Domingo, 12 de febrero de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
La divergencia y la diversidad se han ido abriendo camino en la literatura latinoamericana de los últimos veinte años. Y Uruguay no ha sido la excepción. El peso de lo histórico en la novela, la representación de minorías culturales y sexuales, la impensada modernización de Montevideo, la escritura femenina son algunas de las marcas de una narrativa que nos llega a cuentagotas. Radar viajó a Montevideo para rearmar un mapa fragmentado y vital que late muy cerca de nosotros, apenas separado por una orilla.
Por Sergio Di Nucci
Desde Montevideo
Cuando finalmente los uruguayos eligieron presidente al colorado José María Sanguinetti en noviembre de 1984, con el triunfo de la democracia llegaba el fin de la censura. La expectativa era clara y expresa. Ahora iban a publicarse todos los libros guardados por fuerza en los cajones. Ahora iba a manifestarse toda la verdad que se había callado. “Hay que decir que nada de eso ocurrió”, dice a Radar la crítica uruguaya Alicia Torres, de la Universidad de la República. “De algún modo eran los libros que iban a dar voz a esos años de silencio, y se suponía que muchos autores iban a tenerlos ya escritos. No hubo una eclosión de libros rutilantes que marcaran el envión posdictadura.” Veinte puntuales años después, en 2005, Uruguay tenía con el Frente Amplio al primer gobierno de izquierda de su historia.
De una manera oblicua, sin embargo, acertaron los que profetizaban que los ojos de los narradores se dirigirían hacia el pasado. En estos dos decenios democráticos, la novela histórica ocupó un lugar central en la narrativa uruguaya, de una calidad, densidad y sobre todo una continuidad acaso sin parangón en el resto de América latina. Desde Bernabé, Bernabé! (1988) de Tomás de Mattos, una novela sobre el genocidio de los indios charrúas y el drama de su verdugo Bernabé Rivera, hasta la recientísima Angeles entre nosotros (2005) de Alberto Gallo, que evalúa, sopesa y noveliza el pasado nacional, la historia ha estado en el centro y por momentos pareció que se convertía en el entero horizonte de la ficción uruguaya.
Como en otras latitudes, en el Uruguay de los tiempos pretéritos nacen mitologías. Pero aquí el recuerdo obstinado por un pasado mejor obra como estímulo para una narrativa a la que le interesa el enigma. Para la simpatía por el movimiento guerrillero tupamaro en los ’60 y ’70 y aun para la actual victoria del Frente Amplio, valen las palabras del historiador Tulio Halperin Donghi (que les reconoce algo que también puede encontrarse en la literatura): “Eran muchos los que se sentían atraídos por la promesa de la revolución porque esperaban de ella la restauración de ese Uruguay de modesta prosperidad y atenuada desigualdad económica en que en la memoria colectiva se estaba transformando el anterior a 1933”. Es por ello también que la narrativa intenta ofrecer fabuladas respuestas a la pregunta acerca de ¿qué nos pasó?, volverse siempre, al menos en alguna de sus facetas, inexorable registro de la debacle de la República Modelo, según dice Abril Trigo (¿Cultura uruguaya o culturas linyeras?, 1997).
Y no es casual que demuestre la erosión de un respeto por ese pasado que no se supo sostener. En El príncipe de azafrán (2005), última y celebrada novela de Hugo Fontana, un humor gruesamente grotesco domina las representaciones: el primer presidente uruguayo Fructuoso Rivera es un vampiro en 1830, y otro, o el mismo, colorado chupasangre es el presidente Sanguinetti que veinte años antes de la publicación de la novela había iniciado la transición democrática. Ya en Hombre a la orilla del mundo (1988), solitaria novela del dramaturgo Milton Schinca, José Gervasio Artigas aparecía triste, solitario y final en su exilio paraguayo. Un círculo más abajo, en Artigas Blues Band de Amir Hamed, cuyo título inglés es de por sí una ironía antinacionalista, al Libertador resucitado ya se lo representa borracho y putañero: esta novela es un “artefacto desestabilizador, tanto de los conceptos reificados sobre Artigas, como de los modelos de novela histórica que se han acreditado en el Uruguay”, según saludó el escritor y crítico Roberto Echavarren.
