Domingo, 2 de octubre de 2005 | Hoy
Vuelve Abelardo Castillo al cuento con un clásico y atractivo volumen llamado El espejo que tiembla, donde las chicas de la facultad se quedan ancladas en una semana de los ’60 y los hombres cumplen con su destino de destierro y soledad.
Por Claudio Zeiger
El espejo que tiembla
Abelardo Castillo
Seix Barral
125 páginas
“Hace años que vengo sintiendo que, realistas o fantásticos, mis cuentos pertenecen a un solo libro. Y la literatura, a un solo y entrecruzado universo, el real, hecho de muchos mundos.” Esta declaración, hecha hace ya unos cuantos años por Abelardo Castillo, es ratificada en su último volumen de cuentos, también integrado a ese “libro incesante” llamado Los mundos reales. Que se postule la existencia de más de un mundo real es algo de por sí bastante elocuente, una forma de definir esa dialéctica entre realidad y fantasía. Lo que puede decirse para empezar a hablar de El espejo que tiembla es que de ese filo por el que siempre se ha deslizado la narrativa breve de Castillo, estos cuentos están un paso más allá, más del lado de lo fantástico, instalados cómodamente en uno de esos mundos reales que abarcan el pasado, el juego con el tiempo, el anacronismo, un toque gótico de viejo barrio del sur, bastante desentendido de ese realismo que lucía hegemónico en la narrativa de los ‘60 y que el propio Castillo supo cultivar aunque siempre con una alta dosis de “literaturización”, de citas a Poe, Chejov, Kafka, Borges, Cortázar, entre otros.
El arranque, con un cuento breve llamado “La Cosa”, marca un poco el terreno. La Cosa es una denominación cara a la literatura de terror: lo indefinible, lo indecible, lo que está ahí, una presencia; aquí, un raro monito que pasa de mano en mano. El cuento, cabe decir, es de factura impecable, virtuoso y clásico. Luego sigue un encuentro entre dos hombres que han compartido una mujer (“La mujer de otro”), apenas una escena donde se adivina contenida toda una vida. Hay dos cuentos protagonizados por niños (“Noche de epifanía”, “Pava”) que quizá son los que más repiten uno de los tópicos sesentistas sin grandes novedades, en este caso, la crueldad, una manifestación del mal en estado puro. Los otros cuentos confirman más que desmentir que El espejo que tiembla está más direccionado a lo fantástico que a lo realista.
Hay un cuento bastante clave y entrañable en este libro: “El tiempo de Milena”. El protagonista, a quien no se puede dejar de identificar con el propio personaje de Castillo (como se lo denomina en un cuento como “Week-end”: el hombre llamado Castillo), tiene un intensísimo romance con una chica llamada Milena. “La había conocido esa misma madrugada, precisamente frente a la casa de los perros, y no nos habíamos separado en todo el día. Nos habíamos ido a la cama juntos a la hora de almorzar, habíamos discutido por Simone de Beauvoir a las tres de la tarde, a las siete ya me había sido infiel y a las diez de la noche del mismo día había conseguido convertirme en un varón golpeador.” Esa chica vive perpetuamente atrapada en “su semana del ‘60, con su blusa de bambula y su pollera hindú y sus cuadernos de la facultad”, mientras el hombre, que ya en ese momento era unos años mayor, va a seguir madurando y envejeciendo. Pero –en el clic fantástico del cuento– se le ha adjudicado una semana de la vida de esa chica de los ‘60. Nostálgico y filosófico (al fin y al cabo, el tiempo es el gran tema de reflexión de la filosofía), “El tiempo de Milena” recoge la mejor tradición cortazariana y bien podría erigirse en cifra de El espejo que tiembla: casi todo está aquí, dicho y no dicho. Lo que se ha escrito y vivido y lo que ya no se podría decir ni escribir, cierta resignación frente al paso de la vida, pero al mismo tiempo el regocijo por lo que nos ha tocado, esa pequeña porción de felicidad, esa semanita que muchas veces justifica toda una vida. Y entonces es más fácil entender el sentido del cuento “El desertor” donde se retoma el tópico de poder vivir varias vidas en una a condición de estar dispuesto al sacrificio, el desprendimiento. O el de “La que espera”, una deliciosa historia faulkneriana contada con el pulso del oficio más seguro por un narrador que le habla a un hombre llamado Castillo.
Abelardo Castillo tiene una posición tomada con respecto a la literatura desde hace años y este conjunto de cuentos no la desmiente, y tampoco viene a plantear nuevas líneas. Son una confirmación –confirmación que se toma de la mano de una prosa notablemente asentada, de una precisión nítida– de lo ya dicho, pero que siempre deja resquicios para uno más, un cuento más, como ocurre cuando el público pide una canción más sabiendo lo que va a escuchar, pero necesitando que se lo digan con alguna variante, de un modo renovado. Desde luego, los cuentos de El espejo que tiembla no repiten a los de Las otras puertas o Las panteras y el templo; es una de las sensaciones más fuertes y agradables al leerlos, corroborar que el escritor no recurre a las fórmulas probadas sino que acepta una dosis de clasicismo y la cultiva, con esmero, como a una flor. Un trabajo que, se sabe, es trabajo de siglos.
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