisis verificable del campo de la revolución, desarticulado política, teórica, ideológica y socialmente (tragado por la debacle de referencias que sostuvieron a la propia modernidad histórica), le resta al propio significado de la figura del progresista tensiones difíciles de reconstituir teniendo en cuenta cómo se estructuró la crítica a la injusticia, la violencia y la irracionalidad capitalista. El percibible fin de la revolución es finalmente el dato decisivo de adelgazamiento de la política y de los mundos ideológicos que ordenaban el campo de una cultura de la confrontación: un campo de discrepancia también contra la productividad cultural del mercado integrador del sistema. Más allá de sus patologías, “coincidencias civilizatorias” y caducidades reconocidas, las políticas de la revolución (clasistas, nacionales y aún conservadoras), en su mítico (pero inclusor de prácticas) proyecto de cambio, habilitaron siempre la otra historia en gestación, desde una modernidad política de fracaso-redención donde finalmente todo pasaba a estar en juego. Es en este sentido que la figura del progresista (como producto cultural de los vientos de época) permitió una saga de la crítica moderna a dicha figura, más allá del propio y deficitario campo orgánico de la revolución. Un crítica descifradora del “mal” también en el “bien”. De la banalización del “bien” en un proceso civilizatorio de humanización fetichizada y deshumanización efectiva.
Teniendo en cuenta esta crónica de querellas, la figura del progresista podría decirse que designa a todo el campo moderno intelectual de la disconformidad, como primer desafío de una crítica –en este caso, hacia su propia comarca de pertenencia– para desmontarla. Desafío de desmitificar las visiones, técnicas, metafísicas y modalidades que construyen y sustentan, vía mercado productor de cultura y sujetos culturales, las “exitosas espiritualidades de avanzada” en cada presente.
Las crisis de un inmenso pensamiento de época que había fijado las etapas de los sistemas y las relaciones sociales, y sus consecuentes modelos de poder, de enemistades, de democracia política, exige en cada situación nacional, continental y mundial repensar cómo se posicionan las críticas a la complejidad y barbarie de un mundo dado que ha perdido por izquierda sus brújulas, y por derecha es simplemente una apuesta ciega a capital, inversión y ganancia.
Qué significa hoy situar una crítica real a las circunstancias, crítica abarcativa en su capacidad de lectura, profunda en lo que pone en cuestión. En esta dimensión se aglomera hoy una fuerte tradición crítica que expuso la propia modernidad como forma de su nacimiento y de su existir. Esa crítica no es hoy como legado una posesión biográfica definida en cuanto a derechas e izquierdas sino un fondo lúcido, trágico, a destiempo, acertado, vidente, inútil o eficaz para pensar y actualizar la sociedad, el hombre, la vida colectiva, la justicia. Se vive hoy una extensa entre-épocas de creencias, de valores, de mitos, de lógicas productivas, sujetos sociales y subjetividades actuantes: en la capacidad crítica de un pensamiento sobre una historia yace uno de los secretos de lo que nos podría aguardar.

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