Domingo, 30 de enero de 2005 | Hoy
¿Quién no robó y huyó con un libro bajo el brazo? Algunos jamás lo hicieron pero estuvieron tentados. O no ven mal que otros lo hagan. Los escritores confiesan aquí sus pecadillos de juventud mientras que los libreros revelan la verdad actual –mercantilista y organizada– del romántico asunto de afanarse un libro para leerlo en la buhardilla a la luz de una vela.
Por Angel Berlanga
¿Robar o no robar un libro? Nunca en mi vida. Una sola vez. Uf, tantos. Jamás me animé. Me acuerdo de una muy justiciera. Ese libro era para mí y no tenía plata. Todo el mundo tiene en su historia un robito que no ha confesado. Estas declaraciones –las de los escritores consultados para esta nota– despliegan un abanico de posturas en torno de ese interrogante existencial: del ascetismo absoluto al oficio desarrollado trabajosamente, pasando por las tentaciones ocasionales más o menos irresistibles. “Imagínese –dice Carlos Fuentes–, he estado en las mejores bibliotecas del mundo, en la Biblioteca Nacional de Francia, en la Universidad de Cambridge, en la de Harvard. Hay tentación, pero no, nunca: jamás en mi vida he robado un libro.”
Vicente Battista, en cambio, no pudo resistir los cantos de sirenas que destilaban las imágenes de uno que lo llamó en plena calle, desde un escaparate. “Por una suerte de extraño rito, normalmente no suelo... Ni en los años mozos robaba en las librerías”, explica Battista. “No es por cuestiones de ética, ni porque me parezca mal”, aclara y se larga a contar: “Hace ya mucho tiempo, cuando estaba viviendo durante la dictadura en Barcelona, y mientras visitaba París, en uno de los estantes de una librería que habían puesto en la vereda encontré un libro sobre el erotismo en el arte con muchas ilustraciones. Lo empecé a hojear y era una cosa bellísima, que recorría desde los egipcios hasta la época actual, lo cual me pareció maravilloso. Y era muy caro. Disimuladamente, entonces, lo escondí; como era invierno, me lo escabullí en el sobretodo y me lo llevé. Pero como es sabido, aquello de robarle a un ladrón... Luego de llevármelo lo usé mucho, y ya de vuelta en Barcelona le propuse a la gente de Bruguera, que en ese momento andaba pidiendo ideas, hacer un libro sobre el erotismo. Era un poco copiarlo, digamos. Fusilarlo, así le decían. Dijeron que era una idea magnífica, y entonces se los llevé. Conclusión: no se hizo nunca y lo perdí, nunca me lo devolvieron; luego Bruguera quebró y yo me quedé sin esa joya. Era mi orgullo, porque creo que fue el único libro que robé en mi vida. Insisto: si no reincidí no es por razones morales, porque no tengo ningún problema en robar lo que sea”.
Además de tener en común con Battista la experiencia en la redacción de la mítica revista El escarabajo de oro, Liliana Heker comparte con él la declaración de haber robado un único libro en su vida. Le ganó de mano, eso sí: esto ocurrió a mediados de la década del ’60, en una librería cuya ubicación se le perdió en la memoria. El título del volumen sintoniza: Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos. “Fue una satisfacción, porque es un libro que yo amo, y me lo robé –cuenta Heker–. Me acuerdo que ya estaba escribiendo lo que después sería mi novela Zona de clivaje, y entonces me interesaba muchísimo por el vínculo entre los personajes. Era una edición hermosísima, con ilustraciones, y me pareció que me la merecía. En esa época no había cuidadores, así que aprovechando un tumulto, porque creo que había una presentación de libro o algo así, lo tomé. Salí muy feliz con él.”
Heker dice que en aquel momento robárselo le parecía muy apropiado: “Sentía que lo tenía que tener y no había ninguna posibilidad de comprarlo. No creo que pudiera tomar eso como un hábito: no tiene nada que ver conmigo. Pero la aventura de robar un libro, precisamente ése, para mí era fundamental. Fue eso: una aventura”.
Para Martín Caparrós y sus compañeros de la adolescencia la aventura era también un deporte. De entre las frases iniciales, el uf, tantos, le pertenece. “Todo esto debe haber prescripto, porque yo fui adolescente hace tanto tiempo... –dice–. A principios de los ‘70 con varios compañeros de colegio teníamos como una competencia para ver quién se robaba el mejor libro. Debo decir que perdí: la ganó un amigo al que mataron después, durante la dictadura, con un libro ilustrado de Dalí, extraordinario y bastante pesado. No sé cómo habrá hecho. De esa época deportiva recuerdo un libro muy sesudo sobre no sé qué problemas idiomáticos de La celestina, de María Rosa Lida de Malkiel, que robé sólo porque me permitía en ese momento encabezar la tabla de posiciones, porque era grandote. Pero más allá del deporte, durante mucho tiempo no tuve la plata suficiente para comprar los libros que leía y muchas veces los robé.”
