Domingo, 20 de febrero de 2005 | Hoy
Juan Villoro ganó la última edición del premio Herralde de novela con El testigo (Anagrama), de reciente aparición en la Argentina, donde logra un original entramado entre hechos del pasado político y literario de México y un presente plagado de violencia y señales de una modernidad deforme. Radar ofrece una entrevista al escritor y una lectura de su novela premiada.
Periodista, crítico literario, apasionado del fútbol y del rock, Juan Villoro nació en el Distrito Federal el 24 de septiembre de 1956. Es sociólogo diplomado y reportero por oficio, un tipo esencialmente curioso e inquieto, con un carisma a prueba de toda volubilidad de carácter. Aunque no viene mal decir que, detrás de tanto exceso de afabilidad, podría esconderse una neurosis no detenida a tiempo. Y una patología para el diván psicoanalítico que el propio Villoro, por afable, no desmiente ante nuestra requisitoria. Como sea, esta simpatía a borbotones parece haberle otorgado una libertad y una eficacia en los movimientos que siempre lo hace caer parado. Un outsider que siempre está lo suficientemente adentro y afuera como para ser considerado casi una star en el universo literario local y un tipo querido en los círculos ligados al cine, al periodismo, al fútbol.
¿Qué es más peligroso: el aterrizaje o el despegue?
–Yo creo que el aterrizaje, porque el sentido de los viajes para mí es el regreso, la aventura de Ulises. Es mucho más complejo regresar y quizás el viaje es un mero pretexto para volver al punto de partida en el que ya ni el punto de partida ni tú son lo mismo.
¿Es cierto eso que cuenta Bolaño en 2666, que hubo una discusión telefónica al respecto?
–No he leído la novela, así que cuéntemela y le digo si es cierto.
El le dedica una página entera a esto de sus discusiones en torno a qué es más peligroso, si el aterrizaje o el despegue.
–El consideraba, hasta donde recuerdo de pláticas, que si volvía a México, moriría en México; y no lo pensaba porque lo fueran a asaltar o a matar sino porque sumirse telúricamente en la experiencia tan intensa que para él significó México, era un rito tan definitivo de clausura que no saldría de él, entonces decía: “Si quiero estar vivo, tengo que estar lejos de esta experiencia terminal que sería el regreso a México”.
Usted vuelve a la experiencia terminal... regresando de Barcelona al Distrito Federal, con El testigo bajo el brazo.
–No, no es una experiencia terminal para mí. Los mexicanos nos llevamos nuestro país a cuestas, salvo los que se van por necesidades forzosas a Estados Unidos y que de alguna manera reproducen la vida mexicana en las ciudades a las que llegan. El mexicano difícilmente se separa de sus costumbres, de hábitos muy arraigados, entonces mi caso es el de alguien que estuvo voluntariamente tres años afuera y regresa, entonces es muy poco espectacular.
¿Quién es el Maradona de la crítica?
–La que más me interesa es Beatriz Sarlo como crítica de la cultura. El crítico de la sociedad latinoamericana que más valoro es Carlos Monsiváis.
¿Todavía lee poesía?
–Leo muchísima poesía, y esto no lo digo para adornarme. Creo que la literatura más significativa del siglo XX se alimentó de ella y, en buena medida, la mejor poesía del siglo XX la podemos leer en las páginas de Joyce, de Proust, de Faulkner, de tantísimos escritores. La obra de Onetti o de Rulfo tienen un altísimo contenido poético. No me comparo, pero es el tipo de literatura que a mí me gusta.
¿Le ha pesado ser tan afable a veces? Lo digo sobre todo por las chicas, por eso de que a las mujeres les gustan los hombres duros.
–Bueno, sí (ríe). Yo creo que los Libra somos patológicamente conciliadores, es decir, no es una virtud, es una enfermedad. Por ejemplo, el checo Vaclav Havel, que fue un opositor muy sólido a un régimen totalitario, aun así tenía una enorme tendencia a conciliarse con sus torturadores. Eso es algo de lo que yo quisiera liberarme por momentos, pero ya forma parte de mi naturaleza, o sea, no puedo ser de otra manera.
¿Forma parte de su naturaleza estar en el momento justo o no estar en el momento inoportuno? En la Feria de Guadalajara no estuvo en el homenaje aCortázar, ni en la mesa donde Fuentes oficializó a los del crack como sus herederos, y sin embargo está presente.