La castración y la muerte eran temas que la crítica había señalado siempre en los novelistas uruguayos mejor conocidos internacionalmente del siglo XX, Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti. Como podría preverse, dominan buena parte de la ficción histórica, en novelas como No robarás las botas de los muertos (2002) de Mario Delgado Aparaín, un autor que logró componer una obra extensa a la sombra de su militancia como funcionario del Frente Amplio, bien considerada y traducida, con éxitos y reediciones locales. La novela relata el sitio y derrota de Paysandú en 1865 por las tropas argentinas enviadas por Bartolomé Mitre, una flota brasileña y las uruguayas (coloradas) de Venancio Flores. Otro tanto puede decirse de Los papeles de los Ayarza de Juan Carlos Legido, otra novela inaugural de 1988, de El príncipe de la muerte (1993) del también importante frenteamplista Fernando Buttazzoni, sobre un personaje decimonónico, y autor de El día en que Gardel lloró en mi alcoba (1996) sobre el sórdido y apócrifo nacimiento del zorzal porteño en Tacuarembó, de El archivo de Soto (1993) de Mercedes Rein, de la casi contemporánea Una cinta ancha de bayeta colorada de Hugo Bervejillo. Todas estas novelas, más acá de sus gustos diferentes por la parodia a estilos pasados, la fe en los efectos no menos paródicos del periodismo o de la yuxtaposición de discursos, coinciden en celebrar la concordia de vastas mayorías nacionales en torno de objetivos también irreprochablemente nacionales, además de explayarse en la denuncia de quienes consiguieron frustrarlos. Aun la recientísima El corredor nocturno (2005) de Hugo Burel puede entenderse como novela histórica contemporánea, con su trama policial y su más profunda intriga fáustica. Aquí aparece un Montevideo rico, y aun riquísimo, un Uruguay de los favorecidos por el Mercosur. “Yo a estos tipos los conocí en mi profesión”, dice Burel refiriéndose a los personajes de su novela, en especial el protagonista, que vende su alma para conservar un status social que sabe precario y sospecha ilegítimo. La novela retrata una nueva capa gerencial montevideana. La visión es la de una ciudad más moderna e internacionalizada. “Son tipos que por alguna razón la literatura uruguaya en general no retrató. Tampoco el Montevideo de mi novela es lúgubre, otro rasgo que aparece habitualmente.”
El pasado más lejano también sirve para hablar de otro modo sobre el más cercano. Tal vez con ningún autor uruguayo se haya dado con más vigor una lectura alegórica que lee al presente en el pasado que con Tomás de Mattos, quien a su vez se ha encargado, en la medida en que puede hacerlo, de recusar esas lecturas. En La fragata de las máscaras reescribió el Benito Cereno del norteamericano Herman Melville, y en la revuelta de los esclavos negros se leyó la de las naciones relegadas de Latinoamérica, y aun específicamente la de Uruguay. Autor de tres libros de cuentos “a veces desiguales”, según dijo a Radar la crítica Ana Inés Larre Borges, directora de Brecha, y de la novela A la sombra del Paraíso (1998), con La puerta de la misericordia (2000, 2004) compuso una obra única en las letras latinoamericanas: una novela sobre la vida de Jesucristo en más de mil páginas, en un estilo transparente, minucioso pero no vacilante. Y un enorme conocimiento erudito. Porque como figura intelectual resulta también singular Tomás de Mattos: el director de la Biblioteca Nacional es católico práctico y militante de izquierda.
La dictadura uruguaya fue una dictadura comisarial, que usó del encarcelamiento y la tortura como modo de disciplinamiento de sus gobernados. Al fin de su gestión, un quinto o más de los varones uruguayos había pasado por la cárcel. Uno de los textos mayores de la literatura uruguaya contemporánea, que ha sido traducido a varias lenguas, es el tardío El furgón de los locos (2003) de Carlos Liscano. Trece años de cárcel como tupamaro, una estadía casi tan larga después en Suecia, una obra notable como novelista y cuentista: todo esto necesitó el autor para escribir una autobiografía ejemplar, un diario de la memoria de la tortura cotidiana, un texto de una sobriedad que recuerda, sin perder nada de su especificidad, a Homenaje a Cataluña de George Orwell. También de Liscano, autor de una obra que ya es vasta y ramificada –donde no faltan la poesía y el teatro–, son algunas de las más límpidas novelas uruguayas contemporáneas, de un humor que logra el prodigio de ser restallante sin ser cruel: El camino a Itaca (2000), cuya acción se reparte entre Estocolmo y Barcelona pero es íntegramente uruguaya, o La ciudad de todos los vientos (2000), que se burla de la imposibilidad de redactar en Montevideo una novela latinoamericana a la europea. La de Liscano es una “experiencia cerrada sobre sí misma”, de una “austeridad” única, según dijo a Radar Wilfredo Penco, presidente de la Academia Nacional de Letras de Uruguay.
