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Domingo, 29 de mayo de 2005

NOTA DE TAPA

Juegos de mente

Después del notable éxito de Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez incursionó en el ensayo, la crítica literaria y hasta la polémica chicanera sobre la narrativa argentina de los ‘90. El resultado es La fórmula de la inmortalidad (Seix Barral), que si bien no garantiza vivir para siempre, al menos depara varias horas de lectura entretenida y que invita a la reflexión. En esta entrevista, el autor analiza los temas y líneas de pensamiento desplegadas en su nueva obra.

 Por Angel Berlanga

El sexto libro de Guillermo Martínez, La fórmula de la inmortalidad, agrupa una serie de artículos publicados desde 1994 en diversos medios, conferencias dichas por aquí y por allá, un prólogo inédito para Lógica sin pena de Lewis Carroll y también una contestación al desparramador Damián Tabarovsky que insume la cuarta parte del volumen, donde se posiciona en torno al panorama literario local de los últimos años. El sexto libro de Guillermo Martínez, también puede decirse así, es un recorrido por análisis de asuntos que lo obsesionan (o lo obsesionaron): las construcciones literarias, algunos autores de cabecera (Borges, Henry James), la originalidad y los lugares comunes, la lógica y la matemática, la búsqueda de precisión, sus propias novelas, su militancia política de los años ‘80. En los ensayos de este escritor y matemático nacido en Bahía Blanca en 1962, autor de Acerca de Roderer y de Crímenes imperceptibles, las ideas se desarrollan con solidez; difícil encontrar un firulete en su prosa y, vaya a saberse por qué, capaz que eso se vincula con que en las paredes blancas de su casa, en Colegiales, no se vea adorno alguno. “Me gustaría escribir novelas de las que pueda sentirme orgulloso toda la vida”, dirá, casi al final, en su estudio, ante un par de bibliotecas prolijamente ordenadas.

En varios ensayos como “Elogio de la dificultad” de la lectura, en el juicio de la posteridad sobre libros y autores, en el concepto de que el lector completa la obra, se puede observar una intención de buscar grietas en los lugares comunes.

–Hace relativamente poco leí un libro de ensayos de Martin Amis que se llama La guerra contra el cliché, y me sentí acompañado en la búsqueda de qué hay de cliché en los giros y modos de pensar en la época contemporánea, frases que se dicen, se aceptan y se reproducen sin analizar, quizá, qué dicen realmente. Que el lector completa la obra, por ejemplo: como si todos los lectores fueran iguales.

Lo de “grieta” se correspondería con tu intención de relativizar sin dar por tierra directamente.

–Por supuesto, trato de ir un paso más allá. En parte tiene que ver con la influencia del pensamiento científico; si no es necesario cambiar el paradigma, los científicos siguen avanzando en las direcciones de las grietas, para completar los casos que faltan y entender qué es lo que se escapa de la teoría. Y cuando la teoría, en sí, no cierra, se preguntan si en definitiva no será erróneo el modo de mirar. Sí, simplemente es un análisis de una manera crítica de algunos de los lugares culturales de la época.

¿Qué estaría poniendo en evidencia ese conjunto de lugares comunes?

–La idea que sobre todo a mí me interesa es muy difícil de formular, pero sería algo así como lo que se propone Edward Said en algunos de sus ensayos: encontrar algo de verdad propia del texto, algo que no dependa simplemente de los poderes culturales, de las interpretaciones y de la valoración cultural de una época, quizá lo más difícil. Encontrar criterios para juzgar, que es un poco el problema que se plantea el crítico, aunque no sea para compartir; encontrar las bases teóricas del propio criterio, como para tener la seguridad de estar juzgando de acuerdo con algún fundamento. Eso tiene que ver con mi tarea, ya de algunos años, reseñando novelas, donde trato de fundamentar qué me hace decir a mí cuándo un libro me resulta interesante o cuándo encuentro objeciones.

El tema más frecuente en los escritores suele ser, como decía Jerzy Kosinsky, aquello en lo que no pueden dejar de pensar. ¿En qué no podés dejar de pensar?

–Hay varios casos relativamente recurrentes; en general uno deja de pensar cuando los escribe: ésa es una manera de dejar de pensar. Temas que tienen que ver con la historia familiar, con el sexo, con el conocimiento, con la relación maestro-discípulo: ésos son algunos de los que fueronapareciendo hasta ahora en mis cuentos y novelas. Siempre es interesante para mí que los personajes de mis novelas piensen y tengan ciertos conocimientos específicos; me interesa todavía el personaje del intelectual, en un modo amplio; los personajes que se expresan completamente, en oposición a lo que sería la novela del hombre común.

¿Por qué no te interesa “el hombre común” como personaje?