–Yo, a pesar de que soy muy conciliador, siempre he dicho lo que pienso y tengo una actitud independiente. O sea, creo que un escritor debe hacer su juego en solitario. Es absurdo pensar que uno requiere de otras personas para ejercer un oficio que es el más solitario del mundo, no creo que sea necesario ni válido estar dependiendo de otros.
¿Qué piensa de Fuentes, del crack, de la figura de un escritor institucional que oficializa a sus herederos?
–En toda literatura hay voces que avanzan en distintas velocidades, hay un correo instantáneo y un correo lento. Yo creo mucho en un correo lento, prefiero las caravanas a Internet y creo que la literatura avanza mejor despacio. No creo en consagraciones instantáneas, y ahora que me dieron este premio Herralde no creo que cambie mi vida ni que sea un certificado de calidad que yo no tuviera antes. Me parece interesante que se discutan autores, me parece interesante que Carlos Fuentes, que está muy atento a todo lo que hacen otras generaciones, hable de ellos, es una manera de poner en circulación las voces de muchos escritores. Es importante el que, en un momento en que la literatura depende tanto del mercado y de la difusión, escritores jóvenes como los del crack hayan ejercido una posibilidad de promover su obra y de insertarla en el discurso español y europeo en general, pero lo definitivo va a ser la lectura de cada uno de ellos. A mí me preguntan mucho por el crack, cosa que me da mucho gusto porque quiere decir que tienen una presencia mediática importante, pero me va a dar más gusto cuando me pregunten por el libro de alguno de ellos, porque entonces significará que son un fenómeno cultural y de lectura.
No me dijo qué pensaba de Carlos Fuentes.
–Es que de Carlos Fuentes no se puede pensar una sola cosa porque es como mil máscaras –que, a su vez, es un apodo que le queda bien a él que ha trabajado tanto el tema de la máscara–. Yo doy clases de literatura y para mí es esencial enseñar dos libros de él del año ‘62 que son Aura y La muerte de Artemio Cruz. Aura es la vida de la muerte y La muerte de Artemio Cruz es la muerte de la vida. Además es un autor central para mi generación porque tuvo el tema de la ciudad como gran personaje. No es el primer escritor urbano de México; Martín Luis Guzmán había escrito literatura urbana antes, pero es el primero que convierte a la ciudad en su personaje, que es un tema que a mí me obsesiona. Cuando él escribe La región más transparente, en 1958, yo tenía dos años y la Ciudad de México tenía 4 millones de habitantes. Era una ciudad todavía abarcable culturalmente. Hoy en día la ciudad ha crecido de una manera desaforada, es una especie de asamblea de ciudades y, de alguna manera, la trayectoria que yo he seguido como testigo de la Ciudad de México es la de alguien que comenzó leyendo a Carlos Fuentes cuando la ciudad podía ser articulada al modo de la Guía Rojí y podía tener un sentido unitario, y esta ciudad se ha refractado en muchas ciudades posibles, muchas de ellas que desafían al sentido, y un poco la literatura que yo escribo trata de dotarlas de sentido, de modo que ahí encuentro una conexión fuerte con Fuentes. Por otra parte, es una persona que siempre ha sido muy generosa con el diálogo cultural. Cuando yo estuve en la Jornada Semanal, colaboró con nosotros del primero al último número, y en ese sentido su obra, profundamente desigual, yo creo que responde a un escritor en movimiento permanente. William Styron lo definió como un tiburón. Los tiburones no pueden dormir quietos, aun para dormir tienen que estar en movimiento.
Tuvo que haber leído bastante a Julio Cortázar como para decir que es un escritor de la juventud, ¿verdad?
–La crítica argentina lo trata creo que con excesiva dureza. Yo estaba en la Universidad de Yale cuando se cumplieron diez años de la muerte de Julio Cortázar y propuse que hiciéramos una mesa redonda sobre él, yJosefina Ludmer –que era la jefa del departamento y una gran crítica argentina– me dijo que prefería hacer una mesa sobre Manuel Puig, porque era el gran renovador de la literatura a través del pop, de géneros que no habían entrado de manera canónica a la literatura, como el folletín, los guiones de cine y todo eso, y que, para buena parte de la crítica argentina, Cortázar era una especie de Salgari para adultos, un escritor de aventuras intelectuales y sensuales, pero, a fin de cuentas, superficiales, y que funcionaba mucho como un autor de autoayuda para los lectores jóvenes. En cierta forma, yo fui ese tipo de lector, porque para mí Cortázar fue el escritor definitivo en mi adolescencia; yo incluso consideraba que sus libros eran una especie de tribunal del idioma. Si tenía una duda sobre si escribir de una manera u otra, consultaba sus libros para copiarlos. Y además me interesaba mucho no sólo su literatura sino todo el mundo que lo rodeaba: quería enamorarme de una muchacha como la Maga, quería discos de jazz, vivir en París, o sea, quise agregarle un capítulo a Rayuela, como tanta gente de mi generación.