Hubo un tiempo, años ’60, ’70, en el que afanarse un libro andaba muy cerca de lo heroico, de lo “robinhoodesco”; una postura un tanto más fundamentalista podía llegar a contener cierta carga despreciativa, pronunciable más o menos en estos términos: esos burgueses comerciantes libreros tienen algo que nos pertenece, que es nuestro alimento, y es además nuestra herramienta de trabajo. Bueno, como el librero es ahora visto como un laburante más, para los escritores ya no es tan enfatizable la nobleza del asunto. Aunque la mayoría de las opiniones sigan alejadísimas de la condena.
Podría decirse que por amor, hasta el mismo Caparrós se retiró de la práctica deportiva: “Dejé de hacerlo en una época en la que conviví con una librera –cuenta–; entendí a los que estaban del otro lado. Veía su zozobra, justa, ante los ladrones de libros, y no lo hice más. De todas maneras, cuando viene un joven y me dice ay, no tengo plata para comprar un libro tuyo, le digo qué sé yo, hermano, robalo, buscate la vida”.
“No seas boludo”, le dijo Daniel Guebel a un amigo, al que prefiere no identificar, cuando fue a visitarlo a la Librería Santa Fe donde Guebel había empezado a trabajar una semana atrás; boludo o no, el caso es que no le hizo mucho caso y se llevó un libro que, cree, era una antología barthesiana acerca de cómo escribir que luego, dice, ni siquiera le prestó. Lo echaron ese mismo día por hacer la vista gorda: “Los dueños me llamaron –cuenta Guebel– y me dijeron esto no va más. La escena me genera una especie de íntima violencia; primero, por el riesgo de mi trabajo, y después por la torpeza infinita con la que mi amigo, claro que sin mi consentimiento, se llevaba el libro. Hizo una especie de giro de ballet y se lo colocó en la cintura, tratando de ocultarlo con un saco que tenía. Creo que lo vieron hasta en la 9 de Julio”. Hacerle eso justo a Guebel, que jura que jamás robó un libro.
Luisa Valenzuela no recuerda si alguna vez de joven, cree que no; las tentaciones le parecen comprensibles y no condena a quien se deja seducir por ellas. “Sí, había una posición de que era como noble robarse un libro, pero no creo que ningún robo sea demasiado noble que digamos”, dice. “Jamás me llevaría uno a cuyo dueño le resultara valioso, de una biblioteca personal. Yo creo que un libro es una cosa muy sagrada. El robo sería a una librería, que es como robarse un banco... En realidad me parece más noble robar el banco y después ir a comprar los libros. Porque al librero hay que fomentarlo, hay que alentarlo a que viva de lo suyo para que el libro circule lo mejor posible, no entorpecer su maquinaria de circulación. Si los robos fueran demasiados las librerías terminarían cerrando, se acabarían.”
A esta altura queda claro que los libreros tienen mucho para contar sobre el asunto. Pero eso es otra nota (ver aparte). En ésta, Federico Jeanmaire evoca una historia “muy justiciera” de sus tiempos de estudiante de Letras. “Cuando estábamos en segundo año de la facultad nos pidieron un libro que se llamaba La princesa de Clèves. Como en ese tiempo, mientras uno es estudiante, jamás se compra una primera edición, con mis compañeros teníamos como un circuito de lugares de usados y baratos, Parque Rivadavia, Plaza Italia, Corrientes. Cuando alguno de nosotros descubría en uno de esos lugares que había varios libros que nos interesaban, compraba el suyo y les avisaba a los otros. Me acuerdo que en una de estas librerías había cuatro o cinco ejemplares de La princesa de Clèves, una edición de bastante mala calidad, a un precio que hoy sería unos cincuenta centavos. Y entonces yo compré el primero y le dije al encargado Guárdeme estos cuatro, que los van a venir a buscar mis compañeros; cuando fueron, de cincuenta centavos habían pasado a diez pesos. Por eso digo que fue un robo justiciero que hice. Como los domingos a la mañana en ese lugar había un solo cuidador, aproveché mientras estaba en una punta y me afané los dos que quedaban. Me había dado mucha rabia... El capitalismo salvaje, viste.”
“Yo debo haber robado alguno en mis excursiones por las librerías de viejo, hace muchísimos años”, recuerda Noé Jitrik sin darle mayor relevancia. “Pero ni me acuerdo qué pude haber sustraído. En todo caso no fue ni sistemático, ni repetido, ni con designios. Todo el mundo en su historia tiene algún robito que no ha confesado y que además no tiene por qué confesar, porque eso ha perdido toda densidad, toda importancia.” Tampoco le parece demasiado relevante que le robaran a él: “Una vez, en mi casa de México, descubrí que justo al día siguiente de la visita de un tipo en mi biblioteca faltaba un libro que acababa de recibir. Cuando me lo encontré le pregunté y me confesó que sí, que lo tenía; y ya lo tenía marcado, rayado. Se hizo el tonto o fingió demencia: creí que me lo habías prestado, me dijo. Pero si no le decía, el libro no aparecía nunca más”.
