EL CLUB DANTE Y OTRAS ASOCIACIONES
Cuando la cultura mata
Mezclando dosis iguales de puritanismo norteamericano y gótico dantesco, el joven Matthew Pearl (Nueva York, 1975) consigue con El club Dante, su primera novela, un policial cultísimo que arrasa en las librerías de todo el mundo y que pronto estará en venta en Buenos Aires.
Por Rodrigo Fresán
UNO Hubo un tiempo en que los detectives eran personas muy cultas, moviéndose e investigando en un paisaje poblado por gente adinerada: Sherlock Holmes, Hércules Poirot y cualquier otro de los grandes deducidores de la especie. Con la llegada de la serie negra, la buena puntería y el aguante del hígado a la hora del bourbon y del estómago a la hora del puñetazo, se volvieron tan importantes como el cerebro.
Ahora, parece, el género vuelve a cambiar y lo que se lleva y lo que mata es el thriller de alta cultura. Los motivos para semejante mutación –los culpables– son claros: El nombre de la rosa y su gemelo paródico y autodestructivo El péndulo de Foucault de Umberto Eco. Y, a partir de entonces, la avalancha: La tabla de Flandes y El club Dumas de Pérez Reverte, el Q firmado por el colectivo itálico Luther Blissett, los delirios criptográficos de Neal Stephenson, la reescritura en versión mística de la Guerra Fría en el Declara de Tim Powers, y así hasta llegar a lo que puede ser considerada la Segunda Venida del asunto: El código Da Vinci de Dan Brown, mega-best-seller mundial generador de múltiples imitaciones, algunas mejores y algunas muy buenas, porque nada puede ser peor que la novela de Brown.
El concepto es más o menos siempre el mismo: la búsqueda de un codiciado artefacto cultural y/o secreto histórico y/o científico por el que todos –generalmente miembros de sociedades más o menos secretas– matan y mueren, y más vale no ser uno de esos curiosos imprudentes que justo pasaban por ahí. ¿Por qué se leen estos libros y nada más que estos libros? Los motivos son claros: cada vez se lee menos y estas historias engañan con la idea de que le “dejan algo” a aquel que sólo agarra un libro por año y quiere que el esfuerzo le rinda. Así, además de sentirse parte de un fenómeno de moda –”lo importante es pertenecer” es el mantra de una selecta tarjeta de crédito– lo que aquí se ofrece es la perversión de la sangre derramada por motivos artísticos y milenarios. Así, pareciera que nombres que potencien el carácter “cultural” de los asesinatos ya desde el mismo título se han transformado en garantía de éxito casi seguro. El año pasado, el legendario new-journalists Nick Tosches se burlaba de todo el fenómeno en una novela sobre el averno de la metaficción –In the Hand of Dante–, donde un personaje llamado Nick Tosches le roba el presunto original de La Divina Comedia a un capomafia y huía a lo largo de medio mundo escupiendo conjeturas conspirativas sobre el 11 de septiembre, la prostitución del negocio editorial y el espanto de ser escritor tanto en la Edad Media como en estos mediocres tiempos milenaristas. Pero está claro que el libro de Tosches no le gustaría mucho a los fans de El código Da Vinci. Demasiado raro y demasiado bien escrito. Hay candidatos mejores hasta que salga The Solomon Key, el nuevo folletín de Dan Brown.
Y así también –mientras se encienden los motores de El enigma del cuatro de Ian Caldwell y Dustin Thomason, en la que dos estudiantes de Princeton se ven envuelto en una red de muertes tejidas alrededor del Hypnerotomachia Poliphili, enigmático volumen que existe y que fue publicado en 1499– le ha llegado el turno a El club Dante de Matthew Pearl, agotador de varias impresiones en España en poco más de una semana y ya listo para hacer de las suyas en la Argentina.
dOS Hay que decirlo: a la hora de las odiosas pero pertinentes comparaciones, El club Dante es a El código Da Vinci lo que Moby Dick es a Tiburón. Lo que no significa que el debut literario del joven Pearl (Nueva York, 1975) sea una obra maestra pero que, al menos, está bien hecho, escrito con una prosa cuidada que busca emular ritmo y dicción decimonónica, engancha de entrada, y se apoya sobre una loable y certerainvestigación histórica muy pero muy por encima de los refritos bíblicos y habladurías mesiánicas de Brown. Y El club Dante, como corresponde, recuerda a varias cosas. Ecos de las novelas El alienista de Caleb Carr y a El arca de agua de E.L. Doctorow, del film Seven de David Fincher, y de la ya inevitable sombra del asesino serial como dandy cultivado: Hannibal Lecter. Pero, también hay que decirlo, El club Dante las presenta de modo novedoso donde junto a “lo policial” corre muy parejo e igualmente intrigante “lo culto”.