A veces México, o quizá toda Latinoamérica, puede ser una tierra de sobrevivientes por todas las cosas que pasan: la pobreza, la corrupción, la miseria.
–En México, Colombia y El Salvador se da esta sensación de manera más extremada. Aunque no podría generalizar, tampoco conozco tanto. Hablando de México sí, las nociones de agonía y de resistencia muchas veces son intercambiables. Tú no sabes si alguien al hacer lo que está haciendo se está suicidando o está sobreviviendo. A veces tengo la impresión de que México, más que una cultura del apocalipsis, es una cultura del post-apocalipsis. Creemos que lo peor ya pasó, y quizás ésa es una de las razones de que tanta gente viva en la Ciudad de México. O sea, todos los signos del desastre ecológico que nos rodea, más que ser el anuncio de una catástrofe que va a venir, parecen el resultado de algo terrible que ya pasó y en donde nosotros la libramos de milagro. Entonces nos sentimos satisfechos de estar del otro lado de la tragedia y de que ningún mal sea directamente para nosotros, aunque estemos viendo sus signos por todas partes. Yo creo que ése es un autoengaño necesario para vivir en una sociedad como la mexicana, evidentemente la noción de la fragilidad de la vida está presente en todo momento y la sensación de precariedad es enorme. También por eso yo creo que hay una enorme vitalidad en la cultura. A mí me interesan mucho, por ejemplo, las crónicas de Nápoles en el siglo XVIII, cuando estaba muy activo el Vesubio y había una enorme vida cultural, porque cada día podía ser el último y había que rescatar algo de esa experiencia tan precaria. Entonces para nosotros es igual, estamos al pie de un volcán, que muchas veces es un volcán metafórico, no necesariamente el Popocatépetl, pero esta sensación de vivir a la orilla del peligro produce el reflejo de hacer cosas que no sean ese peligro, que se desmarquen de él y que perduren de otro modo.
Creo que está faltando también una relación de México con el resto de Latinoamérica.
–México por momentos ha sido muy ombliguista. La cultura mexicana te jala tanto y está hecha de tantas mezclas de culturas que yo creo que muchas veces hemos conocido a Latinoamérica, pero porque los latinoamericanos han venido aquí generalmente exiliados; yo me formé en la universidad con profesores exiliados de casi todos los países de América latina, pero solamente viviendo en el extranjero entendí que formaba parte de una comunidad más amplia que México, que era la latinoamericana. Cuando me fui a vivir a Berlín Oriental, rápidamente trabé amistad con muchos amigos latinoamericanos y me pareció sorprendente que hubiera un archipiélago de coincidencias, de emociones compartidas, de afinidades que nos podían constelar como un grupo. Y lo mismo me pasó ahora en Barcelona, pero es una experiencia que yo he hecho fuera de México.
Y como latinoamericano, ¿no le pasa eso que me pasa a veces a mí: que el brasileño representa la utopía latinoamericana perfecta?
–Bueno, yo quisiera ser brasileño todos los días. Sí, de preferencia en el Botafogo. Vocacionalmente cualquiera quisiera ser brasileño.
¿Y cualquiera quisiera ser novelista después de 13 años de empezar una novela?
–Yo hubiera querido ser médico y me equivoqué de profesión. De hecho, estoy perfectamente consciente de que si volviera a vivir, no sería escritor sino que sería médico. O sea, que lo que yo quisiera ser, no puedo serlo. Entonces, lo segundo que quisiera ser es escritor, y dentro de eso soy alguien muy disperso. A lo mejor, si vivo lo suficiente, esa dispersión tendrá una ilusión de versatilidad. Yo me tardo mucho entre libro y libro, y las novelas que escribo cambian mucho unas de otras, necesito irme adentrando en ese mundo y luego escribir de él, y me toma como siete u ocho años pasar a otra novela, y seguramente si escribo otra será el mismo tiempo. Pero eso no me preocupa porque yo creo que cada literatura tiene su ritmo y en cuanto a la percepción de ella, como le decía antes, yo creo que es un tema de tahúres, como aparece en el Quijote, hay que repartir las barajas y esperar que el destino decida si eran barajas fuertes o no. Lo único que uno puede hacer es su juego.
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