–En general, cuando aparece el hombre común se advierte inmediatamente un cierto paternalismo del autor. Me interesan los personajes que potencialmente me superen intelectualmente. Incluso como lector me interesan los libros donde siento que hay cierta potencia de pensamiento. Creo que en el fondo lo humano va en dirección del pensamiento, de las decisiones meditadas; en todo caso, de las dudas existenciales. Esto tiene que ver quizá con la biblioteca de mi formación, que es de una generación anterior: la del marxismo, del existencialismo, de las decisiones meditadas, de las consecuencias que tienen los actos, de la ideología como algo que no es intercambiable y marca profundamente a las personas. Noto que en la puesta en escena del hombre común hay elementos que no me satisfacen del todo: hay cierta facilidad en escudarse en el ser común, en su pensamiento, o en la sabiduría popular. Yo no aprecio tanto la sabiduría popular. Me interesan los personajes que están profundamente comprometidos con algo que están haciendo, y que ese algo marque sus decisiones, que se les vaya la vida en eso. Que tengan un costado en el que se definan por diferencia con los demás, y no por lo común con los demás. Justamente que sean personajes, que valga la pena seguir sus vidas.

Hay en tus textos un predominio de lo prolijamente razonado. ¿Qué lugar ocuparía el arrebato, la calentura, la pasión irracional, en tu escritura?

–Yo creo que hay latente siempre algún tipo de pasión. Hay un cuento, “El recuperatorio”, donde se da la tensión entre lo racional y la sinrazón, el vértigo, la imposibilidad de encontrar un sentido en algunas de las cosas que ofrece el mundo. No es que lo otro no esté: está confrontado con alguna forma de racionalidad, tiene que ver con una lógica narrativa de contrastes. Y quizá también por lo que ha sido mi formación: en mi manera de escribir predomina la sensación de que todo está bajo control. Como escritor me interesa crear atmósferas que, en parte, tienen que ver con la posibilidad de que la pasión, el caos o el sinsentido surjan de manera indirecta en el devenir de personajes que tratan de capturar racionalmente al mundo. Creo que el mundo de lo diabólico, por así decirlo, está presente en muchos de mis textos. Y he escrito muchos relatos eróticos, donde está el tema del sexo y la pasión. Digamos que soy un poco escéptico a la estética de los arrebatos, una cuestión de predilección; no me gusta cuando siento que el texto se le fue de las manos al escritor, con el intento de dar una idea de desmesura.

Mucha de tu racionalidad, decís en “Consideraciones de un ex político”, viene de tu formación marxista.

–Puede ser, sí. Mi papá era un racionalista; tiene que ver con su manera de ver las cosas, de explicarlas, de sus lecturas: leía a Bachelard, a Cioran, a Marx. Era especialista en economía agraria; tenía una formación muy vasta y era un tipo absolutamente escéptico con respecto a los ovnis o al pensamiento mágico, se reía de los horóscopos. Algo de eso se transmitió, indudablemente. Fue el primer marxista pesimista que conocí; el segundo fue Saramago. Es una especie infrecuente el marxista-pesimista.

¿Abogás por la búsqueda de superación del escepticismo a partir de lo racional?

–Sí. Es otro momento cultural, de época, el tema de los famosos derrumbes de las teorías: como si las teorías cayeran como el Muro de Berlín y no quedara ni un ladrillito. Se derrumbaron sistemas políticos construidos en nombre de ciertas teorías por fallas políticas concretas, históricas; de ahí a decir que el marxismo como pensamiento está en cenizas hay unadistancia. Y hay que discutirlo, por lo menos. Lo digo en uno de mis artículos: la guerra de Bush contra Irak es un caso de manual de marxismo. No desapareció la plusvalía, hasta donde yo sé, ni se produjeron derrames milagrosos, como vienen sosteniendo los críticos económicos de derecha; el ejército de pobres sigue progresando. Ante la menor grieta en sus teorías, el pensamiento suele fugarse al escepticismo o al desánimo; yo creo que se plantean nuevos desafíos teóricos. Y que no hay otro modo que volver con más inteligencia, con la racionalidad aguzada de otra manera, con ideas más elásticas, más sofisticadas. La racionalidad es también un fenómeno orgánico, histórico, que se desarrolla con el tiempo y varía, se agiliza, muta, y encuentra sus propias herramientas para dar explicaciones. Que siempre van a ser parciales, pero de ahí a dar el salto hacia pensar que hay una impotencia de la razón...

Pero hay una suma de experiencias, una historia. ¿Sos optimista o escéptico?

–Relativamente escéptico con respecto a las conquistas, así, humanas en general. Con la humanidad, en general soy bastante escéptico. Me parece que la caída del modelo de socialismo, tanto en la Unión Soviética como en otros países, se debió más bien a miserias humanas que a fallas intrínsecas del sistema. Me da la sensación de que la humanidad no estuvo a la altura de darse en ese momento el modelo adecuado para seguir ese camino, cuya dirección principal era la correcta. Lo que veo son retrocesos, obviamente. Lo que está ocurriendo ahora en Rusia es tremendo, volver a la adoración de los iconos zaristas, o de los más burdos iconos del capitalismo más cuadrado.