Otro autor que ha unido la crónica autobiográfica a la ficción es uno de los más leídos en Uruguay, el “ruso” Mario Rosencoff. Su lenguaje y su repertorio son populares y accesibles: “¡La gran puta, che! Si es como la vida, mismo”, dice en su último libro, El barrio era una fiesta (2005), la nostalgiosa evocación de una experiencia urbana en suma agradable, y perdida. Con Las cartas que no llegaron (2000) había compuesto otra evocación, más siniestra y deliberada, de la pérdida de los parientes judíos europeos: el Holocausto entrevisto desde América del Sur. Por la fuerza de su magisterio político, antes que por cualquiera de sus textos considerados singularmente, Eduardo Galeano es uno de los autores uruguayos más universales. En Memoria del Fuego (1986) compuso un friso histórico-cronístico-ficcional, y el arco de la parábola se inicia en los tiempos prehispánicos.
Si el pasado es una alusión al presente que no se atreve o se rehúsa a decir su nombre, otra sinuosa y escondida senda que cuenta con parejos fines es la ficción que admite reglas. Ejemplos clásicos de estos géneros son el policial y la ciencia ficción y aun la pornografía; todos ellos supo practicar con felicidad la literatura uruguaya. Ercole Lissardi (seudónimo) es algo así como un César Aira de la pornografía, un luchador libre contra el estreñimiento de sus contemporáneos, un escritor prolífico para el semen malgastado que es también un crítico a la vez agudo y propagandístico de sectores menos conocidos de la literatura uruguaya. Otro escritor sexual y seudónimo es Lalo Barrubia. Un universo de “periodistas noctámbulos, comisarios descreídos e investigadores solitarios que hurgan en boliches tristes con sus prostitutas y sus borrachos” es el de Omar Prego Gadea, según Margarita Carrriquiry en “Una mirada sobre la literatura uruguaya reciente” (2005). El ingeniero Juan Grompone escribe elegantes, inteligentes y aritméticas novelas a la inglesa; Carlos María Federici, Carlos Rehermann y Horaci Verzi lograron ennegrecer la novela negra con tiznes locales. Como Prego, mucho tiempo exiliado en Francia, Henry Trujillo en Torquator (1993), El vigilante (1996) y La persecución (1999) ha unido diversamente la experiencia de la dictadura a los crímenes sólo aparentemente menos políticos. En Carnaval (1990) de Felipe Polleri aparecen zonas antes inexploradas de la marginalidad montevideana, aunque su relación con la policial negra esté sólo en la atmósfera, y no sea una novela de género. De un importante narrador exiliado, pero anualmente presente en Uruguay, Juan Carlos Mondragón, es El misterio Horacio Q (2005), donde a un doble infanticidio se unen las leyendas del suicida Horacio Quiroga.
Los uruguayos cultivaron la ciencia ficción, aunque su exponente mayor sea Mario Levrero, autor inclasificable, de una vertiente que ha de calificarse, con una cierta claudicación, como novela experimental, que se coloca por fuera de límites y reglas y busca ser formulación única de una experiencia única y sin embargo comunicable. Con una obra vasta, interesada por el psicoanálisis y la parapsicología, Levrero ha llegado a ser un escritor de culto después de dirigir durante décadas talleres de escritura. Como suele ocurrir con los escritores de culto, sus textos acaban por volverse prolijamente autorreferenciales: es el caso de La novela luminosa (2005), libro póstumo de Levrero, donde en 500 páginas narra la cotidianidad de un escritor becario Guggenheim que escribe sobre lo que escribe.
Frente al gran mundo de las grandes editoriales multinacionales, que publican la mayor parte de los libros mencionados arriba (Alfaguara, Planeta, Sudamericana), existe otro intermedio y tradicional (Ediciones de la Banda Oriental, Cal y canto, Trilce, Fin de Siglo) y aun otro menor y emergente y mutante y difícil de cartografiar (como Doble Clic, Ediciones Planetarias, La Gotera, De los flexes terpines, Ediciones del Caballo Perdido, H editores, Civiles y Letrados, Vintén, Linardi y Risso). En estas editoriales, menores sólo por las expectativas de tiradas y lectores, se publica una narrativa también experimental, como la de Pablo Casacuberta (autor de una obra extensa, de la que los uruguayos destacan El mar, 2000), y otra que sólo lo es por su extensión o su tono, en el extremo opuesto a la gran novelización histórica que requiere –piensan las grandes casas editoriales– de 300 páginas para respirar. En H editores publicó Lalo Barrubia su novela Arena (2002), tribus en utopía estival hecha con sol, mar, arena, hongos o lo que haya, y finalmente encuentro con el sexo masculino: a la vez “testimonio generacional” post punk y “anti establishment cultural de izquierda”, según dijo a Radar Ana Inés Latorre Borges. Ediciones del Caballo Perdido publicó La Tumba (2002), de Juan Introini, un autor respetado y leído por escritores, y menos por el público. En el mismo andarivel hay que citar a escritores de los ’60 que siguen gravitando, como Miguel Angel Campodónico o Héctor Galmés, y aun a poetas y críticos leídos, o voluntariosamente desatendidos, por los narradores, como Carlos Pellegrino o una de las mejores estilistas de Uruguay, Lisa Block de Behar, prueba de la densidad que alcanza una escritura cuando la asiste una lucidez intelectual a la que no distraen las relaciones públicas.
