LA MAGISTRAL NOVELA CON QUE VALLEJO SE IBA A DESPEDIR DE LA LITERATURA. Y LA QUE VINO DESPUéS.
El largo adiós
Mi hermano el alcalde
Fernando Vallejo
Alfaguara (171 páginas)
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La Rambla paralela
Fernando Vallejo
Alfaguara (152 páginas)
Por Claudio Zeiger
En un principio, La Rambla paralela, según anuncio del propio autor, iba a ser su retiro definitivo de la literatura. Ya no iba a escribir más, y aunque no cumplió (a este libro le siguió Mi hermano el alcalde), la huella del punto final es más que palpable en esta novela alucinada. Más obsesivo, imprecatorio y monotemático que nunca, la muerte es aquí el gran asunto del gran Vallejo. No hay nada más atrás (apenas un recuerdo débilmente esbozado de la juventud: aquel chulo cuya alma sucia contrastaba con la sábana blanquísima) y nada en el futuro. En un desdoblamiento que roza la autoparodia, el narrador que mira al viejo (imaginen quién es) llega a contar su propia muerte. Así imagina Vallejo su muerte: “El viejo era humilde de tan soberbio. Por eso me caía bien. Le tuve siempre simpatía y fui a su entierro, que fue un otoño cualquiera con árboles en pelota. Cuatro pelagatos fúnebres componían el cortejo, más un perro y viento”. Pero antes de morir, este viejo maestro, escritor colombiano que vive en México, es convencido para ir a la Feria del Libro en Barcelona (aunque aún nadie pudo convencerlo de venir a nuestra Feria del Libro). Todo sale bastante mal. Hace un calor horrible, no va gente supuestamente porque hace poco la Feria cambió de lugar, el viejo se la pasa de insomnio en insomnio buscando esa rambla paralela de la juventud, donde compartió la habitación con ese chulo, un recuerdo nada romántico por cierto. En el recuerdo obsesivo, la muerte de su abuela y de su perra es lo que más conmueve al viejo en el mundo. Y la Barcelona de diseño y enriquecida, lo que menos lo conmueve en el mundo (“¿A quién le importaba Colombia la desdichada en España la feliz?”, se pregunta). El blanco de las críticas se amplía del consabido repertorio vallejiano –el Papa, Bolívar, los pobres paridores, los presidentes colombianos– a Francia y Air France en particular (desopilante), al consumismo español y siguen las firmas, pero con un nivel de virulencia inusitado, un crescendo que nos coloca en una cima del humor y la imaginación. “Todo lo de Francia es mito, cuento: Rimbaud, la igualdad, la fraternidad, la cocina... ¡Marihuanadas! Libre no puede ser el que es prisionero de su propia mezquindad que apesta a ajo. ¡Malditos los franceses y la especie humana!”.
Si bien La Rambla paralela está a la altura de las mejores novelas cortas de Vallejo, como La Virgen de los sicarios y El fuego secreto, hay algo que la distingue y que puede ser considerado casi una hazaña: carece totalmente de trama sin caer en un formalismo estéril. Apenas tres o cuatro nudos obsesivos sostienen el andamiaje de una novela que, detrás de su humor y su figura casi risible del “viejo loco”, plantea el hueso más pelado, la verdad más desnuda de una de las obras que más fuertemente han venido a plantear una ruptura con el modelo más canonizado de “lo” latinoamericano. Recordando por momentos al Roberto Bolaño de Los detectives salvajes, Vallejo (el viejo del presente y el joven del pasado) deambula por un mapa errático, sin rumbo, hipnotizado, alcoholizado, ido: colombiano perdido en el mundo, podría decirse, como aquellos “Mexicanos perdidos en México” de Bolaño. Un viejo al que le llega el éxito al final, y no sabe qué hacer con él más que seguir deseando la muerte, la muerte que ha golpeado en tantas personas a su alrededor. Condenado a seguirviviendo y escribiendo, Vallejo, en La Rambla paralela, toca un punto altísimo: habría sido digna despedida literaria pero queda dicho, está condenado a escribir y seguir vivo mientras toda belleza perece.
Es curioso lo que sucede con Mi hermano el alcalde (primero en ser publicado aquí aunque es dos años posterior a La Rambla paralela): al comienzo da toda la impresión de tratarse de un Vallejo súbitamente oxigenado, dado a la broma y el dialoguito ligero. La acción evocativa nos lleva hasta un pueblo llamado Támesis en la región colombiana de Antioquia. Ahí, otro hermano de los tantos de Vallejo (Darío, el que murió de sida, cabe recordar, protagonizaba El desbarrancadero) llega a ser alcalde haciendo votar a vivos y muertos. Hay que decir que el libro no está a la altura de lo mejor de este autor y que puede defraudar un poco a sus seguidores. Pero también sucede que entre bastidores se cuentan muchas cosas que parecen ficción pero no lo son: si uno entra a Internet se entera de que existe un Támesis con características semejantes a las que describe Vallejo en Mi hermano el alcalde.
Más allá de contribuir a empezar a descifrar cuál es el verdadero status de la realidad y de lo autobiográfico en la obra de Fernando Vallejo (valor que este libro, en todo caso, aporta a los estudios literarios), la novela es leve y un tanto distraída, hecha como al paso. Lo mejor es tomarla como el aperitivo de esta nueva condensación del eterno manifiesto vallejista llamada La Rambla paralela: una representación del absurdo y la muerte en un mundo caprichoso donde la canonización (espejo en el que lúcidamente ya se está mirando el autor) empieza a ser el mecanismo capaz de desactivar la bomba de tiempo que viene armando Vallejo en su ya larga novela corta.