Domingo, 24 de julio de 2005 | Hoy
Cuentos bien construidos acerca del olvido y la añoranza.
Por Osvaldo Aguirre
Reyes y mendigos
Eduardo Alvarez Tuñón
Ediciones Del Dragón
228 páginas
“Hay lugares y momentos añorados a los que es imposible regresar.” La reflexión se lee en uno de los relatos de Reyes y mendigos, pero podría ser extendida al resto de los cuentos que integran el libro, como una condensación de un drama recurrente en sus historias. Lo perecedero de las cosas y lugares ligados a la existencia implica un fuerte sentido de añoranza, y volver sobre el pasado en principio sólo conduce a reforzar la conciencia de una pérdida. En la deriva por esa especie de laberinto, sin embargo, también se apuesta a una revelación.
“El retorno y los libros” y “La fiesta en la tarde”, cuentos que abren y cierran, respectivamente, el libro, traman recorridos convergentes. En el primero, el narrador recuerda su iniciación en la lectura a través de una tía. Dos personajes solitarios encontraban en los libros un lenguaje secreto para resguardarse del exterior. La vida, para ellos, consistía en esperar que ocurriera algo extraño. Pero en su madurez el protagonista comprende que nadie puede advertir los hechos decisivos para su existencia en el momento en que ocurren, que el relato de una vida se construye retrospectivamente. Acontecimientos aparentemente gravitantes se disuelven sin dejar rastro y sucesos que parecieron triviales emergen cargados de significado. Pero esa plenitud ya no puede ser disfrutada, el pasado es un lugar clausurado. En el segundo cuento, otro tipo de lector (específicamente un traductor) recorre las calles de Flores, donde creció y vivió experiencias imborrables, para obtener, de aquello que supuso tan íntimo, un efecto de extrañamiento. La ciudad de la memoria y la que aparece ante la vista confrontan como espacios ajenos entre sí. Sin embargo, el regreso es revelador, ya que el personaje comprende que su verdadera tarea, como traductor, consiste en “erigirse en intérprete del universo, descifrar el idioma secreto con el que nos hablan las cosas”.
Más allá de las distancias de tiempo y lugar, ese mismo deseo impulsa la acción en “El teatro del mundo”, sobre la relación de Voltaire y la actriz Adrienne Lecouvreur. Después de un encuentro fugaz, el recuerdo de la mujer acompaña al filósofo francés durante toda su vida, como un móvil secreto de su escritura y de su acción pública. El deslumbramiento amoroso es el eje también de “Noche de agosto”, que retrocede todavía más en el tiempo para situarse en los días previos a la destrucción de Pompeya. El encuentro de un discípulo de Plinio con una mujer que evoca la belleza y la destrucción está mediado por la lectura de un fragmento de La Eneida que anticipa el final. En el cuento que da título al libro, la historia es también objeto de ironía: un mismo lugar, en distintas épocas, hospeda a una pareja real y a otra de mendigos, como una muestra del carácter ilusorio de las representaciones humanas.
Ese recurso y el de la exploración de personajes miserables reaparecen en otros textos, como en “Armas blancas”, una especie de fábula que relata la amistad de dos ciegos que piden limosna en el subte y la intervención casi demoníaca de un desconocido, y “Una rosa para Luisa”, donde se cruzan un desventurado, un empleado de oficina y un par de ladrones primerizos. Las malas lecturas y las interpretaciones equívocas conducen aquí a situaciones irreparables: el drama grotesco del segundo cuento podía haber sido previsto, se dice, en caso de que el personaje reconociera los signos que lo anticipaban. En el conjunto, “La suprema ayuda” resulta quizás el cuento más característico. Allí la ironía se exacerba, ya que un gesto de bondad provoca la fatalidad menos pensada. Y el descubrimiento final es una lección dolorosa: “Los actos de los hombres, a veces, encierran el verbo contrario: a veces, nacer es empezar a morir y ayudar es dañar”.
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