En un país de tres millones de habitantes, la promoción entre niveles y aun la circulación, no es infrecuente. Y los temas “jóvenes” (desasimiento de la familia matriarcal, drogas, libertad sexual) ya pueden inaugurarse en las grandes editoriales, como ocurrió por ejemplo con La cura de Gabriel Peveroni, publicada por Alfaguara en 1997.
Precisamente entre las editoriales no tradicionales suelen publicar los poetas que escriben novelas. Los que han ejercido mayor influencia en Uruguay, y desde Uruguay, son Marosa di Giorgio y Roberto Echavarren. La primera, una gran performer de sus obras; su novela Reina América (1999) como sus cuentos eróticos Misales (1993) y Camino de las pedrerías (1997) parecían esperar su lectura en voz alta en el Centro Rojas de la porteña calle Corrientes, o ser registradas en cds. En Julián, el diablo en pelo (2003, publicada el año pasado en Argentina por El cuenco de plata), Echavarren escribió una obra que anuda un registro etnográfico sobre la prostitución masculina montevideana con una elegía del anhelo sexual.
Un poeta uruguayo menos internacional que escribe ficción es Rafael Courtoisie, que practica lo que Latorre Borges caracteriza como “estética de la crueldad”. Otro es Alvaro Ojeda, autor de la ambigua El hijo de la pluma (2004).
Si la novela histórica ofreció la renovación de la imagen pública del Uruguay, “la literatura escrita por mujeres ofreció una reflexión sobre el mundo privado, y es la otra gran vertiente de la literatura post dictadura”, dice a Radar Alicia Torres. A veces, estas obras, generalmente breves, minimalistas en sus proporciones aunque no siempre en su estética, deben publicarse en editoriales pequeñas, como fue el caso de La casa de enfrente (1988) de Alicia Migdal, de Cuentos de ajustar cuentas (1990) de Dina Díaz, de La Azotea (2001) o Cuaderno para un solo ojo (2001) de Fernanda Trías, o de Limonada (2004) de Sofy Richero. Lo que no les impidió alcanzar repercusión. De hecho, el autor de mayores ventas en Uruguay es Mercedes Vigil, a quien todos elogian por sus temas y censuran por su “factura literaria”. La literatura de mujeres está lejos de ser un ámbito apacible unido bajo la bandera de una ilusoria solidaridad de género. En un extremo se encuentra el feminismo militante de Andrea Blanqué, organizadora de la antología Viva la pepa (1990) y autora de los relatos crudos de La piel dura (1999), o la ironía con la que Sylvia Lago describe el derrumbe de las altas clases medias durante la dictadura en Saltos Mortales (2001). En otro, la reivindicación de lugares clásicos de la mujer, aunque ya metamorfoseados, como las pulcras cocinas, en La limpieza es una mentira provisoria (1997) de Marisa Silva Schulze. Una narradora exiliada, Cristina Peri Rossi, “abre la perspectiva de la homosexualidad”, como superadora de la “sexualidad-sujeción”, según Margarita Carriquiry.
Otro espacio a la vez marginal y tradicional en el Uruguay es el de la literatura rural, y el de las ciudades y pueblos distintos del Montevideo que soporta la mitad de la demografía nacional. Allí transcurre la larga saga novelística de Mario Delgado, en buena medida en un pueblo inventado, de nombre e inspiración faulkneriana, Mosquitos. Allí los relatos y novelas de Milton Fornaro, Hugo Fontana o la más reciente de Henry Trujillo, Ojos de caballo. También una novela de iniciación dedicada a Jack London, como Celebración (2005), de Guillermo Alvarez Castro. Los tonos de esta literatura son épicos, sentimentales, humorísticos, o una combinación de todos ellos.
“Yo no escribo pensando en panoramas. Ninguna lectura trata de abarcarlo todo”, dice Burel. Otros jóvenes entrevistados coinciden con él. Trujillo, Gallo, Escanlar celebran, todos ellos, el incremento de obras divergentes, el abandono del prurito formal en pos de la trama picante que ha visto crecer el Uruguay en estos últimos años.
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