Porque, de acuerdo: en El club Dante anda suelto Lucifer, un asesino serial que ensambla tableux mortales escenificando los tormentos que Dante hace rimar en el Infierno de La Divina Comedia. Pero también están las igualmente dramáticas peripecias intelectuales de padres de la intelligentzia norteamericana en la dorada Boston de 1865, donde los padres de la patria cerebral libran verdaderos combates dialécticos. Allí viven y piensan –piensan mucho– el poeta Henry Wadsworth Longfellow, el editor J.T. Fields, el poeta y político James Russell Lowell y el ensayista Oliver Wendell Holmes –entre otros, miembros de un Club Dante que sí existió– empeñados en lograr la primera traducción del poema del italiano contra las resistencias del establishment de la Harvard University de entonces, convencido de que el libro equivaldría a la penetración de la “amoralidad papista” en tierras protestantes. Así, El club Dante funciona también como sutil pero contundente exposición de una de las taras recurrentes en el espíritu de una nación: su terrible desconfianza por cualquier cosa que venga de afuera a modificar el orden establecido de las cosas. Agréguese a esto los efectos residuales de una guerra civil recién terminada y la figura de Nicholas Rey, el resistido primer policía negro de Massachusetts –investigando dantescos tormentos que van desde el ser devorado vivo por gusanos hasta el ser colgado cabeza abajo con los pies en llamas; personaje que, ya lo ha anunciado Pearl, protagonizará sus próximos libros– y la mortal diversión inteligente está más que asegurada. Y al final del libro, todos seremos un poco más cultos de lo que éramos y podremos conversar sobre las iniciáticas grandes batallas culturales en EE.UU., así como sobre las posibles motivaciones de Alighieri a la hora de alumbrar su obra maestra. Aunque –contó Pearl en Barcelona– no faltaron los lectores que en sus presentaciones le dijeron que la novela les había dado ganas de leer El infierno de Dante y, acto seguido, le preguntaron quién era su autor.
TRES Los tiempos cambian. Hoy por hoy, Estados Unidos es el país que más veces ha traducido La Divina Comedia (también, hay que decirlo, es el país con la mayor producción de asesinos seriales, arrancando con el fundacional H.H. Holmes en la Chicago de 1893: leer The Devil in the White City de Erik Larson) y la traducción de Longfellow & Co. resucita luego de cuarenta años descatalogada gracias a una novela que se ha trepado a las listas de ventas de medio mundo y que está firmada por el abogado Matthew Pearl: un joven vegetariano de look sofisticadamente nerd graduado summa cum laude en Harvard y en Yale luego de haber ganado el premio de la Dante Society of America por sus investigaciones sobre el poeta. Contó Pearl que la génesis de El club Dante fue haber aceptado el desafío que le impuso un profesor de Derecho en la primera clase de Redacción de Documentos Legales: “Después de este curso, no serán capaces de escribir nada creativo”, les dijo. Pearl –que lo que menos pensaba era en escribir una novela– recordó que “lo sentí como si alguien quisiera desconectarme una capacidad posible, te anulara un botón”. Un par de años más tarde –luego de haber comprendido, confiesa, que una sesuda versión non-fiction sobre las vicisitudes traductoras de los iniciados del Club Dante Pearl difícilmente habría encontrado editor–, Pearl vendía en veinticuatro horas su manuscrito y recibía un adelanto millonario. Por estos días -contó Pearl en Barcelona– se sienta a calibrar tentadoras y pecadoras ofertas de Hollywood donde le preguntan, inevitablemente, si a la hora de la adaptación fílmica no será posible reducir la edad de Longfellow de los casi sesenta en 1865 a los más ágiles y guapos treinta años para así captar el mercado juvenil. Abandonad toda esperanza –lasciate ogni speranza, voi ch’entrate– quienes sean condenados a ese infierno llamado Hollywood.