PEDIDO DE REEDICIóN
Los Cuadernos de notas de Henry James
Los Cuadernos de notas de Henry James se publicaron en 1989, en Madrid, en el sello Península, que por razones no del todo diáfanas decidió incluirlos en su colección “Historia, Ciencia, Sociedad”. El volumen sigue al pie de la letra la edición de F.O. Matthiessen y Kenneth B. Murdock, y fue traducido de manera brillante por el escritor argentino Marcelo Cohen. Apenas quince años después –el tiempo en que James escribía, pongamos, una treintena de ficciones–, el libro brilla por su ausencia en todas partes. Las librerías virtuales del mundo hispanohablante no lo consignan ni siquiera como agotado, las reales ignoran incluso haberlo visto alguna vez y los puestos más solidarios de Tribunales o Plaza Italia se precipitan a consolar al buscador tratando de encajarle alguna de las mil ediciones populares de Otra vuelta de tuerca o Lo que Maisy sabía.
Más que una pena, es un escándalo. Los nueve notebooks que compilan Matthiessen y Murdock cubren un período extenso (1878-1911) y particularmente fértil de James, que tiene 35 años cuando empieza el primero y 68 cuando termina el último. De Maisy a Los despojos de Poynton, de Las alas de la paloma a La copa dorada, de La vida privada a “Lo real”, prácticamente toda la ficción que James escribió en ese lapso aparece en germen, o esbozada en sinopsis-relámpago, o desplegada en resúmenes tortuosos, o incluso discutida y autocriticada con lujo de detalles en estas páginas selváticas, verdadero laboratorio literario donde el escritor desparrama ideas como si las arrancara de los árboles y muchas veces las formula sólo para decepcionarse y abandonarlas.
Tres de los nueve cuadernos se distraen en apuntes autobiográficos (el primer regreso de James a Estados Unidos, el viaje que hace en 1904-1905 y unos “croquis al natural” de la ciudad de Londres), pero la densidad y el ímpetu de la hiperkinesis literaria los arrasa sin piedad. James no para: cuando enumera nombres de personajes o debate la conveniencia de un giro brusco en la narración, cuando medita un cambio de punto de vista o transcribe diálogos enteros en largos párrafos sin puntos aparte, su vitalidad es abrumadora, casi gimnástica, y sus lamentos (“Y eso que aquí no me relato ni la décima parte de las historias que podría”) tienen la desfachatez burlona de la plata contada delante de los pobres.