“Que me roben un libro es una ofensa: esa persona no recupera jamás mi confianza –asegura Carlos Fuentes, un tanto más enfáticamente que Jitrik–. “No le haría a nadie lo que no me gustaría que me hicieran a mí. Y si yo robara un libro merecería irme también al infierno. Si lo hiciera, le estaría quitando la oportunidad de leer ese libro al siguiente lector; adjudicarme a mí ese derecho sería un acto despótico.” ¿Qué le robaron? “Se dice el pecado, no se dice el pecador –responde–. Esa persona cometió un pecado mayor, y nunca volvió a entrar en mi casa. Se congeló. Me robó una primera edición del Ulises de Joyce.”
Uh.
Daniel Guebel describe el modus operandi de un extraño ladrón que bien podría dejar pegado a más de uno. “En una época –cuenta– había un personaje muy interesante, un tipo que algo escribió y cuyo nombre no voy a dar, que por ejemplo le robaba de la biblioteca a Fogwill las obras completas de Roberto Arlt, y me las traía a mí. Y a mí me afanaba alguno y se lo llevaba a Sergio Villa, y así sucesivamente. Ponía en circulación los libros, y de golpe cambiaba de objeto, y pasaba a una lapicera Montblanc de Caparrós. Hacía circular los objetos de las casas de los escritores por las que andaba. Este mismo tipo, del que no sé nada desde hace años, me dijo que las obras completas de Arlt que tengo en casa eran de Fogwill. Ahora, qué se llevó de la mía, nunca lo descubrí.”
“Nunca entré a una librería para robar, aunque lo haría, absolutamente –dice Esther Cross–. No estaría mal que entre las listas de best sellers también se incluyera la de los más robados. Lo que sí hago, más que robar, es no devolverlos a propósito. Por la misma razón por la que perdono que no me devuelvan libros míos. Un buen ejemplo de ambos casos es El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson, de Ezequiel Martínez Estrada, que me lo prestaron y como me gustó muchísimo fui quedándomelo: se transpapeló en la memoria del dueño, aunque no en la mía. Pero ahora lo presté, y todavía no me lo devolvieron.”
“Se trata de un sistema de reciprocidades –dice Guebel–, uno presta y no te los devuelven, y viceversa. Yo veo libros en mi biblioteca que no recuerdo haber comprado y tampoco a quién puedo habérselos pedido prestados.” “Bueno –tercia Vicente Battista–, yo tengo en la biblioteca de casa un cartel que dice que hay dos clases de idiotas: los que prestan libros y los que los devuelven. Y es rigurosamente cierto: cuando presto un libro ya lo doy por perdido. Y si me prestan uno y lo devuelvo me convierto en una especie de marmota. A menos que el libro sea malo, claro.” “A veces me desaparecen libros, pero nunca sé si los presté, ni a quién –agrega Liliana Heker–. Muchas veces hacía fiestas en casa, cuando algún amigo o alguien del taller literario publicaba, y como por ahí venía mucha gente que ni conocía, no sé si alguien se robó algo de mi biblioteca. Si así fuera, tampoco me parecería criminal.”
En fin: este universo anda cerca del equilibrio y la comprensión. Contiene injusticias, mesura, un toque de indignación y abundante fomento de la lectura. Los más jodidos son los libreros, pero ya se dijo: eso es la otra nota. Y Carlos Fuentes, bueno, que se quedó sin Ulises y sin amigo.
Entre estas historias de robos de libros, para terminar, no podían faltar las que quizá resulten más románticas para los propios escritores: enterarse de que un lector se jugó la honradez –acaso por única vez, teniendo en cuenta a los autores involucrados– por un volumen suyo. Aquí están, otra vez hermanados, Liliana Heker y Vicente Battista. “En plena dictadura –cuenta ella–, cuando empecé a dar talleres literarios en el teatro IFT, una de las chicas que participaba ahí me contó que en 1978, en medio de un gran tumulto que se había formado alrededor de Martha Lynch, mientras firmaba ejemplares en un stand de la Feria del Libro, aprovechó para robar un libro mío, Un resplandor que se apagó en el mundo. Y me llenó de alegría, porque dije se la jugó para leer algo mío.”
“A mí me pasó una cosa muy divertida, también en la Feria del Libro –cuenta Battista–. Estaba firmando ejemplares en el stand de Emecé. Como se comprenderá, al no ser Bucay ni nada por el estilo, usaba la lapicera cada media hora o veinte minutos, cuando aparecía algún amigo para disimular. Pero yo estaba ahí y de pronto viene un señor desconocido: éste no era amigo. Y me da El final de la calle, mi libro de cuentos. Y yo se lo autografié, con toda pasión; le pedí el nombre, se lo firmé, el tipo agradeció y se fue. Y un segundo después apareció, desesperado, el vendedor del stand: ¡Qué barbaridad!, me dijo. ¿Qué pasó? El que firmaste se lo acaba de robar de acá. Maravilloso. Yo, contentísimo: que alguien se robe así un libro mío me parece el mejor homenaje.”
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