Domingo, 19 de marzo de 2006 | Hoy
TOBIAS WOLFF: VIEJA ESCUELA
La última novela de Tobias Wolff es un cálido viaje al pasado literario pero, sutilmente, algo más: una astuta forma de reclamar una parte de la herencia de la literatura norteamericana.
Por Guillermo Saccomanno
Vieja escuela
Tobias Wolff
Alfaguara
262 páginas.
Uno de los atractivos de los relatos de Vida de mi padre lo constituye, sin duda, la memoria de las aventuras de iniciación de Raymond Carver con otros dos amigos escritores: Richard Ford y Tobias Wolff. Carver habla de ellos con una complicidad en la que todavía no se advierte ni la propia muerte ni los destinos distintos que encararían sus amigos en sus respectivas carreras literarias, que a esta altura parecen reflejos de la clase de escritor que Carver habría corrido el riesgo de ser. En la época en que el trío buscaba curtirse, Ford y Wolff escribieron libros de cuentos demasiado similares a los de Carver. Rock Springs de Ford y Cazadores en la nieve de Wolff le pisaban los talones al mejor Carver. A los tres se los etiquetó como minimalistas y/o “realistas sucios”. Nada de eso: las lecciones de Maupassant, Chéjov y Babel metabolizadas por Hemingway a la cabeza de toda una tradición norteamericana de la short-story enalteciendo la experiencia. En la actualidad, post-Carver, mucha de la iracundia que los unía, además de la pasión literaria, fue destilándose políticamente correcta: la pasión fue reemplazada por el profesionalismo.
Todos estos datos contribuyen a anclar la lectura de Vieja escuela, la última novela de Wolff luego de Vida de este chico y En el ejército del faraón. Y si los datos adquieren sentido se debe a que justamente en esta obra Wolff dialoga con toda la tradición literaria norteamericana y, a la vez, replantea el peso de la experiencia: “De la vida de la que surge lo que se escribe no es posible escribir”, dice ahora Tobias Wolff. Para empezar hay dos figuras señeras que intervienen en esta nueva historia: el antes citado Robert Frost, con un papel protagónico, y Ernest Hemingway, como sombra venerable.
Vieja escuela narra las peripecias de un alumno judío y becado en un colegio de clase alta en el que la literatura parece consistir, vía el estímulo de las autoridades docentes, en un deporte. “¿Por qué éramos tantos los que queríamos ser escritores? Parecía irracional. Pero había motivos”, escribe Wolff. La rivalidad que los alumnos se celebran tiene mucho de alegoría sobre la libre competencia capitalista y, a la vez, con esa idea atlética de la cultura que suele regir el espíritu Boston Pops de la cultura estadounidense. El premio para aquellos que cincelan un bello poema o consiguen un cuento perfecto es tener un encuentro privado con tal o cual poeta o escritor famoso que visita la institución. El primer invitado estelar es, como se dijo, el poeta Robert Frost. En su cuidada antología de los poemas de Frost, Enrique Revol supo señalar que éste fue acusado de “una jovialidad de anuncio comercial”. Los temas de Frost eran sencillos: los bosques, los lagos, los montes, la nieve, un paisajismo tan austero como directo. Para Frost la metáfora era, ni más ni menos, que “la totalidad del pensar”. Según Revol, Frost hizo lo mismo que Hemingway: “realzó su propia habla a la dignidad de lengua literaria”.
Aunque el protagonista de Wolff, en su autocompasiva condición de becado y judío, atraviesa una corta pero intensa fascinación por la fascistoide Ayn Rand, autora de El manantial y La rebelión de Atlas, sus modelos serán Frost y Hemingway y es desde acá desde donde Vieja escuela pide ser leída. Es decir, una alcurnia: la literatura como método de ascenso social donde otros son herederos, chicos Kennedy. La escritura de Wolff parece haberse decantado en una destreza “convencional” y su talento descriptivo transmite lo que es estar ahí, en esa escuela, en ese ámbito tan exclusivo como engreído y mezquino. También consigue que el lector, identificación mediante con el yo narrador, entienda de qué se habla cuando se habla de literatura y que sus páginas vuelen haciéndole desear a uno que el relato no concluya. Es verdad que el realismo de Wolff ya no es carroñero como en sus orígenes, pero aun cuando pareciera estar prismado por la plástica de Norman Rockwell, el ilustrador de las tapas del Post, en Vieja escuela, a pesar del tono elegíaco, no se le escapa la tensión clasista que late agazapada en aulas y dormitorios, en lealtades y traiciones. Para este chico la literatura no es un deporte. Se trata de prestigio. Y quien dice prestigio, en este sistema, dice dinero. La redención consiste en la culpa. Y la culpa impone una sinceridad. Pero, ¿qué es la sinceridad, cuál es la verdad en la experiencia narrada? Cuando el héroe se enganche como voluntario para ir a Vietnam emulando un periplo a lo Hemingway, ¿es esta la culpa que determina su alistamiento? ¿O es, más bien, una lectura juvenil y oportunista de las experiencias de Hemingway en distintos frentes? Wolff prefiere, en todo caso, responder con una ambigüedad: el extravío del héroe.
Wolff, como colaborador de The New Yorker debe saberlo. Esta publicación, durante su época fundacional, prohibía que sus ficciones tuvieran como protagonistas a periodistas y escritores en lugar de gente común. Vieja escuela desafía la máxima y la pone en tela de juicio. Porque entre los méritos de Vieja escuela, más allá de su interés “literario”, debe considerarse que estamos ante un relato que sí, es cierto, tiene a un escritor como protagonista, pero también podría tratarse de cualquier otro artesano, cualquier otro gremio el suyo. Atención: esta no es una nueva pretenciosa “novela de escritores” sino un ejercicio elaborado de sencillez narrativa. Un escritor se hace a los tropiezos y el suyo es un trabajo. Un escritor no es más grande que los paisajes simples de Frost o los perdedores de Hemingway. Wolff lo dice de esta manera: “Para un escritor no existe algo así como una vida ejemplar. No se puede hacer ningún relato verídico de cómo o por qué uno se convirtió en escritor, ni existe ningún momento del que se pueda decir: Es entonces cuando me convertí en escritor. Las piezas encajan más adelante, con mayor o menor sinceridad”.
Este Wolff ya no es compañero de infortunios y parrandas de Carver. La crispación de ese pasado, cuando los tres amigos fueron épica pura, se ha sosegado. Como Frost, como Hemingway, la aspiración del Wolff actual es otra: el clasicismo. Después de todo, no está nada mal sino todo lo contrario, porque volviendo a lo que Revol apuntaba sobre Frost: “Son los tímidos rebeldes de vanguardia quienes siguen las convenciones realmente rígidas y fatigosas”.
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