¿Dónde militaste durante la dictadura?

–En el Partido Comunista.

¿Y cómo te fuiste?

–Yo participé de ese congreso en el que todos nos azotamos las espaldas por nuestras posiciones equivocadas. A partir de ese congreso prácticamente se destruyó el PC, se desmembró. Dejé de militar en esa circunstancia. Llegué a militar incluso como docente, corté varias veces la avenida Cantilo, participé del congreso de reunificación de la FUA y de las marchas que se hacían durante el gobierno de Alfonsín. Durante la dictadura trabajé en la organización de los centros de estudiantes, hice pintadas contra la invasión a Nicaragua, participé en viajes a Chile para hacer manifestaciones en contra de Pinochet. Tuve una militancia en la calle, me peleé con la policía varias veces.

¿Y qué pasó con tu inquietud militante?

–Lo voy a decir de una manera un tanto cínica, quizá... Pensé que seguramente el equivocado era yo, porque en la Argentina todos votan a los peronistas, se quejan, después votan a los radicales, se quejan, y después siguen votando a los peronistas. A la izquierda jamás miran. El pueblo argentino estará en lo cierto y por eso nos va tan bien. Se puede decir que la izquierda hizo esto o aquello, pero comparado con todo lo que hicieron los partidos políticos... Y curiosamente la vez que nos movemos un poquito a la izquierda, con este gobierno, todo empieza a ir mejor. La vez que un poquito le decimos que no a los Estados Unidos de pronto estamos mejor. Pero no, no se ve. Hay un relato de Oliver Sacks en el que a una mujer le dan una torta y se queja de que le dan poca comida; cuando el médico la visita, descubre que sólo comió la mitad derecha porque tiene un problema visual que le impide ver lo que está en la mitad izquierda. Entonces el tipo le da vuelta la silla y la mujer vuelve a comer la mitad derecha de la mitad. La Argentina es así, ve solamente a la derecha. Entonces uno se cansa, a la larga. Yo no dejé de sentirme de izquierda y marxista en ningún momento, más allá de los errores y de las cosas que he criticado desde adentro.

El posicionamiento frente a lo racional –decís– en esta época de crisis tiene sus consecuencias en la literatura contemporánea.” ¿Cuáles serían?

–Hay ciertas preferencias casi automáticas del posmodernismo que tienen que ver con la fragmentación, el sinsentido, el sentido en suspenso, el rechazo de la literatura de ideas, la frivolidad, la trivialidad, la valorización de la banalidad, la desconfianza en las aproximaciones racionales y en la posibilidad de vertebración de cualquier pensamiento de tipo teórico, general. Es decir, muchos elementos que son interesantes en cuanto a su poder crítico, pero que si se convierten en un nuevo fundamentalismo generan a su vez textos que automáticamente se pliegan a esas ideas y reproducen esa estética.

¿Un ejemplo?

–La noche del oráculo, una novela que han reseñado distintos críticos. Es muy interesante ver cuál es la opinión que cada uno tiene sobre una de las historias principales, que Auster deja sin final, incompleta. Para mí era la más interesante, casi un enigma, un acertijo, la historia de una persona que queda encerrada en un refugio antiatómico. Algunos críticos le dieron un plus de valor a esta situación por el hecho de estar irresuelta; uno podría decir que no se le ocurrió narrativamente la manera de resolverla. A mí me produjo la sensación de cierta facilidad de construcción. En ese caso particular hubiera preferido una solución astuta, narrativa, o una resolución de algún tipo, antes que dejar el texto a merced, justamente, de los críticos reaccionando de esa manera, aplaudiendo lo incompleto, porque hay cierta preferencia automática por lo que está incompleto.

¿Un matemático tiene más posibilidades de alcanzar la inmortalidad que un narrador?

–La inmortalidad de una fórmula matemática es más prolongada, digamos; la de una obra literaria, en cambio, siempre está amenazada por las modas culturales, las revisiones, las épocas, la caducidad del lenguaje. No creo demasiado en la inmortalidad literaria.

¿A qué aspirás como novelista?

–Me gustaría escribir novelas de las que pueda sentirme orgulloso toda la vida.

Y hasta acá, ¿qué fue pasando?

–Y, trato de no leerlas... Por las dudas...

No te creo.

–Qué sé yo, uno está orgulloso... un poquito... Pero la opinión de un escritor sobre sus propias cosas siempre es muy vacilante. Y entonces tener la sensación interna de que uno ha escrito una gran obra, más allá de que esa sensación la pueda compartir o no algún público, es algo que a veces se logra; a veces uno termina un pasaje y está absolutamente feliz, siente que eso es lo que tenía que decir y que está dicho de la mejor manera posible. Lo ideal sería poder escribir toda una obra en ese estado de exaltación y de sintonía. Pero eso es algo que a mí no me ocurre.

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