JOHN LE CARRé VUELVE AL RUEDO CON SUS PLATILLOS FAVORITOS: LAS GUERRAS FRíAS Y CALIENTES Y LAS AMISTADES QUE SE CULTIVAN AL CALOR DE LAS ARMAS.
Los espías nunca mueren
Amigos absolutos
John le Carré
Plaza & Janés
463 páginas
Por Rodrigo Fresán
En un gran momento de la nueva novela de John Le Carré (alias de David Cornwell, nacido en 1931, en Dorsetshire), el joven Ted Mundy, recién reclutado por el servicio secreto inglés, se entrevista con un hombre cuya descripción coincide –aunque su nombre nunca se mencione por razones de obvia seguridad– con la del formidable George Smiley. Es entonces cuando el curtido maestro le explica al expectante novato: “Esta profesión –la tuya a partir de ahora– no vive en el mundo real. Tan sólo lo visita”. La profesión a la que se refiere es, claro, el fino arte de espiar. Y Amigos absolutos –buenas noticias– marca el esperado retorno de Le Carré a ese otro mundo que está en éste y que el autor había dejado de lado para ocuparse de las mafias rusas en Single & Single y las mafias farmacéuticas en El jardinero fiel: el mundo de los hombres con varias vidas. Ese territorio sin mapa por el que viajaron Maugham, Buchan, Ambler y Greene (quien bendijo a El espía que llegó del frío como “la mejor novela de espionaje que he leído”) y al que Le Carré ahora sólo puede regresar a través del recuerdo casi nostálgico, porque por estos días la Guerra Fría vuelve a ser la Guerra Caliente. Lo que no impide que Amigos absolutos se juegue –y tal vez pierda un poco– a intentar combinar ambas temperaturas, ambas intensidades. Una cosa queda clara desde el vamos: todo tiempo pasado fue mejor y Le Carré recuerda el ayer del métier con el mismo afecto que un hippie acuariano dedica al festival de Woodstock. Así que, superada una breve introducción transcurriendo en la actualidad, más de la mitad de la novela es un largo y logradísimo flashback donde se narran los cómo y los porqué de la extraña amistad entre el maleable y siempre disponible Ted Mundy y del anarco-utopista Sasha a lo largo de varias décadas. Este cuidado seguimiento a la educación sentimental y profesional de los dos jóvenes según pasan los años está entre lo mejor que jamás ha escrito este autor y no desentona junto a su indiscutible obra maestra de 1986, Un espía perfecto, no en vano considerada en su momento por Philip Roth como “la mejor novela escrita en inglés desde el fin de la Segunda Guerra Mundial”.
La infancia de Mundy –hijo de un militar alcohólico destacado en Pakistán– y la juventud siempre militante de Sasha –vástago de un pastor luterano– y el modo en que uno y otro sólo se separan para poder encontrarse más tarde son un prodigio de gracia narrativa y de síntesis histórica y pueden leerse casi como hipotéticas pero más que verosímiles entradas para una posible Historia de la vida privadísima.
Y queda claro que a Le Carré –destellos también de la también duelista Nuestro juego, de 1995– le gustan las dos caras de esta moneda y que comparte rasgos muy claros con ambos personajes. La inocencia fácilmente aprovechable de Mundy y el compromiso sin límites de Sasha –culpa suya y sólo suya son las numerosas malas críticas que ha recibido Amigos absolutos o, para ser más precisos, el último tramo de la novela donde lo que se trata es de esta guerra de Irak– representan al Le Carré que alguna vez fue y el Le Carré que es ahora. Mundy –agente estrella del M.I.6. bajo la fachada de empleado todo terreno del British Council– es alguien que se deja llevar y fluye con la corriente mientras que Sasha opone resistencia y se prepara para su propia versión de la madre de todas las batallas. Sasha es también, cerca del final, una un tanto frenética pero apasionada voz que Le Carré utiliza para “editorializar” el casi presente del verano del 2003. Uno y otro acabarán mezclados en los planes del sombrío magnate Dmitri resuelto a hacer realidad su Gran Visión a partir de una “contra-universidad” que generará “un ejército de renegados”dispuestos a combatir “el imperialismo americano”. Y es aquí donde se complica la cosa y donde Amigos absolutos se arriesga a resultar un tanto absurda al plantear un desenlace/vuelta de tuerca con Estados Unidos de Bush funcionando como la fuerza más monstruosa y amoral jamás imaginada (lo que Le Carré imagina pero, también, denuncia es una maniobra bestial y encubierta a la hora de una política extranjera dispuesta a justificar como sea su “guerra contra el terror”) que para muchos es una atendible profecía a la altura de un Swift o de un Orwell y que para otros es el delirio idealista y acaso senil de un escritor que se ha quedado sin tema ni brújula.
Un crítico particularmente cruel dictaminó: “John Le Carré comienza a sonar como Frederick Forsyth”. Tal vez sí, tal vez no, y crucemos los dedos para que este hombre sabio no esté en lo cierto. Porque a no olvidarlo: nadie hubiera tomado en serio a una novela que, antes del 11/9/01, profetizara que dos aviones secuestrados por terroristas islámicos se estrellarían contra el World Trade Center. Y así fue y aquí estamos. Conclusión: el mundo real –ese mundo al que, de tanto en tanto, visitan esos profesionales conocidos como espías– ha dejado de ser para siempre un lugar realista.
Y hace tanto calor.