Domingo, 2 de octubre de 2005 | Hoy
VOLVIó > CELEBRANDO UNA REEDICIóN
Por Alicia Plante
Leer puede ser una aventura. No siempre al escritor le interesa seducir al lector con un texto que le granjeará su fácil simpatía: cada tanto se tropieza con uno que no se ocupa ni preocupa con las bien establecidas reglas del éxito y que no reducirá la tensión de su palabra ni aplacará su creatividad porque para él escribir es lo aventurado. A la vez, no creo que el lector imaginario, ese dios o demonio en todo caso insobornable al cual toda palabra escrita le va destinada, se halle ausente de la mente de este escritor comprometido con la exploración. Con su novela La rompiente, Reina Roffé se ubicaba en la primera fila de esa compulsión experimental que en 1987, fecha de aparición inicial de la obra, representó –y sigue representando hoy– un hito trascendente en la vanguardia literaria contemporánea. Sin concesiones al mercado, desde las primeras páginas el relato nos conmueve con los hechos y sobre todo con la hondura de las percepciones, con las cadencias del lenguaje, con el perfil inquietante de la mujer que parece naufragar en tierra extraña; “no había llegado a una ciudad sino a un estado mental”, un desarraigo de la carne viva, una aparente fragilidad en el exilio que quizá sea un viaje apenas, pero con “el idioma que no termina de armarse en su boca”. En torno a esta estructura, la novela de Roffé se arma en tres partes, una historia en la cual el punto de vista no es estable y la heroína, tampoco.
A esa mujer que llega, en la primera parte del libro, alguien la reconstruye en segunda persona, alguien que nunca sabremos quién es pero con edad suficiente para tener recuerdos de cómo eran las cosas 50 años atrás. En un principio, por vicios contraídos, intentamos deducir, inferir dónde está esa “otra costa” (¿Estados Unidos?), quién le habla, quién la dice (¿un psicoanalista quizá?). Enseguida están en un bar, toman café, buen clima comenta el interlocutor..., poco probable entonces, tampoco hay actitudes o interpretaciones que den sustento a ese tipo de suposiciones, que además, y era de prever, se van volviendo ingenuas.
Y de pronto esta persona (¿también una mujer?) que la viene construyendo para nosotros, y que declara “anoche leí su diario, lo que usted denomina líneas de fuerza”, y agrega: “Usted insiste –según me ha confesado– en borronear una misma y única novela”, y abre la puerta a la segunda parte del libro cuando solicita: “Cuénteme la novela”. En un punto del relato que sigue –dicha novela, contada en primera persona–, significativamente la mujer afirmará: “En algunos casos la síntesis de una historia es más sugerente que el relato completo”.
¿Es el personaje de la novela inconclusa, “agonizante”, e interrumpida con reflexiones entre poéticas y contundentes, el personaje de la primera parte, la mujer desarraigada a la que alguien le hablaba? ¿Es esta segunda historia autobiográfica? Y una vez más, ¿es que importa? “No es cierta y tiene, sin embargo, la utilidad de lo verosímil”, dice el personaje de Roffé al prepararnos para la tercera parte.
“¿Hallaré, adonde vaya, el esplendor de una voz?”, se pregunta ahora la heroína, quizá la inicial, que habría regresado a la tierra propia y que relata hasta que la pena nos doblega, la agonía y la muerte de su abuela. El duelo la recluye, “una mujer en estado de alarma”, hasta la descripción final de una menstruación que parece subrayar con sangre la imposibilidad de cerrar la historia con alegría, apenas con delicada belleza.
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